Los familiares de una persona fallecida, cuando reciben una herencia, tienen que hacer frente a una serie de trámites y pagos. Las gestiones pueden llegar a extenderse durante meses y en algunos casos el procedimiento se acaba convirtiendo en un auténtico caos. Los tiempos se pueden prorrogar todavía más cuando no existe testamento. Cuando una persona fallece sin dejar por escrito cómo quiere que se haga el reparto, los bienes se dividen tomando como referencia las normas de distribución vigentes en cada país.
Por sorprendente que parezca, cada vez son más los ciudadanos que prefieren no organizar con demasiada antelación el reparto de sus bienes y derechos. El testamento no solo supone un ahorro de tiempo y trámites para los herederos, sino que también evita problemas y deja claras las últimas voluntades de la persona causante. Los familiares pueden recibir igual su parte correspondiente de la herencia sin necesidad de presentar este documento, no obstante, el proceso suele ser más engorroso de lo habitual. En caso de que los descendientes más cercanos rechacen su parte del legado, las propiedades pueden acabar en manos de otros parientes e incluso del Estado.
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La sucesión legítima entra en juego cuanto el reparto de la herencia se desconoce por la falta de un testamento. Lo primero que tienen que hacer los herederos de una persona que no ha dejado testamento es acudir al Registro General de Actos de Última Voluntad, donde un notario confirmará que realmente no existe ningún escrito. El plazo para pedir esta información es de 15 días hábiles desde la fecha del fallecimiento. El viudo de la persona fallecida tendrá derecho al usufructo de una tercera parte de la herencia. El importe restante se repartirá tomando como referencia una escala sucesoria, de acuerdo con lo establecido en el reglamento vigente.
Los parientes lejanos también pueden heredar
El Código Civil recoge que “la sucesión legítima tiene lugar cuando uno muere sin testamento”, pero también contempla otras posibilidades, como la “falta de herederos testamentarios”. En cualquiera de los casos, los bienes y derechos de la persona causante pasan a manos de su pareja, sus descendientes e incluso sus parientes lejanos. Si todos ellos rechazan la transmisión, las propiedades quedan bajo control del Estado.
Los hijos heredarán “por cabezas”, es decir, por partes iguales. Los descendientes, en cambio, lo harán “por estirpes”, es decir, por partes iguales en función de lo que le hubiera correspondido a su padre y/o madre. Si todos los descendientes directos han fallecido y solo sobreviven los nietos de la persona causante, el reparto se hará “por estirpes”. Cuando el difunto no tiene hijos, recibirán su herencia los ascendientes, es decir, sus padres y abuelos. En su defecto, los bienes y derechos acabarán en manos de la pareja de hecho, aunque si tampoco existe, los hermanos del fallecido recibirán la herencia a partes iguales. La línea sucesoria sigue con los tíos carnales, sobrinos y primos de la persona causante. Los parientes lejanos, como los tíos y sobrinos segundos, son el último eslabón de la cadena antes de que la herencia acabe en manos del Estado.