Nuestros pensamientos se rigen por la asociación de conceptos. Vemos una imagen o escuchamos un término e, inmediatamente, nuestro cerebro responde con otras imágenes o palabras asociadas, es decir, con todo lo que vinculamos a ese estímulo que acabamos de recibir. Y esto está vinculado al aprendizaje que tenemos desde niños en el colegio y a lo largo de la vida adulta cuando nos relacionamos con el resto de mundo. De manera que si escuchamos o leemos el término “campos de concentración”, rápidamente en nuestro interior surgirán palabras como exterminio judío, nazis, Auschwitz, Alemania. Y al mismo tiempo, recordaremos imágenes de películas y libros, como El Diario de Ana Frank, El niño con el pijama da rayas o La vida es bella. Aquellos que hayan viajado a Alemania y visitado alguno de estos lugares, rescatarán de su memoria la sensación que sintieron al recorrer aquellos parajes de horror. Sin embargo, la mayoría no asociará los campos de concentración con España, a pesar de que forman parte de nuestra historia y de que hubo casi 300 repartidos por todo el territorio.
Si intentan hacer memoria, y recordar lo que estudiaron sobre la Guerra Civil en el instituto, e, incluso en la universidad, no podrán acceder al recuerdo de los campos de concentración españoles en el temario, porque no está. Es una parte olvidada de la historia, una que no se estudia y que no se desempolvó hasta que Javier Rodrigo realizó un estudio en el que catalogó hasta 188 campos de concentración en todo el país y hasta que el periodista Carlos Hernández publicó un libro con la investigación que había llevado a cabo durante tres años, donde recopilaba más información sobre estos lugares borrados.
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En Los campos de concentración de Franco (2019), Hernández estima fueron entre 700.000 y un millón de españoles los que estuvieron recluidos en estos recintos. Andalucía fue la región que albergó más con un total de 52 campos, seguida de la Comunidad Valenciana con 41, Castilla la Mancha con 38, Castilla y León con 24, Aragón con 18, Extremadura con 17, Madrid con 16, Cataluña con 14, Asturias con 12, Galicia y Murcia con 11, Cantabria con 10, Euskadi con 9, Baleares con 7, Canarias con 5, Navarra con 4, La Rioja con 2 y Ceuta, junto a las antiguas colonias españolas en el norte de África, con 5. En la página web de loscamposdeconcentraciondefranco.com, se puede consultar un mapa donde se muestra la ubicación de cada uno de ellos.
El primero fue el de la ciudad de Zeluán, en el antiguo Protectorado de Marruecos, abierto el 19 de julio de 1936, y el último fue cerrado en Fuerteventura a finales de los años 60, sin embargo, tras el fin de la Guerra Civil, muchos de ellos cerraron. Los que permanecieron abiertos, se reinventaron para dar una mejor imagen de cara al Europa y al resto del extranjero, y para eso era vital emitir una imagen propagandística de respeto de los derechos humanos.
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Murieron miles de personas en ellos, aunque como explica el periodista en la web, “resulta imposible dar una cifra real de los hombres y mujeres que perecieron en los campos de concentración franquistas” porque “no quedó constancia documental de los miles de prisioneros que fueron asesinados extrajudicialmente”. Muchos otros también morían a causa del hambre y de las enfermedades por la condiciones insalubres e inhumanas en las que vivían los presos.
De nuevo, al pensar en campos de concentración, nos vienen las imágenes y secuencias de películas que hemos visto de la Alemania nazi, con terrenos al aire libre cercados por barracones rodeados de alambradas y chozas de madera donde se hacinaban los presos durante la noche. En España, solo algunos de los campos levantados por el ejercito sublevado compartían características similares a los de Alemania. Para el resto, se habilitaron en plazas de toros, conventos, fábricas o campos deportivos, que ha día de hoy, se utilizan con su fin inicial sin saber los horrores que albergaron.
Según Hernández, ninguno de los presos había sido juzgado ni acusado formalmente. La mayoría de ellos eran combatientes republicanos y militantes de izquierdas que habían sido aprisionados tras el golpe de estado.
Obligados a trabajos forzosos
En su libro, Hernández denuncia que muchos de los presos fueron condenados a trabajos forzosos. Los que secuestraron durante la guerra tuvieron que cavan trincheras y, tras el fin de la contienda, se encargaron de las labores más duras de reconstrucción de pueblos o vías.