Cuando Marie Arana era una niña peruana, en la década del 50, llegó a Estados Unidos para sumarse a los cuatro millones de latinos que vivían en el país. Hoy, cuando publica su extraordinaria investigación sobre los inmigrantes de América Latina y el Caribe, y sus descendientes, la cifra supera los 60 millones. Es decir, uno de cada cinco habitantes de ese país. En medio siglo, este grupo heterogéneo y a la vez cohesionado, “un laberinto alucinante de contradicciones al que nos une una sola lengua, aunque ya no la hablemos muy bien”, pasó de ser el 2 por ciento de la población total a ser el 19 por ciento. Y en 2060, según estimaciones oficiales, llegará al 26,9 por ciento, es decir, casi uno de cada tres estadounidenses.
Y, sin embargo, “parece como si el resto del país estuviera perpetuamente en el acto de descubrirnos”, señala la autora, primera directora literaria de la Biblioteca del Congreso en Washington, DC.
En esa perplejidad constante del estadounidense ante los latinos, abundan los estereotipos. Arana realiza una investigación enorme y la entreteje con historias de vida emocionantes para desmontarlos. En lugar del cliché, brinda muchísima información. Y narrativas reales. Sin exagerar, llama a LatinoLand “este libro de mil voces”.
Quizá el dato más llamativo —al menos en 2024, año de elecciones en Estados Unidos— sea el mito sobre el origen de la inmigración indocumentada. No hace falta citar la retórica racista del candidato republicano, Donald Trump, ni recordar la reciente suspensión parcial del pedido de asilo en la frontera con México del presidente Joe Biden para que venga a la mente una caravana de seres humanos que enfrenta el río y el muro, y el narco y las patrullas fronterizas, y se escabulle en Texas, Nuevo México, Arizona, California, para pasar de ahí a trabajar en la agricultura, la construcción, las cocinas, los jardines y el entorno doméstico en todo el país.
Pues bien, resulta que no es así, prueba Arana.
“El principal modo de entrada de los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos hoy no es su paso furtivo en la frontera, como creen tantos estadounidenses, sino una infracción de un documento emitido legalmente”, explica. La visa de turista.
“Desde 2010 las dos terceras partes de los inmigrantes sin autorización del país han sido viajeros que aterrizaron cómodamente en los aeropuertos, pasaron legalmente por la aduana y luego ignoraron la fecha de vencimiento de sus credenciales. Analistas del Pew Research Center estiman que por cada persona capturada en la frontera con México, otras 30 dejan que sus visas venzan y se suman a la población sin papeles”.
Y si bien es cierto que los mexicanos son el grupo nacional más numeroso entre los latinos, un fenómeno nuevo asoma en los últimos años: la cantidad de gente sin papeles en Estados Unidos se mantiene en unos 11 millones, pero durante la última década la población de mexicanos “ha caído en la notable cifra de 1,5 millón”. Es decir que para que los latinos sigan siendo 11 millones, otros grupos nacionales han cubierto ese 1,5 millón. Son salvadoreños, hondureños y otros de orígenes variados, como los asiáticos.
Desventuras, genocidio y un tratado a punta de pistola
Para quienes disfrutan de la historia, el relato que Arana hace de los españoles en América del Norte es imperdible. Luego del fracaso de Ponce de León, quien llegó a Florida en 1513, las desventuras de Alvar Núñez Cabeza de Vaca —su libro Naufragios y comentarios las reúne— son para serie de streaming.
Cabeza de Vaca estaba a las órdenes de Pánfilo de Narváez, una personalidad paranoica que, en competencia imaginaria con Hernán Cortes, buscaba una tierra con árboles de oro y esmeraldas ubicada entre Florida y México. Salió de España con cinco barcos y 600 personas; en el viaje desertaron 140, un huracán en Cuba mató a otras 60 y destruyó dos de las naves. Entonces los enredaron las corrientes del Golfo y, cuando creyeron que estaban en México, descubrieron que apenas habían logrado bordear la península de Florida hasta Tampa. Dejaron allí los barcos y fueron por tierra a los Apalaches, un viaje brutal al cabo del cual encontraron unas aldeas paupérrimas que cultivaban maíz, y las saquearon.
Volvieron hacia el mar, los atacaron los indios, murieron de hambre y enfermedad, se canibalizaron. Como los barcos ya no estaban, los 250 sobrevivientes se subieron a unas balsas que no soportaron las aguas del Golfo. Narváez dio por terminada la expedición y se lanzó al mar en otra balsa, para morir poco después. Otros se adentraron a pie en el continente. Luego de más fracasos en navegar, Cabeza de Vaca y otros tres sobrevivientes fueron capturados por los indios.
A todo esto, recuerda Arana, faltaba un siglo para que el Mayflower con los peregrinos anglosajones tocara tierra en Plymouth Rock. ¿Quiénes deberían ser reconocidos, entonces, como los primeros europeos en América del Norte?
Cabeza de Vaca fue esclavo, se hizo pasar por chamán, y llegó a hacer la primera cirugía (extracción de una punta de flecha) en suelo americano. Vivió nueve años entre los Musogee, los Seminole, los Alabama, los Apache, los Comanche y los Navajo.
Una de las cifras más llamativas de esta sección del libro alude a la matanza de nativos a manos de los europeos. Los 60 millones de habitantes que había en el hemisferio se redujo, por acción del colonialismo, a 6 millones. “Fue un genocidio de proporciones históricas. Los científicos contemporáneos llamaron a ese periodo de 1492 a 1620 la Gran Mortandad, una erradicación tan vasta que los niveles de dióxido de carbono de la Tierra descendieron notablemente, lo cual redujo la temperatura global en 0,15 grados centígrados”, escribe Arana.
Luego, se sabe, un enorme territorio quedó en manos de España y su mano derecha, la Iglesia Católica: en lo que respecta a los Estados Unidos hoy, en esa zona hay que mencionar los estados de Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona, Nevada, Utah y California, más parte de Oklahoma y Wyoming. Y, tras la independencia, pasó a México. Sólo al cabo de la guerra mexicano-americana, y el tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, “negociado a punta de pistola, cuando aún las tropas estadounidenses ocupaban la ciudad de México”, recuerda Arana, esa vasta superficie —1,3 millones de kilómetros cuadrados— se incorporó a la Unión.
¿De dónde vienen los latinos de hoy?
En los campos de California, el mayor productor de alimentos de Estados Unidos, se habla español. El patrón de “convocar a los trabajadores mexicanos cuando se los necesitara y deportarlos arbitrariamente comenzó en el paso al siglo XX”, cuenta Arana; el mismo patrón se disparó en cada guerra importante para los Estados Unidos. Algunos migrantes, tan chicos como de 12 años, llegaban a trabajar en condiciones muy vulnerables: no eran —no son— infrecuentes las historias de salarios robados bajo la amenaza de denunciarlos a las autoridades migratorias.
Un caso notable fue el de la Gran Depresión cuando, luego de haber mantenido una población de trabajadores rurales importantes desde la Primera Guerra Mundial, hubo una expulsión masiva: ”Se estima que la policía, los agentes locales y el FBI atraparon y deportaron a casi dos millones de mexicanos durante los años 30, el 60 por ciento de los cuales eran ciudadanos estadounidenses con documentos”. Por portación de cara los subían a los buses y los dejaban en cualquier lado cruzando la frontera.
El Programa Bracero, de visas de trabajo, fue tan famoso que hasta mereció película de Hollywood; baste decir que “4,5 millones de trabajadores fluyeron por la frontera en ciclos circulares desde 1942 a 1964″, como consigna LatinoLand. Entre la historia y la membrana de la frontera, hoy hay 37 millones de latinos mexicanos en Estados Unidos.
A partir de la Ley de Inmigración de 1965 que promulgó Lyndon B. Johnson —texano, familiarizado con los hispanos— los Estados Unidos le dieron la bienvenida a gente de otros lugares además del norte de Europa. Los cubanos llevaban tiempo ya cambiando el sur de la Florida, exiliados desde la revolución de Fidel Castro; menos llamativos, pero mucho más numerosos, los puertorriqueños y los dominicanos llevaron el acento del Caribe a Nueva York y, en general, los estados del Este.
Actualmente la lista de nacionalidades de los latinos en Estados Unidos, por importancia demográfica, comienza por los mexicanos y sigue por los puertorriqueños, los salvadoreños, los cubanos y los dominicanos.
Que los salvadoreños estén en el puesto tres es algo nuevo. Desde luego, se debe al crecimiento de los inmigrantes del Triángulo Norte de América Central, muchos de cuyos rostros son el emblema de la tragedia en la frontera sur. “Honduras, El Salvador y Guatemala, una tríada de países centroamericanos enloquecidos por el crimen y los pandilleros, es la fuente de una inmigración en auge que comenzó en los años 80, creció exponencialmente en la primera década de este milenio y es ahora uno de los mayores motores de la migración latina a Estados Unidos”, escribe Arana. Hace 30 años los centroamericanos apenas sumaban medio millón; hoy, son casi 5 millones.
“El combustible que lo impulsa es el miedo. Que el triángulo ostente la tasa de asesinatos más alta del mundo se debe en gran medida a su geografía. Es el estrecho embudo de tierra intensamente verde por el que debe pasar el omnipresente tráfico de drogas, que representa más de USD 150.000 millones anuales”. Más que los PBI de la inmensa mayoría de los países del planeta.
Los inmigrantes más trabajadores
También el prejuicio del inmigrante latino como motor del delito termina desmontado en LatinoLand: “La delincuencia hispana es en realidad proporcionalmente menor que la cantidad de hispanos en la población. De hecho, los latinos tienen más probabilidades de ser víctimas de un delito que sus autores”.
Los latinos van a Estados Unidos para trabajar. “Tenemos la tasa de empleo más alta —superior a la de cualquier otra raza o etnia del país— porque muchos de nosotros estamos dispuestos a hacer el trabajo que nadie más quiere hacer”, sintetiza Arana. “La mitad de los trabajadores del campo y del mar de este país son hispanos, al igual que los obreros de la construcción, los equipos de limpieza y mantenimiento, los empleados domésticos y los mineros. Ocupamos más de una cuarta parte de los puestos en cocinas, servicios y transportes”.
Son muy visibles, por penosas, las malas condiciones laborales que sufren los trabajadores sin documentos en rubros como la construcción y el campo: “Texas tiene un récord terrible de enterrar un trabajador de la construcción cada dos días”, por ejemplo. Y también las de las mujeres: “Una trabajadora implicada en una demanda colectiva en Iowa estaba tan aturdida por los abusos que había sufrido en su lugar de trabajo que le dijo al abogado: ‘Pensábamos que en Estados Unidos era normal que tuvieras que mantener relaciones sexuales para conservar tu empleo’”.
Pero el impacto económico de la dedicación de los latinos al trabajo tiene múltiples aspectos positivos, también. Uno de cada tres hispanos indocumentados en los Estados Unidos es propietario de su hogar. En conjunto pagan USD 12.000 millones por año en impuestos locales y federales, lo cual echa abajo el mito del alto costo en seguridad social de los latinos: ”Pagan en impuestos tanto como consumen en beneficios, y a veces más”.
En la última década, los comercios propiedad de hispanos han crecido en un 44 por ciento, en comparación con el 4 por ciento del sector no hispano. Hoy hay casi 5 millones de estas empresas —la mitad de los cuales emplea entre 5 y 500 personas— y contribuyen más de USS 800.000 millones por año a la economía estadounidense.
Otra consecuencia es el aumento del poder de compra de los latinos: era de USD 500.000 millones al comenzar el siglo, hoy llega a los USD 2 billones. “Si LatinoLand fuera un país independiente, su PBI sería el quinto más grande del mundo”, comparó Arana.
El enigma del voto latino
Los latinos representan el 15 por ciento de los votantes de Estados Unidos y son “el grupo étnico del electorado que más velozmente crece”, según LatinoLand. Pero su participación en los comicios es menor a la de cualquier otro bloque: el 60 por ciento de los latinos con derecho a voto lo ejercieron en 2020, mientras que el promedio nacional general fue del 72 por ciento.
Con todo, es un electorado de interés por su tendencia a oscilar entre demócratas y republicanos. Si bien votaron por Bill Clinton y Barack Obama, hoy “aproximadamente un tercio de los hispanos parece votar sistemáticamente a candidatos republicanos”. Como ejemplo basta Trump: dijo que los mexicanos eran violadores y sus políticas separaron familias en la frontera, no obstante lo cual “acumuló casi el 30% del voto latino en 2016 y de hecho amplió ese recuento en su fallida carrera a la reelección en 2020″.
La historia es antigua. En 1960, John F. Kennedy recibió la gran mayoría del voto hispano, pero en 1972 casi un 40% votó por la reelección de Richard Nixon. Hay un motivo nítido para la inclinación hacia el republicano: Nixon fue el mayor impulsor de políticas pro-hispanas, del mismo modo que Ronald Reagan fue el último mandatario que promulgó una ley de inmigración, en 1986.
“Cuando el presidente Nixon comenzó su primer periodo en 1969, uno de sus objetivos era dirigirse a una población que había llegado a conocer bien en su tierra natal, Whittier, California. En ellos vio un segmento del país que permanecía ignorado, sin registrar; uno que podría representar un gran capital político si se lo cortejaba, reconocía y unía”, escribe Arana. Nixon creó la “semana de celebración nacional de los hispanos americanos”, que hoy se amplió a un mes, del 15 de septiembre al 15 de octubre. En su gabinete armó un grupo para promover las oportunidades de los latinos y le preguntó a su titular, Henry M. Ramírez:
—¿Cómo podemos mejorar el 5 por ciento de apoyo de los mexicano-americanos que recibimos en las elecciones?
—Tómenos en cuenta. Invierta en nosotros. Somos gente de fe: nombre obispo a uno de los nuestros. Servimos con entusiasmo en el ejército, nombre general a uno de nosotros. Somos una fuerza económica, nombre titular del Tesoro nacional a uno de nosotros. Denos documentos, legalícenos.
—Hagámoslo. Todo eso.
El obispo fue Patricio Flores y el general, Richard E. Cavazos; Romana Acosta Buñuelos asumió la titularidad del Tesoro. Una Oficina de Emprendimientos Comerciales de las Minorías (OMBE) para estimular el comercio latino y afroamericano. Entre una elección y otra, Nixon multiplicó por ocho el apoyo de los latinos. Pero antes de que impulsara la reforma migratoria, el escándalo Watergate lo pasó por encima.
Arana argumenta muy bien por qué no existe una “mentalidad latina”, una “filosofía unificadora” que permita abordar el tema casi mítico del voto latino. “No hay ambiciones colectivas que impulsen una perspectiva compartida aparte de la puramente humana y obvia de la supervivencia y el avance generacional”, escribe. “Las preocupaciones son el sustento, la salud y la vivienda, la escuela y el empleo. En otras palabras, los latinos quieren lo mismo que cualquier otro estadounidense”.
Dos datos parecen interesantes con miras a noviembre de 2024. El registro de votantes hispanos se disparó, especialmente entre las mujeres, hace dos años, cuando las elecciones intermedias se dieron poco después de que la Corte Suprema dejara sin efecto medio siglo de acceso al aborto (el 74% de los votantes latinos está a favor de la interrupción del embarazo). Y la edad promedio del votante hispano es de 39, una década más joven que la media general.
Un texto personal
La ambición del LatinoLand, “un retrato de la minoría más grande y menos comprendida de Estados Unidos”, según el subtítulo, se va cumpliendo a lo largo de las 576 páginas del libro. Se tratan en detalle temas como el color de la piel —algo muy importante en un país que tiende a preferir blanco y a omitir los matices, que es lo que abunda entre los latinos—, las cambiantes tendencias en religión, el impacto de las remesas que envían en las economías de América Latina y las contribuciones a las ciencias, las artes, la política y el deporte. Y, a la vez, se tratan de una manera muy cercana a la persona que lee.
Al ordenar un venero de datos y encarnarlos en historias de personas, ignotas y también famosas —Arana hace una galería de personajes, del premio Nobel Mario Molina a la actriz Michelle Rodríguez, desde el legendario Roberto Clemente a la escritora Julia Álvarez, de Dolores Huerta a Marc Anthony y menos conocido, pero extraordinario, el activista Willie Velázquez— la narrativa es curiosamente íntima, no una fría colección de números interesantes.
Quizá en parte eso se deba a que Arana —autora también de American Chica, Bolívar y Silver, Sword, and Stone, entre otros libros— es ella misma una inmigrante, hija de padre peruano y madre estadounidense, que ha hecho una vida bicultural, con pareja e hijos mezclados. Es parte ese mestizaje que, probablemente, resulta la palabra que más importa en este libro sobre la latinidad. La voz narradora de LatinoLand es apasionada, visiblemente personal, tan erudita como comprometida, tan documentada como compasiva.