Vivir rápido, morir joven, dejar un cadáver bello: la poeta puertorriqueña Julia de Burgos cumplió con todos los requisitos de la frase de Willard Motley que se volvió famosa como título de una biografía de James Dean. Hoy un nombre capital de la literatura de América Latina y el Caribe, Burgos fue la mayor de 13 hermanos y vio morir a seis en la infancia por las paupérrimas condiciones del hogar. Casi elegida para sacar a la familia de la miseria, logró estudiar con becas y grandes esfuerzos, y enviaba dinero a su casa apenas lo recibía, tanto en la isla como en Nueva York, adonde se fue siguiendo a un dominicano que no se animó a enfrentar a sus padres y decirles que esa mujer, antillana y negra y bebedora y brillante, era su amor.
Burgos vivió en Cuba y, tras esa ruptura, regresó a Nueva York, donde murió en 1953 a los 39 años sola y enferma. Los policías que la encontraron inconsciente en una calle del East Harlem ignoraron que llevaron al hospital a una escritora premiada, autora de Poema en veinte surcos y Canción de la verdad sencilla (un año más tarde saldría el libro póstumo El mar y tú), feminista temprana, defensora de la identidad nacional de Puerto Rico, activista anti imperialista que convirtió en temas líricos el dolor de los explotados y violentados:
¡Río Grande de Loíza!…
Río grande. Llanto grande.
El más grande de todos nuestros llantos isleños,
si no fuera más grande el que de mí se sale
por los ojos del alma para mi esclavo pueblo.
Con ese peso pesado se ha metido Mayra Santos-Febres, quien presenta en Miami Book Fair su novela La otra Julia. Lo ha hecho por segunda vez (es autora de una biografía publicada en 2014, centenario del nacimiento de Burgos, Yo misma fui mi ruta) y con doble audacia: la estructura del libro alterna la vida de la poeta con la de una escritora no identificada, autora de una biografía de Burgos y con algunas similitudes con su propia historia.
En dos épocas, las dos vidas dan cuenta de los paralelismos que acercan a estas dos escritoras afroindocaribeñas, que tratan de sacar adelante a sus familias con sus múltiples trabajos mal pagos, que enfrentan el racismo institucional tan naturalizado como la discriminación de género. Ambas, además, sufren pérdidas personales y pequeños momentos de dicha, y esos sentimientos también atraviesan el tiempo y las unen.
En su obra que abarca la novela (La amante de Gardel, Sirena Selena vestida de pena), la poesía (Lecciones de renuncia, Tercer Mundo), el cuento y el ensayo, Santos-Febres abordando temas de raza, género, deseo y poder. Estudió en las universidades de Puerto Rico y Cornell, y ha enseñado en Estados Unidos, España y México. Recibió los premios Letras de Oro, Juan Rulfo y Primavera, entre otros, y la Beca Guggenheim. Es co-creadora del Programa de Escritura Creativa de Puerto Rico, fundadora del Festival de la Palabra y activista por los derechos de las minorías étnicas y de género.
Un fragmento de La otra Julia, que discute hoy en la apertura de la Feria del Libro de Miami:
Tuvieron que esperar en el pueblo a que Papá Francisco convenciera a un camionero para que los llevara por la avenida Central hasta la plaza del mercado. Se bajaron cerca de la calle Arzuaga, cundida de almacenes y paradas de carros públicos. La plaza quedaba al fondo. Por la vereda trasera, Julita vio los patios de la escuela de sus sueños. Miss Rosenda se la describió una noche en que le ayudó con tareas.
—Es la mejor preparatoria del país. Todas las clases son en inglés. Los maestros salen a enseñar directito de la Universidad de Puerto Rico. Y los alumnos son hijos de familias de bien, de profesionales, doctores, abogados e ingenieros. Una vez tuve el privilegio de saludar al Dr. Keelan, director de la escuela. Él es irlandés, lo trajeron directo desde Estados Unidos para que civilizara y enseñara buenas maneras a los futuros profesionales del país. ¿Tú sabes lo que es eso? Si entras en la High de la UPR, tendrás todas las herramientas que necesitas para vivir un futuro glorioso, Julia.
—La gloria misma —pensó la adolescente cuando pasaron por detrás de la High de la universidad.
Cruzaron hasta llegar a la plaza de Recreo de Río Piedras, que marcaba el centro del pueblo. Ahí se detuvieron a descansar en los banquitos frente a la iglesia porque Mamá Paula no podía más con las cajas de cartón que transportaban las humildes pertenencias que lograron rescatar del embate del huracán San Felipe. Además, cargaba con el fruto de su última barriga.
—Mamá, tengo hambre. Me duelen los pies —empezó a quejarse Aracelis.
Papá Francisco —Papitín, como Julia le decía— se adelantó hacia el barrio Venezuela, que era jalda arriba. Un enjambre de casitas de madera y zinc se apiñaban en la loma que acordonaba el verde más cercano a la ciudad.
Aquello para nada se parecía a San Fernando de las Carolinas. Los almacenes eran el triple de grandes. Había colmados, uno casi frente al otro, ferreterías, mueblerías, zapaterías, farmacias y almacenes de telas y materiales de costura. Otras tiendas se dedicaban nada más que a vender medias, enaguas y ropa íntima, sostenes de encajes. Solo eso. Julia las vio. Un banco abría sus oficinas entre columnas de mármol. Por ellas, entraban y salían señores de chaqueta, pelo engominado y sombreros de fieltro. También señoras con trajes de corte fino mejores que los de Miss Rosenda. Llevaban carteras de cuero y papeles en la mano. Serían oficinistas, maestras. Allí, en aquella ciudad, parecía que había un rol para todo el mundo.
—¿Podemos caminar hasta el borde de la calle? —le preguntaron Julita y Consuelo a la Madre.
Mamá Paula sacaba unos pedazos de casabe, bacalao seco y unos guineos maduros para dárselos a los hermanos menores. Julita sabía que era hora de ayudar a Mamá y no comer para que ella no tuviera que estirar la faena de repartir lo poco entre tantas bocas. Ella y Consuelo eran grandes, y se habían acostumbrado a disimular el hambre. Además, curiosear por aquellas calles de ciudad le serviría de alimento suficiente.
Paula alzó la mirada abacorada. Julita y Consuelo interpretaron el semblante como un sí y salieron corriendo a curiosear entre la hilera de edificios de tres pisos y de hermosas casas con techos de teja que se extendía hacia el costado izquierdo de la iglesia. Eran muchas, tantas que se perdían por los lados de una cuestita que daba hasta un pastizal por donde se entreveían, infinitas, las vías del tren.
—Vente, vamos a ver si encontramos caña —Julia le propuso a Consuelo. Su hermana vaciló.
—Te juro que no nos vamos a perder. Además, seguro Papitín se tarda en encontrar a su amigo.
—Ojalá no se distraiga demasiado. No me gustaría tener que dormir en un banco de la plaza. Aquí no es como en el pueblo. No hay nadie que nos preste un zaguán.
—Consuelo, tranquila. Ya verás que Papitín regresa pronto. Aprovechemos el tiempo.
—¿Y si no encontramos caña?
—Empezamos a conocer la ciudad. Nos va a servir de mucho. Aquí vamos a vivir quizá por el resto de nuestros días.
Papitín llegó con olor a lo de siempre y con una dirección precisa. Calle San José #54, Parada 37 y media, Sector El Monte.
—Del otro lado de las vías, tercer callejón, detrás del criadero de cerdos.
Hacia allá enfiló la familia entera. Mamá Paula se adelantó y le cogió el paso a Francisco. Hablaban en voz muy baja. Julia miró a Consuelo. No quisieron ni preguntarse de qué iba la conversación.
La rutina se estableció rápido y casi sin que se diera cuenta. Había que levantarse al amanecer para hacerles espacio en la cama de saco a los demás hermanos. Ya eran ocho los que dormían en un mismo cuarto, todos apiñados. Papitín dormía con Mamá Paula y con Tito, el recién nacido. A Julita le tocaba sacar la palangana, botar los orines en la calle, echarle encima un balde de agua de lluvia que Mamá dejaba al pie de la escalera, justo debajo del desagüe. Entonces, le tocaba bajar hasta el zaguán trasero de la casita. Allí estarían guindando, de una soga, los guineos que Julia y Consuelo irían a vender a la plaza del mercado.
En lo que ella escogía y separaba las manos de guineo, Consuelo se vestía. Julia le había pasado a su hermana menor los zapatos y parte de los trajes que Miss Rosenda le regaló. Ya lista la hermana, caminaban juntas hasta la escuela. A Consuelo la habían aceptado en séptimo grado de la escuela intermedia pública Concepción Blanco. Llevaba casi un mes yendo, pero Julia no acababa de ser admitida en la University High.
Mamá Paula llevó tarjeta de notas, cartas de la Luis Muñoz Rivera que daban fe de su aprovechamiento, pero la administración de la escuela daba largas al asunto. No era por su promedio, le explicaron. Se exigía tener zapatos, ropas adecuadas, libros y libretas. También exigían como requisito que se pagara un dólar de matrícula para asegurar la entrada. Además, corría el mes de octubre. Aunque el huracán San Felipe atrasó el inicio de clases, tendrían que esperar y volver a solicitar cuando empezara el nuevo semestre.
—Tú no te preocupes, Julita. Para enero o antes, tendremos esa matrícula ahorrada, aunque me parta el lomo trabajando. Ya lo verás.
Mamá Paula se lo prometió, pero ella no lo dejaría a su suerte. Ya tenía 14 años, prácticamente era una mujer. Sabía moverse a sus anchas, ya fuera por montes, pueblos o barriadas. En casa de Miss Rosenda aprendió a coser, a hacer mandados, a limpiar casas finas. Adquirió muchas destrezas viviendo en el pueblo de Carolina, fuera de los campos de Santa Cruz, así que su plan era ponerlas en práctica.
Todos los días, a Julia le tocaba vender mazos de guineos maduros en la plaza del mercado. Papitín los conseguía, no se sabe cómo, cada semana. Los maduraba en el patio y Julia los revendía en la plaza. Además, logró apalabrar dos puestos donde barría por dos centavos la hora.
Una vez terminadas las faenas de la amanecida, Julita cruzaba hasta la University High. A veces, lograba asomarse por las ventanas, descalza, a escuchar alguna clase. Quería estar lista para cuando le tocara empezar a estudiar en propiedad junto a aquella gente toda blanca, toda pulcra y bien cuidada, con zapatos relucientes y vestidos inmaculados. Se miraba con su traje raído, sus pies descalzos, y le entraba desesperanza. Pero no. La familia entera había hecho una apuesta a ella, mudándose de Quebrada Limones hasta Río Piedras. Tenía que entrar a la UHS. Se lo debía a la familia, a los hermanitos vivos, a sus muertecitos del alma. No les podía fallar.
Presentación de “La otra Julia” en la Feria del Libro de Miami
Domingo 17, 5 pm, en el Auditorium
La escritora y académica Mayra Santos-Febres presenta su nueva obra, una novela sobre la vida de la gran poeta puertorriqueña Julia de Burgos, en diálogo con Anjanette Delgado.
Campus Wolfson del Miami-Dade College (MDC)
300 NE Second Ave, Miami, FL 33132