El Plan Especial de Protección de la Muralla de Madrid, aprobado por el Ayuntamiento en abril, ha hecho que muchos descubriesen la existencia de este vestigio medieval. Sus primeras piedras fueron puestas por los árabes en el siglo IX y poco a poco la ciudad se las ha ido comiendo hasta dejarla prácticamente oculta.
Conocerla y estudiarla exige callejear siguiendo las pistas que dejan los nombres de las avenidas y las placas conmemorativas, colarse en comunidades de vecinos y adentrarse en los baños de bares y restaurantes construidos sobre los restos medievales de la ciudad. Una ruta que no todos conocen y que ha guiado paso a paso el historiador Eduardo Jiménez Rayado.
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“Madrid tiene un problema con su pasado medieval”
La visita empieza en el Parque del Emir Mohamed I, tras la catedral de la Almudena. Para defenderse de las conquistas cristianas, este líder del emirato de Córdoba decide reorganizar la frontera de su territorio. En una colina de la meseta central, Mohamed I construyó un castillo sobre el que se iría formando poco a poco la medina de Mayrit, es decir, Madrid. Como medida de protección a la nueva población, empieza a construirse en el siglo IX una muralla.
De esa primera edificación, que alcanzó en su momento las cuatro hectáreas, se alzan en este parque -que solo abre los fines de semana- 120 metros de muralla, la porción más grande y mejor conservada.
“Madrid tiene un problema con su pasado medieval”, reflexiona Jiménez Rayado, una dinámica que remonta hasta Felipe II, que trasladó su corte a la actual capital.
Era una ciudad pequeña, no había grandes señores para hacerle sombra, pero “era bastante pobre y no se ajustaba a los ideales de grandilocuencia de los Austrias”. Así, se inició una reforma que, durante siglos, ha barrido prácticamente todo vestigio medieval.
“La muralla se tapa con el palacio de Malpica hasta que el siglo XX se tira (por estar en ruinas) y apareció esta muralla”.
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Tras su descubrimiento, fue declarada Patrimonio Histórico-Artístico en 1954. “Eso le da una especial protección: hay que cuidarla, conservarla, no se puede destruir”, explica el historiador.
Sin embargo, si uno camina por la Cuesta de Ramón hasta su número 5 descubrirá que en los años 70 no se cumplió este precepto. Entre los restos medievales se alza un edificio de nueve plantas considerablemente más moderno. Un complejo de viviendas en el que todavía puede apreciarse la reliquia árabe.
Los jardines del Palacio Real encubren más restos del antiguo Madrid. La construcción del parking Plaza de Oriente dejó vislumbrar en los años 90 un conjunto de pozos y norias hidráulicas, utilizados para regar los antiguos huertos de la ciudad. De ello solo se conserva la atalaya islámica. Las ruinas de esta torre se mantienen en la primera planta de este aparcamiento, entre coches, tras un cristal protector y con un cartel informativo poco legible.
El último trozo visible de la muralla de Mohamed I se encuentra a resguardo en la Galería de las Colecciones Reales. Pero la historia no se olvida tan fácilmente y aun en el callejero madrileño pueden encontrarse nombres y placas que conmemoran las antiguas puertas de entrada.
Entre bares y viviendas de la calle Cava Baja
La declaración de la muralla como monumento histórico ha dejado varios solares de propiedad privada, que contienen sus restos, sin opción a edificar. Ahora el Ayuntamiento planea recuperarlos y construir en ellos parques públicos. Pero el estado actual es muy distinto pues, antes de considerarse patrimonio, Madrid ya había crecido.
Una vez el reino taifa de Toledo pasó a manos cristianas, el rey Alfonso VI llevó a cabo una ampliación de la muralla madrileña, que se extendió entre los siglos XI y XII. La fortificación alcanzó las 33 hectáreas pero en 1212, con la batalla de Navas de Tolosa, la frontera de Castilla llegó hasta Despeñaperros, por lo que la muralla perdió su papel defensivo y comenzó a integrarse en los edificios de la ciudad.
Es una práctica habitual en muchas ciudades que, de hecho, ha ayudado a la conservación de estos restos medievales, explica Jiménez. “Y antes, curiosamente, eran (viviendas) de familias pobres, que utilizaban el lienzo de la muralla para hacer el muro de sus casas”, puntualiza.
Sus restos sirvieron, por ejemplo, de muro maestro al Palacio del Marqués de Villafranca (siglo XIX), que hoy alberga la Real Academia de Ingeniería, en pleno barrio de La Latina. Actualmente, sus piedras guían a los visitantes hasta los servicios masculinos, bajo los que se ocultan los antiguos canalizadores de agua.
Gracias a esta técnica, las paredes de la muralla han acabado dentro de edificios de viviendas o en sus fachadas exteriores, muchas veces confundidas con escombros. Los bares de la Cava Baja y las cafeterías de la calle Espejo también cuentan con sus muros en su interior.
Mientras, los pocos pasajes intervenidos y rehabilitados dejan que desear para Jiménez. Son en su mayoría porciones valladas, algunos sin acceso al público y con paneles informativos complicados de leer en la distancia. “Es difícil saber que es una muralla”, critica el historiador.
Recuperar un pasado desconocido
Madrid siguió creciendo, construyéndose sobre los muros que una vez la defendieron y, poco a poco, olvidando su legado medieval. Para Jiménez, la ciudad “tiene un problema con su propio pasado en cuanto a que es desconocido”. Al convertirse en sede de la corte, buscó construir “un nuevo pasado acorde a los tiempos”, lo que supuso “pervertir en cierta manera el pasado real”.
Asimismo, es una ciudad grande y el legado medieval se ubica en el centro “que ha ido reconstruyéndose miles de veces”. ”Muchas veces las estructuras antiguas son un problema para el crecimiento”, reflexiona.
Sobre el nuevo proyecto del Consistorio (sin fondos asignados aún), Jiménez opina que “toda nueva intervención es positiva”, pero habrá que esperar a ver los resultados -aunque “peor que esto (el estado actual) no puede ser”. “Espero que al menos la gente reconozca algo de su pasado”, concluye.