Hace tres años se publicó Un amor, de Sara Mesa (Anagrama) y se convirtió en uno de esos pequeños fenómenos editoriales cargados de polémica. En su mayoría, las discusiones tenían que ver con el tema de la mujer, de su consentimiento ante los estándares heteropatriarcales y de lo que supone un cuelgue sexual.
Sara Mesa componía un espacio asfixiante repleto de hombres que pretendían dar clases magistrales de supervivencia en el entorno rural a una mujer que había decidido por voluntad propia alejarse del mundanal ruido. Eso que ahora llamamos mansplainging y que ha existido toda la vida, solo que ahora somos más consciente de ello.
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Una adaptación complicada
La adaptación de Un amor no era fácil. ¿Cómo escenificar que un hombre que llama a tu puerta te pida sexo a cambio de arreglarte las goteras del techo? En ese contexto surge esta película en la que Isabel Coixet intenta llevarse a su terreno este material y compone una de las películas más sobrias de su carrera, meticulosa en cada plano, minimalista, precisa en el encuadre, en los fuera de campo, pero a pesar de esa destreza en la forma, nada termina de funcionar.
En primer lugar, todo lo que se refiere a ese cúmulo de personajes masculinos que rodean a Nat, la protagonista (Laia Costa), en su mayoría por su carácter subrayado, llegando a extremos grotescos en las apariciones del casero que interpreta Luis Bermejo o simplemente perezosos los de Hugo Silva.
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Hay algo impostado en el conjunto, como si la peripecia que atraviesa la protagonista no fuera creíble en ningún momento, pero quizás lo más equivocado sea el tono. En la novela se respiraba una atmósfera malsana, nociva, en este caso no encontramos esa incomodidad ni esa extrañeza. Solo una sensación de descompás.
Las aportaciones de Coixet que no estaban en la novela, como que Nat fuera traductora y se quedara devastada por el relato de una mujer que había sufrido violencia en su país de origen, resultan demasiado inconsistentes para convertirse en el motivo de la fractura y el bloqueo que obligan a la protagonista a marcharse a un pueblo perdido sola. Tampoco las escenas románticas y los paseos por el monte entre Nat y el alemán (Hovik Keuchkerian) resultan creíbles y, sobre todo, son totalmente innecesarias para explicar la obsesión que ella sentirá después hacia él.
No estamos ante una película orgánica en la que todos los elementos se integren, sino que cada uno parece ir por separado, como la pareja ideal compuesta por Ingrid García Jonsson y Francesco Carril, o el baile final de la protagonista a modo de liberación que parece más un capricho a modo de pegote.
¿Laia Costa está bien? Siempre está bien, aunque es cierto que comienza a repetir ciertos tics que podrían pasarle factura si no cambia de registro. En cuanto a Keuchkerian podría haber sido la revelación de la película si no fuera porque su personaje está mal construido.