Siempre se ha dicho que la obra de Gabriel García Márquez no se podía trasladar a imágenes, que su narrativa poética no era adaptable. Muchos lo han intentado y pocos han salido airosos. Eso sí, nadie se atrevía a tocar su gran novela, Cien años de soledad, con la que instauraría parte de las bases del realismo mágico latinoamericano en los años del ‘boom’.
Ahora, la adaptación de Cien años de soledad es ya una realidad y, su primera parte, que consta de ocho episodios, acaba de aterrizar en Netflix. La han supervisado las únicas personas que podían enfrentarse a ese reto o, lo que es lo mismo, los propios hijos del autor, con Rodrigo García a la cabeza, que se ha embarcado en esta ambiciosa producción que contaba con el handicap de abarcar un relato inabarcable y de capturar una esencia intangible sin traicionar el espíritu original.
El formato serie, en este caso, se adaptaba a la perfección a las necesidades de la obra dada su caudalosa narrativa y quizás por eso, más que una ficción de dieciséis episodios, podría considerarse como un conjunto que va fluyendo más allá de cualquier cuestión capitular, algo fundamental ya que el libro se caracterizaba, precisamente, por su estructura no lineal (aunque aquí sí la tenga y se establezca una cronología), así como la constante fusión de realidad y fantasía, de manera que ambas convivían de manera armónica.
Una adaptación sabia y rigurosa
Cien años de soledad, la serie, no podía empezar de otra forma que no fuera la célebre frase de apertura de la propia novela. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
A partir de ahí, nos sumergiremos en la historia de la familia Buendía a través de varias generaciones, comenzando por el patriarca José Arcadio Buendía, que fundaría la ciudad de Macondo de acuerdo a una serie de principios que, a lo largo de las líneas de sucesión, se irán desmoronando hasta caer en la decadencia moral más profunda, en clara resonancia a la propia historia del país del escritor.
¿Cómo poder exponer de forma clara para el espectador todos los personajes de una novela que casi necesita tener a un lado el árbol genealógico para no perderse? Era una de las tareas más complicadas y, lo cierto, es que se consigue que cada uno de ellos adquiera su espacio y su personalidad y que se siga de forma intuitiva el relato sin por caer en la simplificación.
Capturar la magia que desprendía la prosa también era complicado, pero se nota la dedicación que hay detrás de cada fotograma para que el resultado sea lo más fiel y honesto con el material de partida. Puede que no sea suficiente (quizás no lo sea), pero desde luego es la mejor adaptación que se podía hacer, respetuosa, contundente, telúrica y con un torrente de imágenes que, como las páginas del libro, van llenando nuestra cabeza de elementos imaginativos inauditos.
Se nota una especial delicadeza a la hora de componer las elipsis, de un enorme refinamiento, así como los fuera de campo, la naturalidad de las interpretaciones y la forma en se integran los presagios, los malos augurios, los sueños y las alucinaciones en el tejido narrativo.
Y, aunque sea obvio decirlo, no deja de ser un logro que la serie esté hablada en español, sea una producción autóctona y se ambiente en Colombia, tal y como al escritor le hubiera gustado.