La madrugada del 17 de diciembre de 1968 comenzó con una mentira y un toque en la puerta. Para Barbara Jane Mackle, estudiante universitaria de veinte años y heredera de una de las más poderosas empresas inmobiliarias de Florida, sería el principio de una pesadilla de 83 horas bajo tierra.
Había sido una noche tranquila en un pequeño motel de Decatur, Georgia, donde ella y su madre, Jane Mackle, descansaban antes de emprender el regreso a casa para las vacaciones navideñas. Ambas pensaban que sería una noche más, pero alrededor de las 4 de la mañana, alguien llamó insistentemente: “Somos detectives, señorita. Su novio ha tenido un accidente”.
En un acto de confianza, Jane abrió la puerta, pero que quien esperaba afuera no era un salvador, sino una amenaza. Gary Steven Krist, un hombre alto y con aspecto imponente, la atacó de inmediato. Vestía una gorra de policía, pero no portaba insignia. Lo acompañaba una mujer de complexión pequeña, Ruth Eisemann-Schier, con el rostro cubierto por una máscara de esquí. En un solo movimiento, Krist golpeó a Jane, envolviendo un pañuelo empapado de cloroformo sobre su nariz. Su resistencia fue inútil; se desplomó en el suelo, las manos atadas a la espalda.
Para Barbara, quien miraba todo sin poder reaccionar, el horror apenas empezaba. Krist la tomó del brazo con fuerza y la arrastró fuera de la habitación. “No hagas ruido”, ordenó, apuntándola con una pistola mientras la subía a un automóvil oscuro que esperaba en el estacionamiento. La madre quedó atrás, aturdida y sola, mientras su hija era llevada a toda velocidad hacia un destino desconocido. El vehículo avanzó sin detenerse, alejándose de la ciudad y adentrándose en caminos rurales de Georgia.
Las primeras horas fueron un enigma de curvas y oscuridad hasta que, al amanecer, el auto se detuvo en un área boscosa. Krist y Eisemann-Schier condujeron a Barbara hacia una fosa excavada en el suelo. Al borde del agujero, Barbara observó, paralizada, el objeto que estaba destinado a convertirse en su cárcel: un cajón de fibra de vidrio, diseñado con precisión quirúrgica para mantenerla viva pero inmovilizada. Dentro del contenedor, los secuestradores habían colocado tubos flexibles de aire, una pequeña linterna, agua, un poco de comida y sedantes. Era un ataúd improvisado para una mujer que aún respiraba. Sus captores le ordenaron entrar en silencio.
Con terror y sin posibilidad de escape, Barbara obedeció. Dentro de la caja, Krist sacó una cámara y tomó una última fotografía de ella, en la que sostenía un cartel con la palabra “KIDNAPPED” (Secuestrada). Era la prueba que enviaría a su familia para exigir el rescate. La tapa de la caja se cerró sobre ella y, poco a poco, los sonidos exteriores se ahogaron con cada palada de tierra que caía encima.
Desde el interior, Barbara recordó luego, pudo escuchar cómo las primeras capas de tierra golpeaban la tapa de la caja. “Grité y grité”, escribiría años más tarde en su libro 83 Hours Till Dawn. “El sonido de la tierra se fue alejando hasta que ya no pude oír nada”. Agotada, se recostó en la oscuridad, luchando por mantener el control. Por fuera, solo había silencio y un manto de tierra que sellaba su prisión.
Una lucha por no perder la cordura
Mientras la caja se hundía en el suelo, el pánico se tornó en silencio y luego en resignación. Bajo tierra, Barbara Mackle escuchaba su propia respiración en la oscuridad mientras cada minuto parecía una eternidad. “Si alguien me encuentra, seré libre”, se repetía, intentando aferrarse a cualquier pensamiento que mitigara el miedo. A su lado, sentía el roce áspero de una manta, un reloj que apenas distinguía en la penumbra y una botella de agua que, como todo en ese espacio limitado, le recordaba que estaba en una tumba prematura.
Sus captores, Krist y Eisemann-Schier, no solo habían planeado este secuestro con meticulosidad; también querían desafiar los límites de la resistencia humana. En su mente retorcida, Gary Steven Krist deseaba una víctima que pudiera sobrevivir las horas de encierro sin perder la cordura, como si el crimen fuera un experimento y la fortaleza de Barbara una pieza esencial para el éxito del plan.
Durante tres días, Barbara permaneció enterrada. Con la linterna tenue que le dejaron, se guiaba cada tanto por las manecillas del reloj, midiendo el paso de las horas. Su único consuelo era el leve flujo de aire que penetraba a través de los tubos de ventilación, un alivio frágil que la mantenía consciente pero al borde de la desesperación. La comida, aunque escasa, estaba impregnada de sedantes; era un intento calculado de Krist para que se mantuviera tranquila, adormecida en la quietud de ese ataúd de fibra de vidrio. “Pensaba en Navidad”, recordó, evocando imágenes de su familia y el calor de su hogar. Pero al mismo tiempo, sabía que un error en el plan de los secuestradores podría significar su muerte silenciosa bajo tierra, sin rastro alguno.
La familia no dejaba de buscar a Bárbara
Mientras Barbara luchaba contra el cansancio y el sopor, Krist y Eisemann-Schier comenzaron a exigir un rescate de 500 mil dólares a su padre, Robert Mackle, un magnate inmobiliario de Florida. El dinero, para los secuestradores, era el objetivo tangible; la vida de Barbara, un simple detalle en la ecuación. Aislado y atrapado en la desesperación, Robert reunió la suma sin dudarlo, dispuesto a cumplir cualquier condición para ver a su hija de nuevo. La familia Mackle se movía en silencio, siguiendo cada indicación de los captores, conscientes de que una acción en falso podría condenarla.
El primer intento de entrega del rescate fue un desastre. En el lugar acordado, el FBI observaba de lejos, esperando a Krist. Sin embargo, una maniobra inesperada de los secuestradores los obligó a abandonar la escena y su coche quedó atrás, dejando rastros y un nombre: George D. Deacon, el alias que Krist había estado usando. Fue la primera pista sólida que el FBI tuvo, un error que acortó la distancia entre el encierro de Barbara y el hallazgo de su paradero.
Mientras los agentes se apresuraban a seguir las pistas, Barbara, bajo tierra, oscilaba entre la lucidez y el sueño. La linterna comenzaba a parpadear, dejando entrever la fragilidad de su situación. Años después declararía que estaba a punto de sucumbir.
La tensión aumentaba a medida que el FBI seguía desentrañando el plan meticuloso de Gary Steven Krist y Ruth Eisemann-Schier. Cada segundo era crucial. Los agentes habían encontrado el auto abandonado de Krist, y en su interior, evidencias tan inquietantes como reveladoras: documentos falsificados y una fotografía de Barbara Mackle, sosteniendo un cartel que proclamaba en letras firmes la palabra “KIDNAPPED”. Era la confirmación de lo que temían, un juego siniestro de vida o muerte orquestado por dos secuestradores cuya frialdad desafiaba la imaginación.
El rescate que le devolvió el aliento
Finalmente, tras el pago exitoso del rescate de 500 mil dólares, Krist contactó al FBI y proporcionó las coordenadas aproximadas de la ubicación de Barbara. La información era vaga, pero suficiente. En una operación a contrarreloj, los agentes se dirigieron al bosque en Gwinnett County, un área densa y solitaria donde el tiempo parecía haberse detenido.
Eran las primeras horas de la mañana del 20 de diciembre de 1968 cuando los equipos de rescate comenzaron a cavar con manos desnudas y herramientas improvisadas en el punto indicado. Cada palada de tierra levantaba una nube de polvo, cada segundo era una eternidad. A 83 horas del secuestro, la tapa de la caja quedó finalmente al descubierto. Los agentes levantaron la cubierta con un cuidado extremo y encontraron a Barbara, agotada pero viva, con la mirada perdida en el vacío.
Barbara emergió de su tumba de fibra de vidrio con el rostro cubierto de tierra, sus ojos apenas podían adaptarse a la luz. “Estoy bien”, murmuró, en un intento por calmar a los rescatistas que la observaban, incrédulos ante su resistencia. Había sobrevivido gracias a una fuerza mental inquebrantable y a la esperanza de reunirse con su familia en la Navidad que ya estaba muy cerca. El país entero se estremeció con la noticia: la joven secuestrada y enterrada viva había sobrevivido, en una de las pruebas de supervivencia más extremas jamás registradas.
Su captor fue arrestado pocas horas después del rescate
Mientras tanto, Krist intentaba escapar con su parte del dinero. Compró una lancha y huyó hacia los pantanos de Florida, confiado en su plan de fuga. Pero el cerco del FBI se cerró rápidamente. Gary Steven Krist fue arrestado a las pocas horas, mientras navegaba sin rumbo en los canales de los Everglades. En su embarcación llevaba 480 mil dólares del rescate, su botín efímero. Ruth Eisemann-Schier se mantuvo prófuga un tiempo más, pero fue capturada meses después en Oklahoma, donde intentaba comenzar una vida nueva con una identidad falsa.
Ambos secuestradores enfrentaron consecuencias distintas. Krist, el cerebro del plan, fue condenado a cadena perpetua, pero en una vuelta inesperada del sistema judicial, obtuvo la libertad condicional tras cumplir solo diez años. Aprovechó esa segunda oportunidad para estudiar medicina y llegó a ejercer como médico en Indiana hasta el 2003, cuando perdió su licencia por omitir en su historial los antecedentes de su secuestro. Pero el arrepentimiento no era su fuerte. En 2006, fue arrestado de nuevo en Alabama por intentar traficar cocaína y transportar inmigrantes ilegales, confirmando su inclinación por la vida delictiva.
Por su parte, Eisemann-Schier fue deportada a su país natal, Honduras, tras cumplir su sentencia. Su rol en el secuestro, aunque secundario, la marcó como la primera mujer en la lista de los diez fugitivos más buscados del FBI, un recordatorio de la audacia con la que ambos perpetraron el secuestro de Barbara Mackle.
Los Mackle querían recuperar la paz que perdieron
La familia Mackle, destrozada por el trauma, mantuvo en su intimidad la memoria de aquellos días oscuros. Barbara, aunque se recuperó físicamente, optó por una vida fuera del ojo público, construyendo una familia y alejándose de la atención mediática. Sin embargo, la memoria de esos tres días enterrada en la penumbra no se disolvió tan fácilmente.
En su testimonio, una frase de Barbara resuena como eco de su lucha: “El sonido de la tierra se fue alejando hasta que ya no pude oír nada”. En esos momentos oscuros, mientras el mundo continuaba ignorante de su sufrimiento, Barbara Mackle había quedado a solas con su propia voluntad, aguardando la salvación bajo toneladas de tierra, con la esperanza como su único aire.
El caso de Barbara Jane Mackle permanece en la historia criminal de Estados Unidos como un recordatorio de la capacidad humana de resistencia ante el horror. La joven, enterrada viva en una caja sellada bajo tierra, sobrevivió a una de las pruebas más extremas gracias a su fortaleza mental y a la determinación de su familia y las autoridades para rescatarla. Pero más allá del sensacionalismo que rodeó su caso, la historia de Barbara es la de una superviviente que, en medio de la oscuridad, se aferró a la esperanza de volver a ver a los suyos.
Hoy, Barbara Mackle vive con discreción, alejada de los medios y del protagonismo que aquel crimen le otorgó involuntariamente. Su historia, no obstante, sigue siendo símbolo de la fragilidad y la fuerza de la vida humana. Las lecciones de su secuestro y rescate —una mezcla de ingenio criminal, valentía y milagro— recuerdan que incluso en las circunstancias más desesperadas, la supervivencia puede emerger del acto de no rendirse.