No será la primera vez que se escriba esto, pero hay dos Españas. Estas no tienen que ver con una guerra, por lo menos no ahora, sino con otra cosa mucho más útil y necesaria: el agua. Una España espera la lluvia, otra la aborrece. En una los embalses se vacían, en otra se desbordan. Y mientras en algún lugar de la Mancha duermen los restos de un pueblo abandonado por la sequía, a no muchos kilómetros hay otro que, aunque solo sea con la torre de la iglesia, emerge del sueño tras décadas hundido en las aguas de un pantano.
Virginia Mendoza, manchega, periodista y antropóloga, vivió en la España que se seca. Cuando era pequeña, solía acompañar a su abuelo en su oficio de abastecer de agua al pueblo de Terrinches. Muchas veces, solo tenían unas pocas horas para gastarla, tal y como cuenta en su libro La sed: una historia antropológica (y personal) de la vida en tierras de agua escasa (Debate, 2024), en cuyas páginas sigue los pasos de su abuelo. Pero en esas huellas encuentra también las de sus antepasados más lejanos, como legado de una búsqueda milenaria que muchos hemos olvidado.
🚰Así se sitúa la ocupación de los embalses españoles actualmente: pic.twitter.com/knp73y9sVp
— Datadicto📊 (@datadicto_es) September 4, 2024
Porque la historia que traza Virginia es la nuestra, la de la humanidad, movida siempre por la ausencia o la abundancia de agua. Una historia que es la de la sed, y no la de la sequía, porque no siempre ha dependido de cuánto lloviera sino de cómo se administraba lo disponible. No nos debería sonar extraño eso de que unos pocos se queden con mucho y viceversa. Solo que, en el caso del agua, esta sed ha sido el origen de revoluciones, de descubrimientos, de lenguajes y migraciones. El origen de todo, incluso de nosotros mismos.
El largo adiós de ayer y mañana
En el caso de Virginia, basta con volver la vista al año 2015. Fue entonces cuando se descubrió, en la loma de una colina, una tumba en la que reposaban dos esqueletos intactos desde hacía más de 4.000 años. “El lugar favorito de mi abuelo estaba en la loma en la que enterraron al yamnaya, concretamente bajo los olivos de su hermano”. Con yamnaya se refiere a un miembro de la cultura yamna, un pueblo que habitó el este de Europa durante la Edad de Bronce y la Edad de Cobre. De ellos hemos heredado una importante parte de nuestro ADN y también algunas costumbres importantes, como la de enterrar a nuestros muertos.
“Parece bastante posible que los yanmayas que llegaron a la Península Ibérica dejasen su tierra huyendo de la sed”, apunta Virginia. En algún momento, la sequía en la zona oriental de Europa, donde residían, les pudo forzar a cruzar todo el continente hasta llegar a lo que hoy es España. Pero claro, esa era otra España. En la de ahora, el 60% de los jóvenes asumen que podrían marcharse por los efectos del cambio climático, según muestra una encuesta realizada por el Banco Europeo de Inversiones.
Un largo adiós común en el tiempo del que la ciencia lleva tiempo advirtiéndonos cada vez más. Este mismo mes de septiembre, por ejemplo, ha tenido lugar el Congreso de la Sociedad Europea de Meteorología. Allí, varios investigadores de la Universidad Politécnica de Cataluña han publicado su estudio, España: hacia un clima más seco y cálido. Las conclusiones son varias, pero nos quedamos con algunas claves: dentro de 25 años se espera que las precipitaciones se reduzcan entre un 14% y un 20%, lo que hará que en más de un tercio del país se instale un clima estepario o desértico.
Las sequías llegaban con el frío
Virginia se marchó hace mucho tiempo de su pueblo. Lleva marchándose, en realidad, toda una vida. “Si hubiese agua donde vivieron mis tatarabuelos, que es donde siempre he querido vivir; o si el calor no ahogase y agotase donde ahora vive gran parte de mi familia, llevaría mucho más tiempo quieta”. Su abuelo, tal vez un zahorí especializado en encontrar agua donde parecía que no la había -nunca pudo preguntárselo-, hubiera disparado a las nubes, como hacían en algunos pueblos precolombinos cuando no llovía.
Así, cuando ella lo recuerda en La Sed, es consciente de que, en realidad, todo lo que hacía su abuelo con el agua esconde una historia que nos precede a todos. “Tiene mucho de personal y también colectivo”, reconoce, porque ha descubierto que, para “los sedientos”, existe un vínculo importante entre la sed y la memoria. “En mis recuerdos más impactantes siempre hay agua”, incide ella, que en su libro buscaba “cómo salieron adelante otros grupos que vivieron sequías extremas antes que nosotros”. El objetivo era simple: “Ver que estamos a tiempo de aprender de ellos”.
Aprender, por ejemplo, que la escasez de agua, hasta este siglo, había sido algo que poco tenía que ver con el calor. “Muchos de los cambios climáticos del pasado, y muy concretamente las glaciaciones, fueron una combinación de frío y aridez. La sequía extrema, la ‘megasequía’, antes venía con el frío. La auténtica rareza es lo que estamos viviendo”, analiza Virginia. De hecho, lo que los paleoclimatólogos llaman “óptimos climáticos”, como los que hubo en la Edad Media o en el Imperio romano, eran “tiempos cálidos y húmedos”.
La importancia de permanecer juntos
Pero el frío, como el resto de elementos climatológicos, también nos hizo ser lo que somos. “Si nuestros antepasados no hubiesen sentido un frío extremo, no habrían inventado la aguja, que es uno de los inventos más importantes que nos legaron”, cuenta, para luego mencionar que el frío extremo también se ha relacionado con el crecimiento del cerebro y de su complejidad. “Esta complejidad está a su vez asociada a lo que hablábamos antes: la importancia de la cohesión grupal”. Esta última era una de las razones por las que rescató una Historia que tiene mucho “de personal y de colectivo, también”.
A su vez, el espíritu plural de La Sed tiene que ver con cómo se utiliza este concepto para manipular a otros a través de distintas teorías que ligaron, y aún hoy ligan, el clima de una zona a una determinada forma de ser. “Estamos rodeados de discursos peligrosos que a menudo incluso parecen inofensivos”, advierte Virginia, que no niega que la identidad esté ligada al clima. “He visto gallegos entristecerse por no ver la lluvia en varios días. Pero es peligroso usar el clima de una zona, por ejemplo, para justificar la violencia atribuida a una etnia específica”.
Pero a estas formas de determinismo ambiental, tan prolíficas en el siglo XIX, se le unen también otros discursos con una connotación, para la antropóloga, negativa. “También me parece peligroso hablar de supuestas invasiones y exterminios prehistóricos sin pruebas, o hablar de nuestra propia especie en términos de plaga”. Está muy extendida la idea de que los homo sapiens, por ejemplo, exterminaron a los neandertales. Dejando a un lado el profundo descenso poblacional que estos últimos ya atravesaban, ambas especies convivieron, no obstante, durante miles de años, e incluso se mezclaron. A los yamnayas también se les atribuye ‘acabar’ con el hombre ibérico. En la tumba encontrada en Terrinches, sin embargo, junto al yamna reposaban los restos de una mujer local que fue enterrada, años más tarde, a su lado.
Frente a los engaños
El hecho de reflejar a la especie humana como una especie de por sí violenta, peligrosa, ha servido también para justificar muchos discursos. La manipulación con el clima “se ha usado siempre y a algunos les ha funcionado”. Cómo consumimos el agua, por ejemplo, lo compara con “un iceberg” del que solo se ve “la punta, y eso es aprovechado por quienes ostentan el poder”. “Si cada vez que comemos aguacate, por ejemplo, viésemos el agua que consume y cómo está perjudicando su cultivo en ciertas zonas áridas, igual abandonaríamos esta moda de consumirlo todo el año a diario”. A su vez, estas cosas que no quieren que se descubran se revelan, derivando “en revueltas populares”.
Pensemos, en España, en esa “pertinaz sequía” de la que hablaba Franco y que movió al Estado a construir diferentes presas y embalses, muchas veces a costa de hundir pueblos que, casualmente, en muchos casos habían sido habitados por republicanos. “Algunos de esos proyectos no se habrían podido llevar a cabo poco después y en otros muchos casos había alternativas menos dolorosas que se dejaron en un cajón”, narra Virginia. Los ahogados. La otra España condicionada por la sed del resto. “Los de Mequinenza lucharon por un pueblo en el que estuviesen todos juntos y lo consiguieron, pero los que protestaron en los tejados de Riaño, ya en plena democracia, tuvieron que dejar sus casas”.
A todos ellos, para la escritora, “se les compensó mucho menos de lo que nos contaron”. Se creía que incluso debían estar agradecidos por esa nueva oportunidad de empezar en otro sitio. “Solían tener prioridad para acceder a casas y terrenos cuando se construyeron pueblos de colonización, pero pagaron sus casas y trabajaron una tierra tan difícil que muchos empezaron a obtener cosechas medio decentes una década o dos después”. En los casos más extremos, algunos de los que vivían como medieros fueron engañados y se marcharon sin pedir una indemnización que les correspondía”.
Entender la sed
Son muchos casos muy diferentes y Virginia Mendoza evita generalizar. Incluso en La Sed, cuando habla de la evolución, no define esta como una línea en el tiempo sino como un árbol que se va dividiendo y subdividiendo. El libro también lo hace: se desdobla en testimonios, datos, hallazgos, pero también en citas, en imágenes y canciones. “El propósito del libro es entender la sed”, resume la autora. “Me hago preguntas todo el rato y me interesa saber lo que otros han dicho porque han pensado en ella de un modo u otro antes que yo o incluso me han llevado a pensarla de otro modo”.
La joya de la corona, acaso, sea esa lista de canciones que incluye al final de todo, con casi 31 horas de música en un código QR. “Hay mucho manchego y mucha manchega en esa playlist”, advierte ella. “Bewis de la Rosa está tan obsesionada con el botijo como yo, Karmento, Amatria, Vermú... Todos hablan de la sed tanto si la mencionan como si no: un campo amarillo, el temor a perderse entre las grietas, ese es nuestro paisaje emocional y el olivar era el Tinder de nuestros padres”.
En algún lugar de La Mancha, el libro de Enrique Aparicio, el protagonista vuelve a casa y su padre le pregunta, después de tanto tiempo sin verle, si “ha llovido esos días en Madrid”. “Y si nos vamos al cine”, termina Virginia, “no es casual que José Luis Cuerda incluyese una rogativa en Amanece que no es poco”. Cuando termina el libro, su abuelo no ha disparado a las nubes que se asoman sobre el pueblo, pero ella las ve e imagina cosas: “Dragones, dinosaurios... según el día”. Esa última jornada, en cambio, cae la lluvia sobre la España que se seca.