“Una decepción, Poirot parece cansado y también el propio libro”; “la narración es muy pobre: plagada de cabos sueltos, personajes no desarrollados y mantiene solo un poco el interés del lector”; “da la sensación de ser algo hablado en una grabadora, transcrito sin editar y que nunca se hubiera leído después”. Estas son algunas de las críticas que recibió Las manzanas (Hallowe’en Party, 1969) de Agatha Christie, publicada cuando esta rondaba ya los 80 años y que se convertiría en una de sus últimas novelas publicadas en vida, ya que fallecería seis años después con el lanzamiento de Telón (Curtain, 1975), el último caso de su personaje más ilustre, Hércules Poirot. Aquellas malas críticas iban acompañadas de cierta indulgencia y compasión por una señora que otrora había dado tantas alegrías al misterio: “Es una decepción... pero la señorita Christie puede ser perdonada por una decepción”.
El mayor misterio que se plantea 54 años después de aquellas malas críticas de Las manzanas, no es si realmente los críticos tenían razón en cuanto a la anciana y presuntamente poco inspirada Christie, sino qué llevaría a otro creador con una larga trayectoria a sus espaldas a adaptar este material de dudosa calidad. Kenneth Branagh, conocido por adaptar al cine grandes obras de su querido William Shakespeare como Hamlet o Enrique V, fijó hace unos años su mirada en la novelista británica, y de este nuevo ataque de inspiración por parte del director de Belfast surgieron Asesinato en el Orient Express y Muerte en el Nilo, estrenadas en 2017 y 2022, ambas con guion de Michael Green (Linterna verde, Logan). Tras un gran éxito de la primera entrega y un modesto resultado de la segunda, Branagh sorprendía escogiendo Las manzanas para esta tercera entrega, rebautizada ahora como Misterio en Venecia y de nuevo con él al frente del reparto como el detective Poirot.
Las manzanas estaba ambientada en Woodleigh Common, en la campiña inglesa, y presentaba a una serie de miembros de la burguesía británica asistiendo a una fiesta de Halloween en casa de la rica Rowena Drake. Allí, una joven llamada Joyce Reynolds afirmaba haber presenciado un asesinato, antes de aparecer ahogada en un cubo de manzanas al concluir la fiesta, desencadenando la llegada del detective Poirot para investigar el caso. Si hasta ahora a Branagh le había funcionado seguir más o menos al pie de la letra a Agatha Christie en sus dos anteriores entregas, en Misterio en Venecia el cambio no solo es de ciudad, sino también de buena parte de los personajes, resolución del conflicto e incluso de tono, llevado aquí por momentos más hacia el terror y el suspense que al misterio tradicional del whodunnit. Un riesgo a correr por un material tan cuestionado pero que acaba siendo probablemente el único que toma el director en toda la película.
Poirot ante la amenaza en la sombra
En Misterio en Venecia han pasado varios años de los acontecimientos de los anteriores filmes, con un Poirot (Kenneth Branagh) que ha abandonado su cargo de detective y se ha retirado en una Venecia que apenas comienza a salir de la Segunda Guerra Mundial, fría, inhóspita, misteriosa... pero plagada de turistas y americanos dispuestos a convertirla en una atracción de feria más. En un antiguo palazzo con su propia historia terrorífica detrás, Rowena Drake (Kelly Reilly) celebra una benéfica fiesta de Halloween, a la que invita a sus amigos para celebrar una sesión de espiritismo y poder descubrir qué ocurrió con su hija, muerta en extrañas circunstancias unos meses antes. Ariadne Oliver (Tina Fey), una popular escritora de misterio que atraviesa una etapa de decadencia, convence a Poirot para desenmascarar a la médium que va a la fiesta.
La ambientación en Venecia, ciudad emblemática para el cine de terror gracias a películas como Amenaza en la sombra (Nicolas Roeg, 1973), y orientar la trama hacia una sesión de espiritismo con apariciones, voces en la cabeza de Poirot y demás ilusiones hacían pensar que un salto al terror podría darle una nueva cara a la saga. Pero, una vez concluida la sesión inicial a cargo de Joyce Reynolds (interpretada por la reciente ganadora del Oscar, Michelle Yeoh), los posibles misterios y acertijos son sustituidos por unos sustos y golpes de efecto tan aleatorios como poco efectivos.
Branagh prescinde de los callejones de Venecia y le da toda la libertad a Haris Zambarloukos, su director de fotografía, para explorar cada recoveco del decadente palazzo, que sitúa la película en un terror más claustrofóbico y de protagonista presa de sus propias alucinaciones, como en Los otros de Alejandro Amenábar o Suspense de Jack Clayton, pero tirando de esos planos aberrantes, juegos de espejos y grandes angulares que podrían remitir a Plan diabólico (John Frankenheimer, 1966). Recursos que logran generar esa sensación de contrariedad y hacernos creer por unos momentos que el ingenioso Poirot no tiene el control de la situación por primera vez en su vida, pero en detrimento de todas aquellas cosas que hacían funcionar las películas anteriores y que formaban parte de la idiosincrasia de Agatha Christie.
Los juegos de luces y sombras de nada sirven si no hay una amenaza detrás que genere inquietud, y las dudas de Poirot de nada sirven si no hay alguien de quien sospechar realmente. En Misterio en Venecia todos son sospechosos, pero no porque tengamos la suficiente información de ellos y podamos intuir sus posibles móviles de asesinato, sino porque resultan tan insulsos y sus historias son narradas tan a cuentagotas que podría ser cualquiera como podría no ser ninguno y que todo fuera fruto de una irónica casualidad -como sucedía en una curiosa película de terror reciente-. Porque la mayoría de los personajes son olvidables, carentes de interés más allá de su utilidad dentro de un relato que parece únicamente encaminado al final sin querer disfrutar del proceso de Cluedo que suele hacer tan emocionante estas historias.
Ni los chascarrillos a medio gas de Tina Fey ni la presencia de Michelle Yeoh levantan una película que podría haber aprovechado la poca fama de sus rostros a su favor —un hándicap de las adaptaciones de Agatha Christie siempre ha sido el baile de estrellas que distraían del propio misterio— y, sin embargo, genera la mayor de las indiferencias. Para cuando llega a su final poco importa quién hizo qué y por qué lo hizo, tan solo el alivio de salir del angustioso y lúgubre palazzo con la lección aprendida: puedes intentar cambiar todo lo que quieras un material original, pero de nada sirve si lo haces de la misma manera en la que se fracasó previamente.
A pesar de sus intentos, Misterio en Venecia resulta francamente decepcionante, pues como Las manzanas aduce de esa misma narración pobre y enmarañada, de esos personajes poco desarrollados y de un montaje que parece haberse hecho del tirón sin haberse revisado después. No sabemos si Poirot seguirá lo suficientemente cansado o estará listo para una última historia en forma de Telón, pero desde luego Kenneth Branagh, como le sucediera en su día a la señorita Christie, ya no está para muchos sustos. Solo queda una pregunta por resolver, ¿merece él también el perdón?