La redacción de un testamento antes de fallecer es una práctica que simplifica significativamente los procesos de sucesión, haciendo que el traspaso de bienes a los herederos sea mucho más ágil y menos problemático. La existencia de un testamento clarifica el reparto de la herencia, estableciendo de manera explícita quienes son los beneficiarios de los bienes del difunto. Sin embargo, no todos los casos se resuelven con la misma sencillez, especialmente cuando se omite la redacción de un testamento.
La ley dispone de un orden específico para la sucesión hereditaria, empezando por los descendientes del difunto, que pueden incluir no solo a hijos biológicos, sino también a adoptados o aquellos nacidos fuera del matrimonio. Luego, en ausencia de descendientes, le siguen los ascendientes, como padres o abuelos; el cónyuge; los hermanos y sobrinos; los primos consanguíneos; y finalmente, el Estado.
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Tras el fallecimiento de una persona, se inicia el proceso sucesorio para determinar a quién corresponde la herencia. Mientras esta se encuentra en proceso de adjudicación, se designa como “yacente”, un término que indica que la herencia carece temporalmente de un dueño claro. Este período puede generar diversos problemas, especialmente en lo que respecta a la gestión de los bienes del difunto, incluidos los desafíos que presentan los acreedores.
La ley reconoce que la muerte de una persona no elimina las deudas que tuviera, lo que conduce a la necesidad de definir contra quién pueden reclamar los acreedores. La Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en su artículo 6.4, estipula que las herencias yacentes pueden ser objeto de litigio ante los tribunales por parte de los acreedores, representadas por un administrador designado por el testador o, en su defecto, por un juez.
La necesidad de un administrador surge para asegurar una gestión adecuada de los bienes y evitar su deterioro o pérdida. En situaciones donde no se identifiquen herederos o estos no puedan ejercer sus derechos, el juez tendrá la responsabilidad de tomar medidas para proteger los bienes del difunto hasta que se establezca la sucesión claramente.
Y si no hay herederos legítimos
En el eventual caso de que no se identifiquen herederos legítimos, incluso tras la intervención judicial, el Estado se convierte en el heredero final. De acuerdo a la ley, los bienes heredados por el Estado se distribuirán en tercios entre instituciones municipales y provinciales de beneficencia o asistencia social del domicilio del difunto, y el resto se destinará a la amortización de la deuda pública, a menos que el Consejo de Ministros determine otra asignación.
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Este proceso garantiza que, incluso en ausencia de herederos directos o designados, los bienes de un difunto se dirijan hacia fines benéficos y de utilidad pública, evitando así que los recursos queden en un limbo legal o sean susceptibles de mal uso. La sucesión hereditaria, aun en los casos más complejos sin herederos claros, encuentra en el Estado un agente de cierre que asegura un destino final digno y de contribución social para los bienes del fallecido.