En las novelas de Charles Dickens, las herencias suelen tener un protagonismo singular: a veces, las disputas en torno a ellas causan la ruina de los protagonistas; y en otras ocasiones, un tío lejano del que nunca habíamos oído hablar le lega todos sus bienes a un personaje, sacándolo al fin de la pobreza. Dickens -que, por cierto, dejó millones a sus descendientes- sabía que las herencias son un arma de doble fijo, que pueden arreglar la vida de quienes las reciben o cederles desgracias y problemas que no les pertenecían.
Un ejemplo actual se muestra la lista de morosos de la Agencia Tributaria, que publicó el pasado 28 de junio y donde aparecen las empresas y personas con deudas superiores a los 600.000 euros con la Hacienda Pública. En ella aparecen varias “herencias yacentes” de antiguos deudores que ya han fallecido: son herencias compuestas sobre todo de deudas y que nadie ha aceptado todavía. Y es que hay regalos envenenados: si el difunto dejó más deudas que activos, aceptar la herencia implicaría asumir esas obligaciones económicas, lo que podría llevar al heredero a una situación financiera complicada; y otro motivo significativo para rechazar una herencia es la falta de liquidez para pagar el impuesto de sucesiones. Sean cuales sean los motivos, puede darse el caso de que ninguna persona acepte recibir una herencia. ¿Entonces qué ocurre?
Cómo renunciar a una herencia
Cuando un heredero decide no aceptar una herencia, tiene dos opciones principales: la renuncia pura y simple y la renuncia a beneficio de una tercera persona. Cada una de estas opciones tiene implicaciones legales y fiscales diferentes, que es importante considerar antes de tomar una decisión.
La renuncia pura y simple, también conocida como repudiación de la herencia, implica que el heredero rechaza la herencia sin designar a ningún beneficiario alternativo. En cambio, la renuncia a beneficio de una tercera persona, por otro lado, es una forma de cesión de derechos hereditarios. En este caso, el heredero rechaza la herencia pero designa a otra persona como beneficiaria de la misma. Aunque esta opción permite transferir la herencia a alguien más, tiene implicaciones fiscales importantes. El heredero original deberá pagar el impuesto de sucesiones como si hubiera aceptado la herencia, además del impuesto de donaciones por cederla a otra persona, resultando en una doble imposición. Debido a esto, este tipo de renuncia es menos común.
¿Y quién gana si todos los herederos renuncian y no designan a ningún beneficiario? La respuesta es que ganamos todos... o ninguno. En otras palabras, gana el Estado: cuando todos los herederos renuncian a una herencia, ya sea con o sin testamento, el Estado se convierte en el heredero final. Este proceso está regulado por el Código Civil, que establece que el Estado heredará en ausencia de otros herederos legítimos.
Los bienes pasan al Tesoro Público
Una vez que se ha determinado que no hay herederos que acepten la herencia, el Estado interviene. La liquidación del caudal hereditario se realiza para identificar y valorar todos los bienes y deudas del difunto. Esta liquidación es llevada a cabo por la Administración Pública, que se encarga de gestionar y disponer de los bienes de acuerdo con la ley. Tras la liquidación, los bienes heredados son ingresados en el Tesoro Público. Sin embargo, existe una excepción a esta norma general: el Consejo de Ministros puede decidir destinar ciertos bienes a otros fines de interés social, dependiendo de la naturaleza y valor de los bienes heredados.
Además, la ley incluye letra pequeña para evitar que el Estado absorba las deudas heredadas que nadie más quiere: el Estado hereda siempre a beneficio de inventario, lo que significa que solo es responsable de las deudas del difunto hasta donde alcancen los bienes heredados. Esto protege al Estado de tener que asumir deudas que superen el valor de los bienes de la herencia. Esta protección es automática y no requiere una declaración expresa, lo que facilita el proceso para la Administración Pública.
En todo lo demás, el Estado tiene los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro heredero. Puede administrar, vender y disponer de los bienes heredados según las necesidades y prioridades establecidas por la ley. Además, dos tercios del valor del caudal relicto deben ser invertidos en fines de interés social, como la educación, la salud y otros servicios públicos.