En su anterior película, Joker, Todd Phillips se encargó de dotar de una nueva dimensión al más famoso antagonista de Batman. Por primera vez, el personaje tomaba las riendas de su propio relato para contar sus orígenes y su conversión en un monstruo dentro de una ciudad corrupta y podrida.
En ella, se establecía una especie de paralelismo entre una sociedad enferma y los problemas mentales del protagonista, un joven que trabajaba como payaso ambulante y que soñaba con convertirse en un cómico prestigioso mientras que se sentía totalmente incomprendido dentro de ese mundo en el que no terminaba de encajar.
Por qué ‘Joker’ se convirtió en un éxito de culto inmediato
Todd Phillips tuvo la habilidad para dar la vuelta al relato convencional alrededor de la psicopatía del personaje para componer una fábula política que tenía que ver mucho con nuestro presente, con el desencanto de la Norteamérica de Donald Trump, como una especie de relectura de Taxi Driver en clave ‘millennial’.
También era una película profundamente ambigua a nivel ideológico. No terminaba de quedar claro si se trataba de una apología del fascismo, del anarquismo o del nihilismo y en su esencia había un aliento provocador un tanto inconsciente.
Joker se convirtió en un auténtico fenómeno, ganó el León de Oro en el Festival de Venecia, fue una de las películas más taquilleras de 2019 y Joaquin Phoenix ganó todos los premios ese año, incluido el Oscar, por una composición fascinante y dolorosa.
‘Joker: Folie à Deux’: premisas y resultados disparatados
Y ahí debería haber quedado todo. Pero ese mismo sistema opresor que se encargaba de denunciar la película, en este caso el capitalismo de Hollywood, tenía que rentabilizar este éxito y hacer una segunda parte. Desde el inicio, todo lo que rodeaba este proyecto resultaba desconcertante: un musical, con Lady Gaga como Harley Quinn y con el extravagante título de Joker: Folie à Deux, una expresión que hace referencia a un trastorno psicótico compartido.
Si todas las premisas resultaban inconexas y delirantes, el resultado de la película también lo es. De hecho, da la sensación de que el propio director y su actor protagonista, han querido con esta obra realizar un ejercicio de subversión a través de un batiburrillo de ideas inconexas dispuestas a dinamitar por dentro del propio relato. Como si fuera una obra antisistema que apuesta por el caos a través del delirium tremens narrativo.
Esa podría ser una teoría, que los responsables hayan querido hacer un ejercicio de libertad creativa sin pensar en las consecuencias para reírse de Hollywood y también de los espectadores. Pero hay otra posibilidad: que simplemente su propuesta les haya salido mal porque, en definitiva, estamos ante una película muy difícil de digerir, absolutamente gratuita, en la que ningún elemento, ni el judicial, ni el musical, ni el amoroso, ni el reflexivo, terminan de encajar, siendo tan pretenciosa en su forma como vacía en su fondo, grotesca, incómoda y ‘fea’ (todos estos elementos se supone que son conscientes) pero, sobre todo, soberanamente aburrida.
Todo lo que en Joker podían ser aciertos, como esa atmósfera onírica y alucinatoria en la que no se podía discernir la realidad de la imaginación perturbada de la mente del protagonista, aquí se lleva a unos extremos caricaturescos que tienden al subrayado. Los números musicales se supone que sirven como escape de la cruda realidad que vive en la prisión Arthur Fleck (Phoenix) y que están inspirados en el clasicismo de la década dorada de Hollywood para recrear su proceso de enamoramiento de Lee (Gaga). Sin embargo, resultan repetitivos (como la propia interpretación de Phoenix, que termina agotando) y entre los protagonistas no existe ninguna química, evidenciando las limitaciones de Lady Gaga como intérprete.
Al final, Joker: Folie à Deux termina siendo casi agónica. Una película que se devora así misma, casi un acto sacrificial tan pomposo como inane.