Crítica | ‘Mano de hierro’: otra serie española con muchas ínfulas y pobres resultados. Netflix, ¿hay alguien ahí?

La ficción creada por Lluís Quílez es una muestra dolorosa de la deriva del audiovisual en el que campa a sus anchas lo gratuito, el artificio, la falta de rigor y de ideas de peso

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En la familia Manchado, la traición se paga con sangre. (Netflix)

El modelo de Netflix (también de otras plataformas) dentro de la ficción española parece ceñirse a una serie de postulados que ya empiezan a mostrar signos de agotamiento por repetitivos: grandes repartos, mucha parafernalia, temas que se tratan de forma banal, sobreexplicación de las tramas y una sensación de entretenimiento vacío y gratuito.

Estas características se ajustan a la perfección a su nuevo producto, Mano de hierro, en la que su creador, Lluís Quílez, intenta emular los arquetipos del cine estadounidense de gángsters dentro de un espacio autóctono como es el puerto de Barcelona a través del tráfico de estupefacientes que allí desembarca.

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Un clan de mafiosos descabellado

Eduard Fernández con su gancho
Eduard Fernández con su gancho en 'Mano de hierro' (Netflix)

Lo hace a través de una familia que podría ser un trasunto de la de Uno de los nuestros aunque, en esta ocasión, sus integrantes pasarán de hacer simples trapicheos a convertirse en reyes del hampa, empuñar metralletas y erigirse en auténticos asesinos. No se explica muy bien cómo se transforman de una cosa a otra, pero eso parece dar lo mismo.

Ellos son el clan Manchado, una familia cuyos integrantes, están repletos de señas de identidad muy poco creíbles. El patriarca es Joaquín (Eduard Fernández), que después de perder una mano, la sustituyó por un gancho de hierro (que lo asemeja a villano de serie B).

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Él domina el puerto de Barcelona gracias a sus camiones de transporte y su “mano derecha” es su hermano Román (Sergi López), que es alcohólico y está enamorado de una mujer que ejerce la prostitución. Joaquín tiene dos hijos. Uno es ludópata, Ricardo (Enric Auquer) y por eso también, la ‘oveja negra’; la otra es Rocío (Natalia de Molina), que está casada con Néstor (Jaime Lorente), que intenta hacerse con el negocio mientras lleva una doble vida porque mantiene relaciones sexuales con un hombre.

Natalia de Molina y Jaime
Natalia de Molina y Jaime Lorente no dan crédito a lo que pasa en 'Mano de hierro' (Netflix)

¿Algo más? En efecto, también anda por ahí Chino Darín, que interpreta a un policía infiltrado en el puerto, y Ana Torrent, que es su jefa, y Daniel Grau, que es un mandatario de un equipo de fútbol que tiene negocios turbios con la mafia italiana. También está Salva Reina, un policía corrupto que ayuda a la familia con sus chanchullos.

Una trama desvencijada y gratuita

Nada más y nada menos. Una tremenda trama sin pies ni cabeza en la que lo arbitrario campa a sus anchas. Lluís Quílez orquesta todos estos elementos como si quisiera emular a un Brian de Palma sin talento: planos enfáticos, efectismo de manual, artificio ramplón y muchas dosis de impostura.

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Que lo que ocurra tenga algún sentido, es lo de menos. Todo resulta de lo más desvencijado, algo así como una locomotora sin frenos que no lleva a ningún sitio y está destinada a estamparse. Pero hay algo que preocupa después de ver y analizar Mano de hierro. Tendría que ver con la absoluta falta de identidad con la que se hacen muchos de los productos del audiovisual español actual, en los que no hay ningún tipo de reflexión detrás de las imágenes y que apuestan por un entretenimiento un tanto perverso, por la fanfarria inocua que se hace pasar por seria y prestigiosa cuando no deja de ser un refrito grotesco en el que no hay ideas, ni rigor, ni riesgo y todo obedece a una repetición de esquemas que se pasan por el filtro de los algoritmos para generar eso, un producto manido, en este caso estrafalario, en el que los valores de producción quieren disimular su falta de calidad.

En cuanto a los actores, intentan defender sus roles de caricatura. Eduard Fernández, Sergi López y Enric Auquer se libran de la desidia generalizada aportando un mínimo de compostura. El resto es todo material de despojo, de usar y tirar y no volver a recordar.

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