En el corazón agrícola de California, bajo el implacable sol de Kern County, se libra una batalla silenciosa pero intensa. No es una escaramuza política ni un conflicto laboral; es una guerra por la supervivencia y la sostenibilidad en la era del cambio climático. El campo de batalla son los vastos campos de cultivo. La controversia central, según un estudio publicado en la revista Science por Ashley Larsen, profesora de ecología agrícola y del paisaje en la Universidad de California en Santa Barbara, radica en que cumplir con los objetivos de prácticas orgánicas conlleva una paradoja que amenaza con socavar sus propósitos loables: el potencial aumento en el uso de pesticidas a lo largo del estado.
California se ha propuesto convertir el 20% de su superficie agrícola a cultivos orgánicos para el año 2045, lo que implica la transformación anual de aproximadamente 65.000 acres de cultivos convencionales. La agricultura orgánica, con sus promesas de suelos más saludables capaces de retener más carbono, la renuncia a los fertilizantes sintéticos de nitrógeno e, idealmente, un equilibrio ecológico más armonioso, se postula como una solución versátil frente al calentamiento global.
Sin embargo, al sumergirse en las prácticas agrícolas de Kern County—un gigante en la producción agrícola que engendra más de USD 7.000 millones en uvas, cítricos, almendras, pistachos y otros cultivos—, este estudio pone sobre la mesa una verdad incómoda. Mientras que un incremento del 10% en tierras de cultivo orgánico cercanas se asocia con una disminución del 3% en el uso de pesticidas, el mismo aumento provoca, sin embargo, un alza del 0,3% en el consumo de estos químicos en los campos convencionales. En Kern County, esto causaría incremento en la cantidad total de pesticidas del 0,2 por ciento. La ironía está servida.
El equipo de Larsen estudió cerca de 14.000 campos individuales entre 2013 y 2019, y logró vislumbrar las formas y locaciones de estos campos, distinguiendo entre cultivos convencionales y orgánicos y la cantidad de pesticida utilizado. A través de un profundo análisis que delineó las diferencias claves entre la agricultura convencional y orgánica en su enfoque para lidiar con las plagas no deseadas, se evidencia que los métodos tradicionales pueden incluir químicos tóxicos como organofosfatos y organoclorados, mientras que las granjas orgánicas prefieren mantener bajo control a los insectos dañinos fomentando el crecimiento de sus enemigos naturales, entre ellos ciertos escarabajos, arañas y aves. Estas estrategias contrastantes imprimen una dinámica complicada entre vecinos que complica aún más el panorama.
David Haviland, entomólogo del programa de manejo integrado de plagas de la Universidad de California en Bakersfield, no participó en el estudio y lo analizó para Los Angeles Times: advirtió sobre el doble filo de tener una granja orgánica como vecino. Mientras los campos orgánicos pueden favorecer la proliferación de insectos beneficiosos que auxilian en el control de plagas, también pueden incitar a los agricultores convencionales a reforzar sus defensas químicas, enturbiando el potencial ambiental de la agricultura orgánica.
La solución, según sus simulaciones, yace en una planificación cuidadosa de cómo y dónde se expanden los cultivos orgánicos. La clave podría ser agruparlos estratégicamente para maximizar los beneficios de control de plagas que ofrecen entre sí, mitigando así la necesidad de recurrir a pesticidas en las granjas convencionales cercanas.
Según el estudio, pasar de un panorama sin campos orgánicos a uno donde el 5% de los cultivos lo sean podría generar un recorte del 9% en el uso de insecticidas en Kern County. Si este porcentaje se eleva al 20% esperado por la Junta de Recursos del Aire de California, el uso total de insecticidas podría decrecer en un 17%, e incluso hasta un 36% si los cultivos orgánicos se agrupan estratégicamente.
Decirlo es una cosa, pero hacerlo resulta más complicado. Erik Lichtenberg, economista agrícola de la Universidad de Maryland, advirtió a Los Angeles Times sobre la necesidad de comprender mejor las dinámicas específicas que rigen la ubicación de los campos y sus estrategias de manejo de plagas antes de abogar por una segregación entre campos orgánicos y convencionales.
De todas maneras, la investigación de Larsen no solo subraya la importancia de considerar las consecuencias inesperadas en la lucha contra el cambio climático, sino que también ofrece una perspectiva de cómo hasta las estrategias bien intencionadas pueden necesitar ajustes cuidadosos para garantizar que sus resultados no contradigan sus propios objetivos.