En 2021 se publicó Yo, adicto (Paidós), una autobiografía (en clave muy literaria) en la que su autor, Javier Giner, se abría en canal a la hora de narrar desde las entrañas de qué forma cayó en una profunda autodestrucción por su culpa de su adicción a las drogas y al sexo.
Se trataba de un volumen descarnado porque el protagonista se encargaba de poner muchas cuestiones sobre la mesa, desde los tabúes que se generan dentro de una sociedad profundamente hipócrita en cuanto al uso de estupefacientes al problema de la salud mental en nuestros días.
Ahora, el propio Javier Giner se encarga de adaptar su propio libro en una miniserie para Disney+ que se convierte en una auténtica ‘rara avis’ en nuestro país y que la emparentada a ficciones internacionales como Podría destruirte, de Michaela Cole, o Mi reno de peluche, de Richard Gadd, ya que ambas parten también de material personal extremadamente delicado que se encarga de abrir debates sociales, como es el caso de las agresiones sexuales y el acoso.
De qué va ‘Yo, adicto’
A lo largo de seis episodios, nos introduciremos en la vida de un joven, Javier Giner (Oriol Pla) al que conoceremos absolutamente perdido dentro de una vorágine confusa de drogas, alcohol y sexo que lo conducirán irremediablemente al camino de la autodestrucción. Así es el primer capítulo, incómodo, rabioso y espídico, al asistir en directo a esa caída en los infiernos que provoca momentos de una crudeza apabullante, como el de esa madre que tiene que recoger en un hostal de mala muerte a su hijo y pagarle a un par de rentboys con los que había pasado la noche. El camino de ambos hasta su casa se convierte en una de las secuencias más devastadoras del año.
A partir de ese momento, nos introduciremos en un espacio completamente diferente, el de una clínica de desintoxicación (un entorno, de nuevo, bastante inédito dentro del audiovisual) a la que Javier tendrá que adaptarse durante el proceso de rehabilitación. Allí conoceremos un paisaje humano que va más allá de cualquier estereotipo y que nos adentra en realidades a las que no queremos poner rostro, tampoco darles voz. Todo ello a través de un conjunto de actores en estado de gracia orquestados ‘coralmente’ a través de una precisión deslumbrante en el que cada uno tiene su espacio para definir su problemática tanto a nivel individual como grupal.
Una serie coral
En ese sentido, no estamos preparados para asistir al compromiso actoral y ético de Oriol Pla en un papel que podría haber caído fácilmente en el histrionismo y que se sostiene gracias a un trabajo de una solidez apabullante que va creciendo poco a poco hasta convertirse en un prodigio interpretativo tan solo al alcance de unos pocos titanes de la actuación.
Lo mismo podría decirse de la participación fundamental de una profundamente generosa Nora Navas (que encarna a la terapeuta real Anaís López), de Marina Sala y Omar Ayuso, a los que no habíamos visto en estos registros que los elevan a los altares de la versatilidad y de tantos otros que aportan su cuerpo y su alma a esta historia en la que, de alguna manera, todos se desgarran por dentro y por fuera, sin red, y con un profundo compromiso. Entre ellos, que son muchos, Bernabé Fernández, Victoria Luengo, Quim Ávila, Itziar Lazcano y Ramón Barea (que encarnan a los progenitores).
Resulta sorprendente cómo Javier Giner (junto a Aitor Gabilondo en la creación, Alba Carballal y Jorge Gil en el guion, y Elena Trapé en la dirección de algunos de los capítulos), son capaces de manejar toda una serie de registros a modo de equilibrismo kamikaze, de forma que el drama se funde con el humor más negro, la reflexión, la tortura psicológica, la delicadeza emocional, así como también la protesta y la reivindicación de muchas cuestiones que continúan siendo un estigma social. Un auténtico prodigio.
¿Cómo se consigue? Ese sea probablemente uno de los milagros que esconde una serie que es al mismo tiempo descarnada, radical y, al mismo tiempo, profundamente empática a la hora de acercarnos a las debilidades de los personajes, pero también a su humanidad.
Así, cada episodio constituye una especie de capa, como si se tratara de una cebolla, que se va desgajando hasta llegar al núcleo de la cuestión. Porque, al final, tal y como dice la propia serie, esto no va solo de adicciones, sino de la forma en la que nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos.
En Yo, adicto se sufre, se llora, se ríe, se piensa, se exorcizan los propios fantasmas internos, porque nos situamos frente a un abismo que nos mira a la cara, que nos confronta. Conmociona su sinceridad, pero también la forma profundamente radical con la que está hecha, porque prácticamente no hay referentes con los que podamos emparentar esta serie tan catártica como libre.