Amparo Sánchez, exiliada tras la Guerra Civil: “Si he sobrevivido es para testimoniar, para que esos tiempos de fascismo no vuelvan más”

Nació en el Prat de Llobregat en 1938, en mitad del conflicto, y cuenta cómo su vida ha estado marcada por su lucha por la memoria de todos los que sufrieron la guerra y la dictadura

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Los exiliados españoles, camino de
Los exiliados españoles, camino de los campos de concentración franceses. (Manuel Moros, Fonds Jean Peneff. Collection Mémorial d’Argelès-sur-Mer)

Amparo Sánchez Monroy habla con un marcado acento francés, pero es española. Es una de tantas y de tantos que huyeron de España tras la Guerra Civil y que adoptaron otro idioma, pero mantuvieron su nombre. Aún no había cumplido un año cuando sus padres, junto a otro medio millón de españoles, cruzaron la frontera francesa huyendo de la represión y de una posible condena a muerte por defender la Segunda República y por no pensar como los que habían dado un golpe de Estado para acabar con la democracia. Su padre era oficial de la república y su nombre estaba marcado con una cruz.

Entre febrero de 1939 y principios de 1942, más de 160.000 hombres, mujeres y niños pasaron por el campo de concentración o de internamiento de Argelès-sur-Mer. Eran, en su mayoría, españoles que huían de la guerra y la represión de los primeros años de la dictadura. Entre todos ellos, estaba Amparo, que nació en el Prat de Llobregat en 1938, en plena Guerra Civil ,y que ahora, a sus 86 años, cuenta cómo su vida ha estado marcada por la memoria, la de sus padres, la de los exiliados y la de todos los que sufrieron la guerra y la dictadura.

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Pregunta: Cuando comenzó el exilio, eras un bebé. ¿Qué te contaron tus padres?

Respuesta: Yo tenía diez meses, casi once, cuando mis padres pasaron la frontera en febrero del 39, en ese gran éxodo que siguió al final de la guerra. Y salimos, pues, con más o menos otros 500.000 refugiados camino de Francia, esperando encontrar en ese país vecino, pues por lo menos auxilio y un lugar para ponerse a salvo de las bombas y de las represalias. Pasamos el 8 de febrero por la frontera de Portbou. Mi padre era oficial de la República y veníamos en el coche él, su chófer, mi madre, mi abuela y mi abuelo materno y yo, que era una niña pequeñita. Al llegar a la frontera, tuvimos que dejar el coche, las armas y seguir andando hasta el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, que fue el primer campo que Francia nos abrió como albergue, entre comillas. Imagina la desesperación de esa gente que venía andando, pues muchos desde Barcelona y muchos desde más allá, desde las tierras del sur, que fueron duramente castigados por las tropas franquistas nada más empezar la guerra. En el río de de refugiados que iba camino de Francia, venía también gente de todas las regiones de España y unas 15.000 personas que ya habían vivido un primer éxodo cuando los franquistas tomaron Málaga y huyeron de Málaga a Almería, por la llamada Carretera de la Muerte.

Amparo Sánchez Monrroy en el
Amparo Sánchez Monrroy en el homenaje a todas las víctimas de ‘La Desbandá’ en el Fuerte de Carchuna. (Cedida)

P: ¿Cómo trató Francia a los exiliados españoles que cruzaron la frontera?

R: El país galo, que presumía de ser patria de los derechos humanos, ese país que era una república que tenía los mismos valores que la nuestra, libertad, igualdad, fraternidad, nos recibió como “indeseables”. Así figurábamos en los papeles oficiales de Francia, “extranjeros indeseables”. Y con eso me parece que ya estaba todo dicho: campos de concentración, hambre, miseria, frío, mucho frío. Muchos llegaron solo con lo que llevaban encima, y llegas a un llamado campo de concentración que en realidad era solo arena desnuda, cercada por alambradas de púas. Y allí pues encerrados todos como bichos de corral, mujeres, niños, ancianos, algunos bebés como yo misma. En las primeras semanas del encierro murieron unos 78 niños de corta edad. Sus cuerpecitos, el mar se los llevó y otros fueron enterrados bajo la misma arena de ese campo. No me gusta ir a ese lugar porque sé que, como decía el poeta, bajo la tierra duerme el dolor. Bajo esa arena de Argelès-sur-Mer duermen muchos cuerpecitos de inocentes.

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P: ¿Cómo era la vida en Argelès-sur-Mer?

R: Yo en ese campo estuve poquito tiempo, porque en unos 15 días o un mes, vinieron unos camiones al campo a cargar mujeres y niños. El campo, que tenía las alambradas de púas, estaba dividido en dos partes. Una parte que se llamaba el campo civil, donde se encontraban mi madre, mi abuela y yo en medio de una multitud; y el llamado campo militar, que en realidad estaba separado del nuestro únicamente por doble alambradas de púas, pero donde podíamos ver a nuestros padres, los que por suerte los teníamos aún. Pero eso duró poco. Las instituciones tuvieron el desalmado hecho de separar a las familias. Es decir, que esa gente que había sobrevivido a la guerra, a las bombas, a la miseria y a la fatiga del camino, aún en los campos tienen que sufrir otros desgarros. Más dolor sobre dolor. Y así es como me encontré con mi mamá y mi abuela en un campo en la mitad norte de Francia, muy lejos de donde se habían quedado mi padre y mi abuelo. En ese campo estuvimos algún tiempo también. Mamá, que ha dejado escritas esas vivencias, pues dice que tenían que romperse el hielo con las manos para poder lavar la ropa.

“No quiero ser mirada como víctima”

P: Su madre dejó escrita su experiencia y usted la comparte en encuentros con jóvenes, como por ejemplo, los que organiza la asociación de La Desbandá en institutos, y también en entrevistas.

R: Bueno, yo, en fin, no me gusta contar miserias porque yo soy todo menos una víctima. No quiero ser mirada como víctima. Yo he sobrevivido, te digo, a todas esas miserias del exilio que he compartido con los adultos, pero me parece que si he sobrevivido es para testimoniar de eso, para que eso no quede en el olvido, para que esos tiempos de guerra, de miseria, de dolor, esos tiempos de fascismo no vuelvan más. Pero decir eso, no basta, porque solo con mirar alrededor nuestro estamos todos viendo lo que está pasando. Pero tal vez hacer trabajo de memoria sirva para despertar alguna conciencia, como pista de reflexión, para que la gente se dé cuenta de la fragilidad de las democracias. Y hoy en día estamos viviendo eso: las democracias frágiles bajo el empujón de una extrema derecha que se está levantando dentro de Europa.

P: ¿Cómo pasaron esos primeros años de vida después del campo de concentración?

R: Cuando Francia e Inglaterra declaran la guerra a Alemania, en septiembre del 39, yo estoy en ese campo con mamá. Allí vuelven a llegar camiones otra vez y a cargar mujeres y niños. Y en ese viaje no sabíamos el destino, y fíjate el asombro cuando las mujeres se dieron cuenta de que nos metían en una cárcel que había tenido por últimos inquilinos los presos alemanes de la Primera Guerra Mundial. Nos encerraron como si fuésemos criminales, a mujeres y niños. Y ya ves tú qué peligro representábamos para el país vecino, pero habían llegado órdenes diciendo que, como el país estaba en guerra, todo el que se encontraba sobre el territorio podía provocar disturbios. Mamá cuenta que había unos ratones gordos como conejos que se paseaban por la noche sobre nosotras porque dormíamos sobre paja. Ella se había procurado una cajita de cartón y por la noche me metía en esa cajita de cartón que se ponía encima del techo y que cubría con una rebeca de la mica que llevaba, para protegerme de esos bichos asquerosos.

La localidad de Belchite refleja el sufrimiento y la supervivencia de la Guerra Civil

P: ¿Cómo os trataron los franceses cuando salisteis de allí?

R: Quiero puntualizar siempre, porque me parece importante. Yo distingo entre las instituciones de este país y el pueblo de este país, aunque alguna gente se portó muy mal. Por ejemplo, mi madre dio su anillo de casada, que era la única joya que tenía, lo único que tenía, con lo que eso representa, y la dio por un poco de leche para mí en el campo de concentración. Es decir, hay gente capaz de quitarle a una mujer por un poquito de leche para un niño muerto de hambre. En fin. Bueno, pues eso, entre paréntesis. Y volviendo a lo importante: a pesar de todo, Francia, que tenía larga tradición democrática, tenía una escuela y unos maestros que nosotros, los niños de refugiados, sabemos lo que le debemos a esos maestros. Fue nuestra gran fortuna en este país que la escuela francesa era laica, gratuita y obligatoria. Nuestros padres no habrían podido mandarnos a una escuela de pago porque no tenían recursos y a una escuela confesional tampoco, porque tampoco eran sus ideas. Y gracias a los maestros de la República Francesa, yo creo que todos tuvimos la suerte de poder estudiar.

P: Estos relatos tienen presencia en la actualidad, ¿cómo vamos de memoria en la sociedad española?

R: Me parece que hoy en día ya se va conociendo bastante. Yo creo que el trabajo de memoria lo han empezado a hacer asociaciones de hijos y nietos. Yo, en el año 1999, recién jubilada de mi vida profesional, en Francia, en el departamento de los Pirineos Orientales, donde están los primeros campos de concentración, creé una asociación de hijos e hijas de republicanos, españoles y niños del exilio. Y a los meses hice un gran homenaje que se llamó “Cien mil luces para cien mil refugiados”. Ese homenaje yo creo que tuvo mucho eco, y a partir de ahí empezaron a crearse una multitud de asociaciones y con el mismo objetivo de recuperar la memoria, homenajear a nuestros padres, que fueron precursores de la lucha antifascista en Europa y pedir al Gobierno español verdad, justicia y reparación. Mi asociación empezó en el año 1999 y, hoy en día, pues fíjate el tiempo que ha hecho falta para que empiecen a salir tímidas leyes de memoria. Y bueno, esperemos que esta última, la Ley de la Memoria Democrática, pues pueda prosperar a pesar de los ataques que va sufriendo ya ,como en Aragón, donde la han derrotado, como en Castilla León. Pero seamos optimistas y sigamos en la lucha.

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