Fakarava o Havaiki-te-araroa es un atolón (una isla en forma de “anillo” con una laguna interior que comunica con el mar a través de pasos estrechos) que pertenece al archipiélago de Tuamotu, un conjunto de casi 80 atolones en el sur del océano Pacífico. Su proceso de colonización comenzó tras su descubrimiento por Fernando de Magallanes allá por el año 1521, durante su famosa circunnavegación del mundo, y para el año 1800 se convirtieron en una colonia francesa después de que la reina Pomare Vahine IV de Tahití se viese obligada a ceder ante las amenazas del almirante francés Dupetit-Thouars.
Según el Instituto de Estadística de la Polinesia Francesa (ISPF), 261.813 turistas visitaron las islas de Tahití durante el 2023. Entre el snorkel y el submarinismo, las granjas de perlas negras de Tahití y la riqueza de la cocina polinesia, es uno de esos destinos paradisíacos que reclaman la atención de visitantes internacionales. Debido a esto, varias asociaciones locales están muy implicadas en el desarrollo de turismo sostenible, con el objetivo de transmitir las buenas prácticas tanto a los residentes locales como a los turistas. La comuna de Fakarava, en particular, ha sido clasificada como reserva de la biosfera por la UNESCO: la migración de viajeros y el turismo pueden tener un impacto real en la vida armoniosa de la Polinesia Francesa y en el desarrollo de determinadas especies.
150 turistas atrapados en una isla paradisíaca
Isabelle André Cuevas, de Narbona, una comuna y ciudad del departamento de Aude (Francia), visitó a su ahijada, residente de la región, junto a un grupo de otras seis personas el pasado 11 de noviembre. “(Mi ahijada) está casada con un polinesio, vinimos hace 6 años para su boda, y esta vez mi sobrina nos organizó estancias de 3-4 días en las diferentes islas que componen el archipiélago”, explica la mujer. Durante su última visita, al atolón de Fakarava, todo cambió para la familia: en el archipiélago comenzó una huelga de trabajadores, que exigían un aumento del 40% del índice de los funcionarios, que se extendió por decenas de islas e incluso paralizó el tráfico aéreo.
“Al principio tuvimos paciencia y, cuando llegó el momento de partir, nos enteramos de los servicios mínimos que se podían establecer para regresar a Papeete“, cuenta Isabelle. Según la turista francesa, se pusieron en contacto con la presidencia de la Polinesia y con el alto comisionado (el equivalente a un consulado), quien les dijo “que el único servicio mínimo era la EVA SAN (evacuaciones médicas), es decir, la repatriación de gente moribunda”.
Habría sido un problema meramente económico de no ser porque en el grupo había una persona diabética que solamente habría empaquetado la insulina suficiente para el viaje que tenían planeado, lo cual aumentó su preocupación: “Ella se puso su última inyección de insulina, allí no había ningún médico, solo un dispensario nos dio un certificado médico para una evacuación, cuando los aviones pudieran aterrizar. Nos sentimos olvidados y abandonados”.
Comenzaron, así, a barajar otras opciones: la única alternativa era la ruta marítima, ya que se ofrecían lanzaderas para llegar a Rangiroa, otro atolón de la región. Sin embargo, debido a que “las condiciones meteorológicas eran realmente muy desfavorables” decidieron que no podían correr ese riesgo, por el hecho de que “en nuestro grupo teníamos una persona diabética y un niño de 7 años”, según explica la mujer.
Finalmente, los turistas que se encontraban temporalmente “atrapados” en el atolón - unos 150 - se unieron y comenzaron a presionar a las autoridades: “Dijimos que no pagaríamos nuestro alojamiento, los jóvenes dormían afuera porque ya no podían pagar, otros tenían problemas para comer. El alcalde terminó moviendo el trasero y finalmente el avión que había llegado a dejar a unos niños (en curso en Papeete) en la isla nos llevó a la vuelta”.
Aparentemente, a pesar de encontrarse en ese entorno paradisíaco, cuando supieron que no podían volver a casa no se vieron capaces de encontrar consuelo en nada: “No tengo ningún resentimiento hacia los que estaban en huelga, pero tan pronto como supimos que estábamos bloqueados, ya no íbamos a la playa ni a excursiones”. Y es que, aunque pueda parecer que el destino les regaló una semana más de vacaciones, realmente fue un duro golpe, según cuenta Isabelle, porque pagaron “1.630 euros por dos para cambiar la fecha de nuestro billete de vuelta a Francia continental, y cada día en Fakarava nos costó al menos 200 euros más”.