El asalto al expreso de Andalucía: asesinato, robo y suicidio para saldar una deuda

Hace un siglo, dos asesinatos para robar dinero y joyas del tren que unía Madrid con las capitales andaluzas suscitó un gran escándalo en plena dictadura de Primo de Rivera

El coche correo del expreso de Andalucía a su llegada a Córdoba. (Archivo)

Santos Lozano León y Ángel Ors Pérez eran los encargados del coche del correo del expreso de Andalucía la fatídica noche del 11 de abril de 1924. Ellos dos son los responsables de asegurarse que la correspondencia que viaja a bordo de ese tren, que unía Madrid con las ciudades del sur del país, llegue a sus destinatarios. Se trata de documentación privilegiada, certificados y pliegos de valores para las capitales andaluzas y norte de África, así como despachos precintados del extranjero llegados desde la frontera con Francia con destino a Gibraltar y Tánger. Entre dinero y joyas, ese ferrocarril, en concreto el vagón del correo, transportaba más de un millón de pesetas, una gran fortuna para la época.

Lozano, de 45 años y Ors, joven de 30 a quien no le tocaba trabajar esa noche pero accedió a cambiarle el turno a un compañero, eran conscientes de lo que resguardaban. Quizá por eso no les sorprendió que, a la altura de la localidad madrileña de Aranjuez, otro oficial de correos les advirtiera de que había sospechas de un posible asalto esa noche. Así, no tuvieron inconvenientes de permitir que José María Sánchez Navarrete, el guardia en cuestión, se sumara a ellos para reforzar la seguridad del coche junto a otras dos personas: Antonio Teruel López y Francisco de Dios Piqueras. Ellos no lo sabía, pero acababan de cometer un error que les costaría la vida.

Navarrete era un aficionado a la cocaína, adicción que lo había llevado a deberle dinero a más de una persona. Uno de sus acreedores era Honorio Sánchez Molina, hombre de negocios, adicto al juego y que había sido candidato a la concejalía de Madrid. Al no recibir el dinero que le había prestado a Navarrete, le propuso el asalto y le prestó una pistola.

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Con el tren ya nuevamente en movimiento, a medio camino entre Aranjuez y Alcázar de San Juan, Teruel aprovechó un momento de distracción para asestarle dos golpes con las pesadas tenazas de marchamar a Lozano, quien nunca más se levantaría. En cambio, Ors fue un hueso más dura de roer y se enzarzó en una pelea a la que Teruel pondría fin con un certero disparo. Sin tiempo que perder, Navarrete, Piquera y Teruel destriparon sobres y paquetes, pero era tal su atolondramiento que se dejaron algunos de los envíos de mayor valor. El botín: 18.000 pesetas en metálico y joyas.

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Cerca de las 11 de la noche, antes de que el convoy ingresase a la siguiente estación, los criminales saltan del vagón. Allí los esperaba el cuarto miembro de la banda, Pildorita -llamado así por su afición a las pastillas-, que los aguardaba con un taxi para regresar juntos a Madrid. Nadie sabrá lo ocurrido en el coche correo hasta que el tren no llegue a Córdoba. Para ese entonces, los ladrones ya se habían repartido el botín -incluida la parte de Sánchez Molina- en el domicilio de Teruel, ubicado en el 105 de la calle Toledo. La banda de asaltantes, que celebraban lo bien que les había salido el crimen, desconocían que su -posiblemente ruidosa y festiva llegada a la vivienda- había llamado la atención del sereno de la calle.

Escándalo social

Los brutales asesinatos de Lozano y Ors provocaron un gran escándalo en una sociedad aparentemente acostumbrada al orden y sometida a la dictadura de Primo de Rivera. Esto desencadenó, según relatan Eladio Romero y Alberto de Frutos en su libro En la escena del crimen, un operativo sin precedentes en el que la policía activó a todos su confidentes. Así fue como Constantino Fernández, el sereno de la calle Toledo, puso a los agentes sobre la pista correcta. Cuando la policía llegó a la vivienda de Teruel solo encontró a su mujer, cuyas respuestas no fueron del todo convincentes y terminó encarcelada.

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Teruel, que se había escondido en el guardillón de la casa, no pudo soportar el arresto de su esposa ni la presión que suponía el cerco que las fuerzas de seguridad habían impuesto sobre su domicilio. Sintiéndose rodeado, se quitó la vida. Su cuerpo, con un tiro en la sien, fue hallado en la cama de su dormitorio, en cuya estructura metálica se encontró parte del dinero robado. Al enterarse de la muerte de su marido, la detenida comenzó a delatar al resto de los implicados y los arrestos no se hicieron esperar.

Tan solo dos días después de haberse llevado a cabo el crimen, la dictadura decretó que los atracos a mano armada pasaran a considerarse delitos militares y por tanto quedan bajo esa jurisdición. Esto hizo que los detenidos fueran juzgados de inmediato en consejo de guerra, que tuvo lugar casi de inmediato, el 7 de mayo, en la cárcel Modelo de Madrid. El mismo concluyó a la medianoche: muerte por garrote vil para Sánchez Navarrete, Sánchez Molina y Piqueras; veinte años de prisión para Pildorita y absolución para la viuda de Teruel.

Navarrete fue el último en ser ejecutado y hubo que llevarlo a rastras hasta el único palo que aún no había sido utilizado en la madrugada del 8 de mayo. Al sentarse, juntó las manos para rezar y pidió que no le hicieran daño. El verdugo sólo atinó a cubrirle el rostro y ejecutó la sentencia.

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