‘Ferrari’, o la crónica de dos hombres que tuvieron que adaptarse a los tiempos para seguir en la carrera

Michael Mann dirige este libre biopic en torno a la figura de Enzo Ferrari y sus problemas para mantener en pie la escudería

Durante el verano de 1957, el ex piloto de carreras Enzo Ferrari está en crisis. La bancarrota acecha a la empresa que él y su esposa Laura construyeron hace diez años. En esta crucial etapa, Ferrari tomará decisiones arriesgadas, y acabará apostando todo en la icónica carrera, Mille Miglia

Cuenta la leyenda que el director Luchino Visconti, autor de películas como El gatopardo o Muerte en Venecia, llenaba de ropa todos los armarios de sus películas. Cajones y cajones llenos de lujosas prendas que nunca saldrían en plano, pero que para él eran vitales de cara a que todo resultase mucho más creíble, más auténtico. Visconti era un hombre de contradicciones, un comunista criado en el seno de una de las familias más nobles de Italia, un cineasta adelantado a su tiempo en sus temas pero que nunca renegó de cierto clasicismo en sus formas. Un estilo de vida y pensamiento que resumiría a la perfección uno de sus personajes más icónicos, el Tancredi de Alain Delon: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”.

También del norte de Italia y nacido solo unos años antes que Visconti, Enzo Ferrari fue otro hombre que encarnó como nadie este discurso. No nació en una familia acomodada, pero sí con un negocio familiar que lo pudiera sustentar y abrirle la puerta a ciertas oportunidades. Tras interesarse por mundos tan diversos como la ópera o el periodismo -con el que más tarde tendría sus propias historias como propietario de Ferrari-, fue asistir junto a su padre a una carrera en Monza lo que le convenció definitivamente de que su pasión era el automovilismo. Cada uno en su disciplina, Visconti y Ferrari se convertirían en dos hombres de lo más respetados en Italia y en todo el mundo, siendo vanguardistas en el momento en el que tocaba serlo para años después convertirse en referentes clásicos de unas disciplinas en constante proceso de cambio.

Pero no sería su coetáneo Visconti quien dedicaría una película a Ferrari, sino un hombre que vivía a miles de kilómetros, que había estudiado literatura inglesa y que era descendiente de emigrantes rusos asentados en Chicago. A simple vista, Michael Mann nada podría tener que ver con Enzo Ferrari, y sin embargo su vida y su obra han tenido un recorrido curiosamente paralelo hasta que han terminado por colisionar en Ferrari, la película que el director presenta ahora en cines y que protagonizan Penélope Cruz o Adam Driver, quien se pone en la piel del piloto y posterior magnate de la famosa escudería italiana.

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Como si de una carrera inversa a lo que significa contrarreloj se tratara, Mann emplea los primeros veinte minutos de Ferrari en retratarnos cómo es Enzo Ferrari a través de su rutina matinal. Una primera marcha para una película supuestamente deportiva que en realidad nunca pretende subir las revoluciones, sino aprovechar cada frenada para explicarnos los recovecos de una de las figuras más interesantes de la Italia del siglo pasado. Como Visconti, Ferrari era un hombre de contradicciones, de hacer una cosa y decir otra, de llevar con pena el luto por su hijo y a la vez mantener una relación extramatrimonial, de querer llevar el nombre de su marca a lo más alto pero lamentándose de tener que vender coches a reyes de Oriente Medio.

Imagen de 'Ferrari'

Ganar para vender, vender para ganar

En el verano de 1957 en el que se ambienta la película, a un Enzo Ferrari de casi sesenta años se le presenta una gran encrucijada. Como empresa, Ferrari ha dejado de ser rentable, y como escudería está cerca de ser superada por otras como Ford, Maserati o Jaguar. Su única opción pasa por buscar aliados fuera, encontrar un socio con el que incrementar la producción de la fábrica y de paso aumentar los ingresos para poder mejorar los coches de competición. Contra las cuerdas pero con la templanza con la que lo retrata Mann, Ferrari le espeta a su contable: “Jaguar gana carreras para poder vender coches. Nosotros vendemos coches para poder ganar carreras”.

Esa frase, que expone a la perfección la filosofía de Ferrari, bien podría haber salido de la boca de Michael Mann, un hombre que a sus 81 años apenas ha realizado 13 largometrajes. Entre ellos algunos de los títulos clave de los años 90 -El último mohicano, Heat o El dilema- pero proyectos que ha trabajado con sumo detalle y que le han llevado una gran cantidad de tiempo, esfuerzo y, por qué no decirlo, también de dinero. Sirva de ejemplo precisamente el último de ellos, un libre biopic en torno a Ferrari en el que ha invertido más de 20 años y que ha pasado por todo tipo de etapas con sus respectivos cambios de productores, guiones e incluso de actores hasta poder pisar finalmente el acelerador. Un proceso lleno también de concesiones como las que haría Enzo Ferrari con su esposa, con su amante, con su contable y con sus rivales, pero al finy al cabo sacrificios necesarios para un bien mayor. O eso pensaban ambos.

Porque antes de convertirse en un cineasta de la vieja guardia, Michael Mann fue uno de los grandes vanguardistas de su tiempo. Ya desde el principio se atisbó su ambición y perfeccionismo, pues hasta su primera película, un filme rodado para televisión que llevaba por nombre The Jericho Mile, la rodaría con total maestría y gran verosimilitud, adentrándose en una cárcel real e incluso filmando en celuloide para que su éxito se pudiese extender a las salas más allá de la pequeña pantalla. Tras ella vendría su primera película pensada directamente para cines, Ladrón, en la que su pasión por los personajes solitarios e incomprendidos, el azul eléctrico y sobre todo el rodar de noche se harían palpables. Mann empezaba a desarrollar su propio estilo, pero como el Enzo Ferrari que se escindiría en dos personalidades tras dejar de ser piloto para convertirse en empresario, habría un Mann antes y después de la llegada del cine digital.

Imagen de la película 'Ferrari'

El esteticismo de las luces de neón y la música sintética de los ochenta daría paso a al realismo crudo de los noventa, ejemplificado en la secuencia del tiroteo de Heat, una de las más celebradas en el cine de acción reciente y que serviría de influencia fundamental a posteriores directores, como Christopher Nolan. Pero con el cambio de siglo Mann buscaría seguri adaptándose a los nuevos tiempos, y empezaría a familiarizarse con el cine digital en detrimento del celuloide, siendo uno de los primeros grandes directores en probarse con el por entonces novedoso formato. Mann empezó a experimentar con la tecnología digital en Ali (2001), pero especialmente en Collateral (2004) y Corrupción en Miami (2006), su nueva versión de la historia y los personajes con los que se había hecho un nombre en televisión.

En este Mann digital el realismo y la verosimilitud primaban más que nunca, pero sin por ello renunciar a retoques digitales, imágenes borrosas, la cámara en mano o una profundidad de campo que dejaría anonadado al mismísimo Orson Welles. Un constante cambio de marcha entre imágenes ultranítidas y desenfoques con el único objetivo de que el cine pasase a una nueva dimensión, la de poder traspasar los sentidos del espectador en una carrera por sumergir a este lo máximo posible en la película. Pero cuanto mayor era la intención de Mann por acercarse a este supuesto realismo, más se alejaban sus propiuestas del público, primero con Enemigos públicos y sobre todo con Blackhat, amenaza en la red, con la que se llevó un gran batacazo en taquilla, a pesar de que le modificaran en gran medida la película que originalmente había concebido y tuviera que lanzar su propio montaje tiempo después.

Imagen de 'Blackhat, amenaza en la red', en la que Mann lleva el cine digital a su máximo esplendor

Lo importante no es llegar a la meta, sino hacerlo con estilo

Más de ocho años después del choque de Blackhat, y después de veinte años preparando un proyecto que ha pasado por un montón de manos y otros tantos actores, Mann ha llegado a los cines con Adam Driver y Penélope Cruz como pilotos del bólido Ferrari. Y lo ha hecho conservando su estilo intacto, manteniendo su apuesta por personajes poliédricos -no solo Enzo, sino también la esposa despechada de Penélope Cruz o la amante que se niega a ser “el cliché de la italiana que grita” de Shailene Woodley- y por un digital impoluto, ya sea para plasmar un corrillo de periodistas italianos o el vértigo de una carrera en la que está en juego toda una compañía.

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No es casualidad que Ferrari se ambiente en 1957 y que la única carrera que veamos sea la Mille Miglia, una carrera extenuante, llena de curvas, mal asfaltada, con un público no siempre entregado y que, por supuesto, arranca de noche y termina con un gran accidente. Una carrera que sería el punto de inflexión para Enzo y su compañía, y una carrera que también puede ser el último testamento de toda una leyenda viva del cine como Michael Mann, quien ha vivido lo suficiente como para verse convertido de director vanguardista a viejo dinosaurio que sigue haciendo las mismas películas de siempre, sobre hombres atormentados incapaces que tienen que cambiar sus valores para adaptarse a los nuevos tiempos. Pero como Ferrari y como Visconti con los cajones llenos de ropa que nunca se vería, aquí es más importante la confianza en un estilo que todo lo demás. Ellos cambiaron para que nada cambiase, y si la historia del automovilismo ha podido poner en valor el legado de Enzo Ferrari, tan solo es cuestión de tiempo que el cine pueda poner a Michael Mann a la misma altura.

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