Washington D.C., 1981. La fría capital estadounidense no presentía la ironía que estaba a punto de ocurrir frente a uno de sus lugares más emblemáticos. Un hombre, de contextura robusta, bigote oscuro y expresión tranquila, se detenía junto a su esposa y su pequeño hijo en el Pórtico Norte de la Casa Blanca.
Vestido de manera informal, el hombre sonríe a la cámara, ajeno al mundo que, en unos años, llegaría a conocerlo como uno de los criminales más despiadados del siglo XX. Su esposa, María Victoria Henao, es quien captura el instante que muchos años después se convertiría en una de las imágenes más icónicas de la historia criminal. Ese hombre era Pablo Escobar, y en esos momentos Estados Unidos aún no lo consideraba su enemigo público número uno.
Cinco años antes, Escobar había formado el Cártel de Medellín y, a través de su maquinaria criminal, ya controlaba el flujo de cocaína hacia Norteamérica. Para 1981, los ingresos del cartel ascendían a 400 millones de dólares semanales, y desde su organización se enviaban diariamente hasta 15 toneladas de cocaína al suelo estadounidense.
Sin embargo, en ese momento, la DEA apenas comenzaba a entender el alcance de la red de narcotráfico que ya tejía Escobar, y ni el FBI ni la CIA veían en él al enemigo que más tarde desataría una guerra entre su cartel y el estado colombiano. ¿Cómo logró Escobar posar frente a la residencia del presidente de los Estados Unidos, sin levantar sospechas?
La respuesta parecería tan simple como paradójica: en ese momento, Escobar era aún un “fantasma” para el sistema estadounidense. Pese a las operaciones que la DEA iniciaba contra el narcotráfico, los principales círculos de seguridad del país no tenían motivos para reconocer su rostro.
Su hijo, Juan Pablo Escobar, quien ahora usa el nombre de Sebastián Marroquín, años después contaría la historia de esta imagen y cómo, en sus palabras, su padre ingresaba al país “sin ocultarse”. “Él llegaba a la aduana, enseñaba su pasaporte y le daban la bienvenida”, relató en una entrevista para el documental de HBO, “Pecados de mi Padre”, dejando en claro el abismo que separaba la realidad estadounidense de la amenaza que representaba su padre. De hecho, ese mismo día, la familia Escobar aprovechó para hacer un recorrido turístico por el edificio del FBI, contó Marroquín.
Esa foto en el corazón del poder norteamericano no sería la única “burla” del narco hacia los Estados Unidos. Para Escobar, este viaje a Washington fue un símbolo de su inmunidad temporal y de la arrogancia con la que operaba incluso en suelo estadounidense.
Desde su publicación en 2010 en el documental “Pecados de mi Padre”, la imagen ha avivado numerosas teorías: algunos aseguran que su presencia en Washington podría haber sido parte de un encuentro secreto con la CIA para ofrecerse como informante. Sin embargo, Escobar no era alguien que buscara acuerdos con sus enemigos; prefería aniquilarlos. La simple posibilidad de que hubiese intentado colaborar con el sistema va en contra de todo lo que representaba el líder del Cartel de Medellín. Pero, entonces, ¿qué hacía allí?
La única explicación, según su hijo, fue la propia necesidad del narco de demostrar su poder, de enviar un mensaje contundente: “No temo a nadie”. En sus palabras, Escobar se deslizaba por el sistema con una “impunidad” que la historia posteriormente demostraría brutal y sangrienta.
Para Ronald Reagan, quien había asumido la presidencia en enero de 1981, la guerra contra las drogas sería una prioridad. Pero Escobar, en el momento en que posaba frente a la Casa Blanca, aún era un nombre insignificante para los ciudadanos y las autoridades estadounidenses. Nadie lo reconocía en la calle, y aquellos que se cruzaban con él solo veían a un turista más.
¿Cuánto tardaría el sistema en comprender la amenaza que acechaba en su propia capital? La realidad es que la persecución de Escobar se intensificaría mucho después, cuando su organización escalara los niveles de violencia en Colombia y su figura se convirtiera en el enemigo público número uno de los Estados Unidos, justo en la época en que estallaba la epidemia del crack en los barrios de su nación.
Para Escobar, aquel viaje y esa foto serían la prueba de que, en ese momento, podía desafiar al imperio sin miedo.
El narco colombiano
Pablo Emilio Escobar Gaviria fue el líder del Cartel de Medellín, organización que llegó a dominar gran parte del tráfico mundial de cocaína entre los años 1980 y principios de 1990. Nacido el 1 de diciembre de 1949 en Rionegro, Colombia, Escobar comenzó su carrera en el crimen en su juventud, ascendiendo rápidamente en el mundo del narcotráfico hasta convertirse en una figura clave en la producción y exportación de cocaína hacia Estados Unidos.
Escobar acumuló una enorme riqueza, llegando a ser considerado uno de los hombres más ricos del mundo, según la revista Forbes. Su fortuna estaba acompañada de una brutalidad sin precedentes, ya que utilizaba la violencia extrema y los sobornos para garantizar el control de sus operaciones. Con el lema “plata o plomo”, su organización ejecutaba a cualquiera que se interpusiera en su camino, incluyendo funcionarios del gobierno, policías, periodistas y civiles.
La lucha de Pablo Escobar contra la extradición
Uno de los temas más polémicos en la vida de Escobar fue su rechazo a la extradición. La Constitución colombiana permitía la extradición de ciudadanos a Estados Unidos, lo cual representaba una amenaza directa para Escobar, que temía terminar en una prisión estadounidense de máxima seguridad.
En su lucha contra la extradición, el narco desató una campaña de terror en Colombia, financiando actos de violencia y creando grupos paramilitares para ejecutar secuestros, atentados y asesinatos dirigidos a jueces, políticos y figuras que apoyaban esta medida.
En un intento por evitar su extradición, Escobar negoció un acuerdo con el gobierno colombiano en 1991, en el cual aceptaba entregarse a cambio de garantías de no ser extraditado. Fue entonces cuando fue recluido en su propia cárcel, “La Catedral,” una prisión construida a su medida, donde disfrutó de lujos y continuó dirigiendo sus operaciones. Cuando el gobierno intentó trasladarlo a una prisión convencional, Escobar se fugó, lo que dio inicio a una intensa cacería para capturarlo.
Tras una extensa persecución por parte de las fuerzas de seguridad colombianas, apoyadas por Estados Unidos, Escobar fue localizado en Medellín el 2 de diciembre de 1993, un día después de cumplir 44 años. Durante un enfrentamiento con las fuerzas especiales colombianas en un tejado de un barrio de la ciudad, Escobar fue abatido. Su muerte marcó el inicio del declive del cartel de Medellín y se considera un punto de inflexión en la guerra contra el narcotráfico en Colombia.