Las dictaduras se componen de muchos elementos. Algunos son tangibles, como un ejército armado bajo las órdenes de un régimen o un sistema de represión que en última instancia puede acabar en la muerte. Pero también son necesarios los componentes intangibles, y en ellos, el temor a la muerte es el primero. El miedo es el principio más básico y útil, casi más que cualquiera que pueda verse a simple vista. Pero las amenazas que paralizan cualquier acción por temor a las represalias no son suficientes a largo plazo y no facilitan la convivencia. Hace falta mucho más. Hacen falta historias que justifiquen el curso de los hechos y traten de convencer a los propios habitantes subyugados de que el sistema que les quita la libertad y les puede quitar la vida si osan ejercerla es justo y necesario. Hacen falta mitos.
Durante la Guerra Civil en España y la posterior dictadura franquista, se desplegaron una serie de mitos que justificaban el golpe de Estado, alegando un supuesto mal funcionamiento de la República y tachando el movimiento armado de “cruzada”. Muchas de esas historias y leyendas que engrandecen al dictador Francisco Franco y al régimen perviven hoy en nuestro país. Muchos aún ponen en duda la legitimidad de la Segunda República o las medias políticas que llevó a cabo y que favorecieron la modernización de España y la difusión de la cultura y la educación. Otros insisten en “los pantanos de Franco”, esa supuesta obra faraónica que llevo a cabo por todo el territorio. Los hay que aseguran que la Iglesia católica y la religión estaban amenazadas por la República y aquellos que ensalzan “el amor de antes” y “las familias de antes”, tal vez sin tener en cuenta que las mujeres no tenían derecho sobre sí mismas y que la mayoría de los niños —nuestros abuelos— fueron sacados de la escuela y puestos a trabajar, incluso antes de los 10 años.
Hay mitos nacionales y otros que atañen a las regiones. En El franquismo en Andalucía. Mitos y realidades (Comares, 2024) se recoge la investigación de 18 profesores universitarios que desmienten muchas de las historias contadas por el franquismo en el territorio. El libro abarca desde el uso y la explotación del campo en la región hasta la resignificación e instrumentalización de la cultura popular andaluza, a través de la Semana Santa y de las fiestas populares, a las que se les daba un cariz nacionalcatólico y afín a los valores del régimen. Infobae España ha hablado con los dos editores de la obra: Teresa María Ortega López, doctora en Historia Contemporánea y catedrática de Historia, y Claudio Hernández Burgos, profesor titular, ambos en la Universidad de Granada.
Pregunta: ¿La Segunda República era tan anticatólica como se hacía creer?
Claudio Hernández Burgos: Yo no lo creo. Lo que llevó a cabo fue una secularización de la sociedad con una enseñanza laica y con una serie de medidas que, en muchas ocasiones, pudieron molestar a la comunidad católica. Lo que sí es cierto es que la República se ve rebasada por las acciones de otros sectores que no están dentro de ella, por ejemplo, los anarquistas y aquellos en el espectro de la izquierda que participan de las quemas de templos o el ataque a las imágenes religiosas. También hay cuestiones simbólicas muy dañinas que se llevan a cabo durante este periodo en numerosos pueblos, donde encontramos a gente mofándose de la Semana Santa, del culto católico o pisando las hostias consagradas. Todo eso fue un factor clave para que esa comunidad católica luego se decantara por apoyar al régimen franquista, que les defendía de alguna manera. Pero, en realidad, la legislación republicana no es especialmente anticlerical, tampoco es iconoclasta.
P: ¿Cómo se utilizan toda esta serie de acontecimientos?
Claudio Hernández Burgos: Al régimen le sirve para hacer una construcción de discurso en el que la República queda identificada con una anti-España en todos los sentidos. El régimen se convierte en el símbolo de una regeneración cristiana y católica de la nación, en muchos aspectos, al devolver a la esfera pública los símbolos católicos. Es verdad que durante la República hay momentos en los que, por ejemplo, las procesiones no salieron a la calle, como en Granada o en Sevilla. De esta manera, ellos erigen como un régimen nacionalcatólico y el paradigma de la defensa de la cristiandad en Occidente, que es la baza que luego juegan después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, en ese sentido, la República le sirve para mostrarse como una antítesis.
P: En el capítulo en el que se trata este tema, explicáis que hay una evolución del vínculo entre el franquismo y el catolicismo, especialmente cuando pasan los primeros años tras la guerra.
Claudio Hernández Burgos: Hay una transformación. Se pasa de un contexto de posguerra en el que tiene que haber penitencia porque ha habido un periodo de sacrificio, en el sentido religioso, y es momento de pagar por los castigos, es decir, por los pecados cometidos que han permitido la llegada de la República y la descristianización. Y el franquismo lo interpreta así. Entonces, esos primeros momentos son de silencio. Por ejemplo, la Semana Santa es una vivencia mucho más austera y menos expresiva, incluso se prohíben las saetas. Y luego, poco a poco, lo que ocurre es un fin de ese periodo de austeridad, identificándose con un nuevo modelo de nación que quiere poner el franquismo en marcha, que es mucho más alegre y abierto al exterior. Hay una Semana Santa con nuevos valores y que van junto con la turistificación, que llega con el fenómeno del turismo en España. Esa imagen es muy diferente y se prima lo asociado a la cultura popular y lo menos ortodoxo en materia religiosa.
P: Uno de los mitos en los que hacéis especial hincapié es el del hambre tras la guerra y la justificación que da la dictadura a partir de la autarquía (la política de un Estado que intenta bastarse con sus propios recursos). ¿Cómo nació y murió el mito de la culpa de la hambruna?
Teresa María Ortega López: La política autárquica fue un instrumento concienzudamente pensado por la dictadura, y se trató de una herramienta de las muchas otras que tuvo para castigar a los vencidos. Tuvo unas consecuencias lamentables que trajeron consigo unos efectos creo que mayores de los que esperaban. Y claro, todo esto tenía que ser justificado de alguna manera. Es decir, esos efectos colaterales tan negativos tenían que ser explicados, porque estamos hablando de los años 40, está todavía muy caliente la Guerra Civil y tenemos un panorama internacional marcado por la Segunda Guerra Mundial. La dictadura empieza a buscar una justificación que le diga a la sociedad que esto es así por la ‘pertinaz sequía’ y por la destrucción de la guerra, provocada evidentemente por esa ‘bestia negra’ llamada socialismo, anarquismo o Segunda República. Ese mito se mantuvo durante mucho tiempo y se desvaneció precisamente cuando se cambió de política económica con la apertura a partir de los años 50. En este sentido, hay que tener en cuenta que la apertura hacia Europa permite que sectores deprimidos puedan marcharse fuera y buscar soluciones que no encuentran aquí.
P: Dejando de lado la justificación del hambre y centrándonos en Andalucía, tratáis también el uso que hace el régimen de esta región con esa visión estereotipada de “alegría” y “desenfado” que muestra un tipo de familia rural e idealizada con un hombre rudo, incluso paleto, y una mujer abnegada, que vive feliz haciendo las tareas del hogar. Si eliminamos el mito, ¿cuál es la radiografía real de la sociedad andaluza de entonces?
Teresa María Ortega López: A ese carácter afable que parece que tenemos los andaluces y a esa filosofía de vida se van añadiendo una serie de componentes, que hacen que la región se vea de forma especial para demostrar esa incapacidad que tenía para alcanzar logros económicos. Porque la inversión a nivel nacional, que favorecía a otras regiones, como a Cataluña desde el siglo XIX, se nota.
Ese desarrollo económico, dentro del pensamiento liberal, debería traer consigo bienestar para la población, pero cuando no se da ese desarrollo, pues trae esas bolsas de pobreza, esos grupos sociales que dependen de la beneficencia que se va poniendo en marcha por las diputaciones, los ayuntamientos y Andalucía, una región que necesita mucho y recurre mucho a esa beneficencia pública. Todo esto queda muy bien enmarcado en una historiografía que empieza a forjarse en el siglo XIX.
Y esa imagen de esa Andalucía atrasada que difícilmente puede prosperar, se mantiene también en el siglo XX, atraviesa el franquismo y se mantiene en la democracia. Cuando se habla de esa Andalucía que, con ese aspecto negativo, no ha sabido prosperar económicamente —se produce ese millón de andaluces que a partir de los 50 o 60 tienen que salir de la región para marcharse a otras comunidades españolas o fuera incluso de España—, no se hace un análisis de si eso fue en buena medida motivado por determinadas políticas económicas centralistas. Y claro, siempre vemos que esa imagen en negativo es la que permanece en la retina de los libros de historia, pero también del resto de los españoles, del resto de las regiones. Todavía tenemos una serie de estereotipos que nos acompañan a los andaluces cuando salimos fuera de Andalucía. Yo espero que este libro sirva precisamente para acabar con esos mitos, para mostrar que a veces todo está montado sobre un artificio irreal que nada tiene que ver con la realidad.