El crimen del capitán Sánchez, su hija prostituta y el empresario de Madrid que se fue por el váter

Rodrigo García Jalón fue asesinado por quien estaba llamado a ser su suegro, debido a los celos que este sentía por su hija María Luisa

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Rodrigo García Jalón (Archivo)
Rodrigo García Jalón (Archivo)

Alcalá 15. Esa es la dirección del majestuoso Casino de Madrid, el último lugar donde se lo vio con vida al Sr. J, empresario teatral y comerciante de joyas de la España de principios del siglo XX. Aquel 3 de mayo de 1913, J. dejó al cajero del elitista establecimiento la pequeña fortuna de nada más y nada menos de 5.000 pesetas a cambio de una ficha de juego porque, según detallaría el empleado a la policía horas más tarde, “no deseaba llevar tanto dinero en efectivo encima”. Hasta el día de hoy se desconoce si el acaudalado jugador logró duplicar -o al menos incrementar- el valor de su apuesta.

Tan solo un día después, en horas de la tarde, un muchacha “de rostro agraciado y exuberantes formas” se presentó en el casino para cobrar la ficha del Sr. J. Sin embargo, el cajero había recibido la orden de no pagar bajo ningún concepto a nadie que no fuera socio del establecimiento por lo que la señorita regresó a su casa con las manos vacías. No obstante, cuando el hijo del Sr. J, quien resultó llamarse Rodrigo García Jalón, denunció la desaparición de su padre, la joven con en poder del resguardo de las 5.000 pesetas se volvió la principal sospechosa de un posible crimen, especialmente, porque su vástago sabía que su padre, con fama de mujeriego, mantenía una relación con una jovencita.

De esta manera, las indagatorias efectuadas por la recién creada Brigada de Investigación Criminal confirmaron que la persona que había intentado cobrar las pesetas de García Jalón era María Luisa Sánchez López, jovencita que vivía junto a su padre, el capitán Manuel Sánchez López, quien era un empedernido jugador que siempre estaba necesitado de dinero. Ambos se volvieron los principales sospechosos de la policía.

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De acuerdo a lo que relatan Eladio Romero y Alberto de Frutos en su libro En la escena del crimen, las investigaciones policiales permitieron descifrar que el capitán había incitado a su hija a la prostitución desde los 14 años, por lo que había llegado a tener que abortar por lo menos en dos ocasiones. Incluso se rumoreaba que alguno de estos embarazos había sido fruto de las relaciones incestuosas entre padre e hija.

Cuando los agentes se personaron en el domicilio del capitán Sánchez se percataron que el domicilio olía a putrefacción por lo que decidieron inspeccionar el alcantarillado por el que desaguaba la vivienda. Los restos humanos que descubrieron horrorizó a toda la sociedad madrileña de la época, la cual no se perdía detalles del caso a través de la prensa. Tras allanar la casa del capitán, detrás de un escondrijo en la pared, se hallaron ropa de varón, un martillo, un machete, un hacha y más restos humanos. Sánchez, héroe de la guerra de Cuba, negó ser el asesino de García Jalón pero, su hija, terminaría por confesar lo sucedido.

Un pretendiente para María Luisa

Tras más averiguaciones, la policía se enteró que el empresario madrileño se había encaprichado con María Luisa tras haberla conocido en un café. Al crecer la relación y conocer las penurias que pasaba la familia de su querida se ofreció a ayudarlos pero al presentarse en el domicilio de su suegro, quien estaba cegado por los celos de que su hija se hubiese enamorado de otro hombre, fue asesinado a martillazos. El cuerpo fue troceado con un hacha, las partes blandas arrojadas al retrete o quemadas en la cocina y lo huesos emparedados. Horas más tarde, el capitán cometería el erro de enviar a su hija a cobrar la ficha en el casino.

Por su condición de militar, el encargado de juzgar a Sánchez fue un consejo de guerra, el cual finalmente lo condenó a la pena de muerte. Por su parte, a María Luisa, quien moriría desquiciada en un psiquiátrico, le cayeron 20 años de prisión. Antes de morir, Sánchez perdonó a su hija, a quien culpaba de ser la promotora del asesinato, y comulgó emocionado. De sus ochos ejecutantes, que debieron ser sorteados al no presentarse ningún soldado de forma voluntaria, solo uno recibió al azar una bala de fogueo. Los siete proyectiles restantes impactaron en el condenado.

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