Hay una escena muy concreta a mitad de Dune: Parte Dos que es tan esencial en el avance de la trama como buen resumen de lo que es la película de Denis Villeneuve. En ella, uno de los personajes principales llega corriendo a escena y se fuerza a llorar. Sin previo aviso, sin mediar apenas palabra, sin sentir nada concreto que le pueda llevar a esa reacción fisiológica tan imprescindible para que todos sigan con sus vidas. El personaje derrama una lágrima con tal frialdad y apatía, que es imposible no sentir la mayor de la indiferencias hacia eso que está ocurriendo y que se supone debería ser un momento de lo más conmovedor. La escena, para más inri, se resuelve con un bofetón, que por otro lado puede ser la reacción que se siente más espontánea y humana dentro de una película en la que todo parece que tiene que suceder porque sí.
No es que la puesta en escena del director de películas como Incendies, Prisioneros o La llegada -películas que más o menos planificadas tenían un punto de incertidumbre durante su metraje y de sorpresa hacia el final- traicione en absoluto el espíritu de la novela original. Paul Atreides, su protagonista, es el resultado de un laborioso trabajo a lo largo de muchos años: el de la organización religiosa Bene Gesserit -quienes nunca esperan pero “siempre planean”- el de la tribu Fremen que lo cincela a la imagen del Lisan al-Gaib -su Mesías prometido- y el de su propia casa, la Atreides, que lo había preparado para ser el aristócrata perfecto y liderar el futuro linaje. Ya sea como mentat -término que designa a un humano que ha sido adiestrado a usar su mente como un ordenador avanzado-, como mesías prometido o como duque, Paul no representa algo extraordinario en la naturaleza de su palabra, sino el fruto de miles de experimentos, una máquina con forma humana y programada desde tiempo atrás para que pudiera cumplir su función. Y la película con él.
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Porque Dune: Parte Dos funciona en gran medida como reflejo de la propia naturaleza de Paul Atreides y también como gran contrapunto de su anterior entrega. Lo que en aquella se miraba con la ingenua pero curiosa mirada del personaje interpretado por Timothée Chalamet, ahora torna en algo mucho más racional y menos fantástico. En Dune (Denis Villeneuve, 2021) asistíamos a una relectura del universo de Frank Herbert, descubriendo con fascinación las arenas de Arrakis, con miedo a los sombríos Harkonnen y con entusiasmo a los Fremen, dejándonos con ganas de mucho más en su desenlace. Una película de más de dos horas y media en la que como tal no pasaba nada, pero tampoco hacía falta, pues Villeneuve demostraba su talento para sumergirnos en un mundo tan complejo y entender a cada personaje sin necesidad de que este verbalizase todo lo que pasaba por su cabeza. Dune: Parte Dos retoma en el mismo lugar, pero pronto descubrimos que ni Paul Atreides es el mismo ni tampoco el desierto de Arrakis plasmado por Villeneuve en esta nueva entrega.
Superado el impacto visual que producía su predecesora, Dune: Parte Dos sitúa buena parte de su acción sobre el desierto de Arrakis para plantear una suerte de travesía épica al estilo de Lawrence de Arabia. Pero, al contrario que en la película de David Lean, el Paul Atreides de Chalamet no es alguien dispuesto a permearse con la cultura de los Fremen, sino que sabe que estos terminarán adaptándose a él de un modo u otro, porque como bien señala el Stilgar de Javier Bardem, es el Lisan al-Gaib. La idea de dudar de sí mismo o que los Fremen cuestionen su ascenso se disipa en un par de escenas, e incluso el interesente escepticismo de Chani (Zendaya) se acaba diluyendo en pos de fortalecer su interés romántico. Ni Paul se puede permitir dudar de él mismo, ni Villeneuve dejar que su película transite por otro sendero que no sea el marcado.
Esto no significa que la película no sea entretenida o tenga momentos para lucirse: la doma de los gusanos por parte de Paul es probablemente la mejor escenificada en todas las adaptaciones de la obra de Herbert. Si algo se puede decir de la película de Villeneuve es que cuenta con mejor capacidad narrativa que la obra de David Lynch de 1984 y mejor factura técnica que la miniserie de John Harrison del año 2000. Todo está más cuidado, todo está más planificado, milimetrado al detalle, pero es precisamente eso lo que elimina cualquier rendija de sorpresa, de emoción, de iconicidad. La persona que escribe estas líneas puede recordar con claridad la estructura de Dune: Parte Dos y las ideas -sobreexplicadas en muchos casos- que van desfilando, pero tiene más dificultades a la hora de recordar algún plano que se quedase grabado en la retina o un momento que se saliese del guion pautado, que de verdad produjese algún tipo de asombro o fascinación como sucedía en la primera parte.
La lógica por encima de los deseos
Como Dune: Parte Dos está tan ligada a la nueva mirada del nuevo Paul, ahora rebautizado como el mesíanico Muad’Dib, la película tampoco se permite explorar las dualidades del resto de personajes, que son tratados desde la mayor de las superficialidades. El Stilgar de Bardem que cuestionaba la legitimidad del Imperio sobre Arrakis pasa a ser el creyente más enfervorecido de la causa y un alivio cómico cuando la película se pone demasiado seria; los nuevos personajes a cumplir su función como arquetipos -Austin Butler como el Feyd-Rautha más psicópata y sin ápice de humanidad- o directamente testimoniales -Léa Seydoux como Lady Margot o la Princesa Irulan de Florence Pugh- pero siempre engranajes funcionales en el prefabricado sistema de Villeneuve. Tan solo la Chani de Zendaya y sobre todo la Lady Jessica -ahora Reverenda Madre de los Fremen- de Reebecca Ferguson aportan algo de ambigüedad y misterio, más sugerido que escenificado.
Así pues, en Dune: Parte Dos se podría encontrar una adaptación perfecta de la novela de Herbert en cuanto a trasladar a la pantalla todo al pie de la letra. Pero lo traslada a un desierto de emociones que prioriza la acción ausente en su predecesora sobre profundizar en cualquiera de los conceptos que proponía el autor. Esto es, la guerra religiosa y política -tan pertinente en los días que corren si ponemos nuestra mirada en Palestina- o la propia situación del cine actual, al que con el tiempo otros medios y especialmente las plataformas han desplazado a una posición mucho más vulnerable. “Las películas han sido corrompidas por la televisión”, reflexionaba hace tan solo unos días el propio Villeneuve, dando a entender que su película se desmarcaba por completo de esta tendencia.
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Si el preconcebido destino de Paul/Muad’Dib bien podría tener su reflejo en la propia hiperplanificación de Dune: Parte Dos, la especia melange que contienen los gusanos de Arrakis y que es imprescindible dentro de su universo vendría a ser aquello que el cine reclama más que nunca, esa iconicidad y pregnancia que poseía antaño y que parece haber ido perdiendo con el paso del tiempo y la llegada de “nuevas tecnologías”. Pero es un problema que ni la propia película -rodada en buena medida en escenarios naturales en Jordania- termina por resolver, delegando su tercer acto en la acumulación -de acción, de virtuosismo técnico, de estrellas inundando la pantalla- que le acerca más a una película más de Marvel. Dicho sin desmerecer a esta, que por lo menos sí se había encargado de cimentar una serie de emociones y vínculos hasta llegar a Infinity War.
“Hay una tendencia. A los jóvenes les encanta ver películas largas porque, si pagan, quieren ver algo sustancial. Ansían contenidos significativos”, añadía el cineasta canadiense, poniendo de relieve esa ávida busca por una imagen que quede grabada, pero desvelando a la vez cómo él mismo ha sucumbido a esa tendencia al hablar de “contenidos” y plantear una batalla televisión/cine como si fueran incompatibles o el mejor cine en su sentido visual no se pudiese encontrar allí. Basta echar un ojo a las últimas grandes producciones de televisión y a Dune: Parte Dos para darse cuenta que las diferencias que menciona son tan indiferentes al ojo como qué casa gobierne en Arrakis a un fremen. Porque incluso antes que Villeneuve fuera proclamado como el nuevo Lisan al-Gaib recuperando la ciencia-ficción más grandilocuente, estaba el Lisan al-Gaib de Christopher Nolan con el cine de superhéroes y su trilogía de El caballero oscuro. Y, citando libremente a esta última, puede que Dune: Parte Dos sea la película que el público necesite ahora mismo, pero quizá no la que el cine merece si quiere seguir siendo un arte con futuro, y no un contenido con presente.