“Se acabó el tiempo de los políticos”. Con esta frase, el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid anunció, a finales de septiembre, una huelga de alquileres que comenzará el próximo 13 de octubre. Esta medida de protesta consiste en el impago de las rentas total o parcialmente, y no está reconocida por la legislación española, algo que puede conllevar consecuencias tan extremas como el desalojo de las personas.
Pero no sería la primera vez que esto se produce en España. En septiembre ya hubo otra protesta en Madrid, en la que más de 900 inquilinas de Vallecas se manifestaron contra el fondo buitre Nestar-Azora. Y en Barcelona, durante la pandemia, se produjo otra huelga similar. Más lejos en el tiempo también existen algunos episodios poco conocidos, como el que se produjo en Tenerife en el año 1933. Sin embargo, el ejemplo más sonado —y referente de los actuales huelguistas— es el que tuvo lugar en la capital catalana en el año 1931.
Ese año, se estima que entre 90.000 y 100.000 familias se negaron a pagar el alquiler de las casas en las que vivían. Un episodio que fue seguido de una brutal represión, pero que logró mejorar las condiciones en las que muchos se veían obligados a vivir.
Hay poco escrito sobre este episodio, pero quizá uno de los trabajos más completos sea el libro La huelga de alquileres y el comité de defensa económica, de Manel Aisa Pàmpols. Preguntado por la falta de otras obras y estudios realizados, este hombre, impulsor durante muchos años del Centro de Documentación Histórico-Social, cuenta que eso mismo fue lo que les preguntó a varios historiadores anarquistas —el movimiento más cercano al nacimiento de la huelga— y que estos le aseguraron que se trataba “de un problema menor”.
“Pasaron muchas cosas en aquella época”, cuenta Manel. “Vivieron la Exposición Universal, la Segunda República, la Guerra Civil, los primeros años de la Dictadura... cosas que consideraron más importantes”. Al final, todo el tema quedó relegado a un segundo plano, junto a la coyuntura previa que provocó que la huelga estallara.
El alquiler salía más barato que en la actualidad
Estos antecedentes incluyen un manifiesto firmado por la Unión de Defensa de Inquilinos en el año 1919. Antes incluso de que se instaurara la dictadura de Primo de Rivera, se publicaba un folletín en el que se llamaba “a todos los buenos ciudadanos” a intervenir para conseguir “inmediatamente” algunas demandas. “Que cesen los abusos de los propietarios procaces y desaprensivos”, “evitar los desahucios por aumentos de alquileres” o “impedir que continúe el alza de los mismos” eran algunos de los puntos de esa lista. “Prácticamente es lo mismo que se pide ahora”, señala Manel.
En aquellas décadas, según datos registrados por José Luis Oyón, catedrático de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Cataluña, los obreros cualificados destinaban a su alquiler un 22% de su sueldo, los no cualificados un 31% y las mujeres un 33%. En la actualidad, según un estudio elaborado en 2023 por Infojobs y Fotocasa, el gasto medio ronda el 43%.
“Es que se ha hecho todo muy mal”, lamenta Manel, una frase que expresa un periodo de 100 años de leyes como el famoso Decreto Boyer —que dejó en manos de los propietarios la duración de los contratos— o las diferentes medidas para la liberalización del suelo. Una combinación que, unida a la falta de viviendas públicas, hacen que hoy “la vivienda no sea un derecho, sino algo que todo el mundo puede tener para especular”.
Obligados a derruir sus propias casas
Las reclamaciones de la Unión de Defensa de Inquilinos no fueron escuchadas. Las huelgas se sucedieron, pero los propietarios y burgueses siempre acababan venciendo. Barcelona crecía como nunca antes lo había hecho, especialmente a partir del inicio de las obras de la Exposición Universal de 1929, un evento con el que la urbe se modernizó.
La ciudad, no obstante, no fue ampliada y modernizada solo por catalanes, sino por trabajadores de toda España, sobre todo andaluces y murcianos, que cruzaban a pie la Península —los afortunados cogían un barco— en busca de un trabajo.
Durante varios años, no faltó el empleo, pero el fin de la Exposición, junto con los efectos del Crack del 29, dio paso a la masificación de una clase social conocida como “los sin trabajo”. Como no podían permitirse un alquiler normal, acabaron en viviendas conocidas como “las Casas Baratas”.
“No tenían ni agua, ni corriente, ni nada”, dice Manel, que también cuenta cómo muchos otros acabaron habitando en barracas que ellos mismos construían y que las autoridades, en varias ocasiones, obligaron a derruir. Algunos sindicatos, como la CNT, elaboraron proyectos cooperativos en ciudades como Sabadell, pero estos no cubrían la enorme necesidad que por aquel entonces sufrían muchos trabajadores de la construcción.
Barcelona, 1931
Finalmente, es el sindicato de este sector el que forma el Comité de Defensa Económica, un organismo que iba a tratar de negociar con la Cámara de la Propiedad —la organización de los propietarios de la mayoría de las viviendas— una rebaja del precio de los alquileres. “La Cámara se niega”, tal y como explica Manel. Y no solo eso, sino que además “se busca el apoyo de las instituciones” de la República —que por aquellos tiempos tenía un Gobierno de izquierdas— para evitar ninguna modificación. El Comité no dudó en pasar a la acción: convocó la huelga de alquileres.
Según los datos disponibles, en julio de 1931 hubo 45.000 huelguistas que dejaron de pagar los alquileres, cifra que aumentó hasta unas 100.000 familias en el mes de agosto. La razón de este crecimiento no solo fue la indignación, sino que además resultaba una manera de que los inquilinos pudieran también reducir sus gastos de manera importante y así poder sobrevivir. Santiago Bilbao, erigido como líder del Comité, escribía: “Los huelguistas, al no pagar cuatro meses de alquiler, al menos se habían ahorrado 12 millones de pesetas. Por lo tanto, la huelga cogía más fuerza con el tiempo y se consideraba todo un éxito”.
“Hubo gente que no pagó su alquiler hasta el año 48”
Hubo desahucios, pero, como explica Manel en su libro, “la autoridad no podía montar una guardia permanente en cada casa desahuciada”. Cada vez que se vaciaba una casa, era prontamente reinstalada por los vecinos, que subían otra vez los muebles que antes los agentes habían sacado a la calle.
Para intentar evitar esto, la Cámara “estableció un servicio de camiones y personal para efectuar el lanzamiento de los enseres de las casas a la calle”, además de ampliar su sección jurídica para procurar un mayor número de desahucios.
Las detenciones también fueron cada vez a más, del mismo modo que las huelgas en distintos sectores se multiplicaban. Las cárceles estaban tan llenas que fue incluso necesario colocar a presos en barcos del puerto. Entre ellos estaba la cúpula del Comité, cuyos miembros llegarían a ser exiliados o morirían fruto de la represión.
“La huelga continuó, sobre todo en las Casas Baratas”, señala Manel. “Hubo gente que no pagó su alquiler hasta el año 48″. Sin embargo, sin la ayuda de quienes habían organizado el movimiento, la causa poco a poco se fue apagando. Pese a ello, Manel matiza que “empezaron a salir agentes inmobiliarios y otros perfiles parecidos que empezaban a negociar a la baja los alquileres”.
La lentitud de la política
Este es un episodio que, como tantos otros, no se recuerdan de la Segunda República. Un periodo que muchos idealizan, mientras en el ‘bando contrario’ tratan de enterrarla. Pero “los alquileres había que pagarlos cada mes”, sentencia Manel. Una realidad alejada de cualquier debate o postura ideológica. “Los políticos hacen la política y todo es muy lento”, algo que los barceloneses, pese a que creyeron que los gobernantes republicanos “serían más afines”, no estaban dispuestos a tolerar. “La gente no era tan sumisa”, concluye. “Estaba organizada y no dudó en enfrentarse”.
Pero, ¿enfrentarse a qué? Manel recuerda la frase de José Luis de Arrese, un ministro de vivienda franquista: “No queremos una España de proletarios, sino de propietarios”. Una máxima que, al parecer, sigue siendo reflejo de un problema en el que el Gobierno, ya fuera el de la Segunda República, el del franquismo o el actual, jugó y juega un papel crucial. Las inquilinas y los inquilinos, casi 100 años después, han hablado: “Se acabó el tiempo de los políticos”. Un mensaje que evoca un pasado en el que los ciudadanos también tomaron la palabra.