José María Rodríguez
Las Palmas de Gran Canaria, 27 may (EFE).- En la Roma en la que solo los emperadores, los generales, los senadores y la elite podía vestir de púrpura, medio kilo de lana de ese color costaba tanto como lo que ganaba un panadero al cabo de tres años, así que la búsqueda de los moluscos de los que se extraía ese tinte se extendió hasta uno de los confines del mundo conocido: las Fortunatae Insulae.
¿Puede que la púrpura esté detrás de la primera llegada del hombre a Canarias? ¿Hay que buscar la solución al misterioso origen de los antiguos pobladores de las islas en uno de los negocios más prósperos de la Antigüedad? Esa es una vieja hipótesis, nunca demostrada, que ahora la revista 'Scientific reports', del grupo 'Nature', aborda de frente en un trabajo firmado por Vicente Cabrera, del grupo de Bioquímica, Microbiología y Genética de la Universidad de La Laguna.
Las piezas del rompecabezas sobre la primera población de Canarias están sobre la mesa desde hace tiempo. El problema es cómo hacerlas encajar, si es que encajan: por un lado, la Arqueología ha datado ya con seguridad los restos humanos más antiguos de las islas en los primeros siglos de la era común; por otro, el ADN de los antiguos pobladores isleños (y de muchos de los actuales) tiene enormes similitudes con los pueblos bereberes del norte de África.
Y, en medio, está el yacimiento romano descubierto en el Islote de Lobos, frente a las Grandes Playas del norte de Fuerteventura: todo un taller que fue utilizado durante cerca de cien años (del s. I antes de Cristo al I de la era común) para procesar pequeños caracoles marinos, conocidos como Stramonita haemastoma, de los que se extrae un tinte cotizadísimo en todo el Mediterráneo durante la Antigüedad: la púrpura de Tiro, o púrpura imperial.
El descubrimiento en 2012 de ese taller, con restos de cerámica procedente de Hispania, supuso la primera confirmación física de la presencia de Roma en Canarias, más allá de las referencias recogidas en textos de historiadores clásicos, como Plinio el Viejo, que en el siglo I relató la expedición enviada en los albores de la Era Común por el monarca mauritano Juba II a las Islas Afortunadas.
En este trabajo científico, Vicente Cabrera revisa todo lo publicado sobre la herencia genética de los antiguos pobladores de Canarias (guanches, canarios, majos, gomeritas, benahoritas y bimbaches, cada isla con su pueblo), porque el linaje materno (el ADN mitocondrial) permite remontarse siglos en el tiempo, de generación en generación, hasta llegar a conclusiones que, a su juicio, permiten plantear que la vieja hipótesis romana puede ser factible.
En su primer paso en este viaje en el tiempo a través del ADN, la revisión de las secuencias genéticas conocidas de los antiguos canarios, este investigador constata que el ADN aborigen canario no está emparentado solo con los pueblos del norte de África de aquella época (principios de la era común), sino que también conserva la huella de ancestros mediterráneos, sobre todo ibéricos e itálicos.
En esta historia, emergen dos de los detalles más sorprendentes de los primeros pueblos de Canarias, sobre los que no hay todavía una respuesta aceptada de manera general: 1) no sabían navegar, al menos no hay pruebas de que lo hicieran (más bien hay evidencias de más de mil años de incomunicación entre islas), y 2) no utilizaban armas y herramientas de metal, en unos tiempos en los que el hierro y el bronce eran de conocimiento general en el mundo clásico.
¿Si viajaron necesariamente a Canarias en barco, por qué no siguieron navegando después? ¿Llegaron ellos o 'los trajeron'?. Y en cuanto al metal, es verdad que en las islas no hay minerales para fabricar armas de hierro o bronce, pero ¿por qué no transportaron ningún útil de ese tipo consigo en los primeros años, por qué no aparece en el registro arqueológico una espada, un cuchillo, una hebilla hasta los inicios de la Conquista, ya en los siglos XIV y XV?
Vicente Cabrera subraya que el traslado de todas esas gentes a Canarias no fue improvisado, no fue una huida apresurada, sino algo muy planificado: el registro arqueológico atestigua que llevaron consigo semillas de cereales y frutas (higos) inexistentes hasta entonces en las islas y también ganado, fundamentalmente cabras.
Y de la falta de armas y útiles metálicos, este investigador deduce que el traslado no fue voluntario, sino forzoso y probablemente ejecutado por alguien que recelaba de ellos y no quería verlos armados. La pregunta es casi inmediata: ¿eran esclavos?
La respuesta que da este trabajo mira a Lobos. En Roma, el trabajo en los talleres de púrpura estaba jerarquizado: por un lado estaban las elites propietarias, por otro los artesanos que dominaban la técnica (básicamente procedentes del Mediterráneo) y, en la base de todo, la mano de obra que proporcionaban en abundancia los esclavos.
Este investigador sostiene que Lobos era un taller demasiado pequeño para que sus beneficios costearan el enorme gasto de transportar luego ese tinte a Roma. Por ello, cree que solo era un taller de muchos otros nunca encontrados, la punta del iceberg de una actividad (la recolección manual de los moluscos) que él cree que pudo extenderse al resto de Canarias, también a las islas más alejadas del continente.
"Los artesanos que extraían el tinte fueron reclutados de otros talleres ya existentes en el Mediterráneo", plantea, "mientras que los esclavos, por razones económicas, podrían haber sido capturados o comprados en lugares cercanos al archipiélago, como el puerto marroquí de Mogador". Es decir, en la actual Esauira, en las Islas Púrpuras, llamadas hoy así por... los talleres de púrpura que albergaron en la Antigüedad, desde los tiempos del mismo Juba II.
¿Descienden los canarios de aquellos esclavos del negocio de la púrpura? A este investigador el ADN le dice que pudo ser así. Y que cuando esa industria dejó de ser rentable, "fueron abandonados a su suerte en las islas" hasta el 'redescubrimiento' de Canarias. EFE
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