Christopher Nolan, ese genio amado y odiado a partes iguales que genera entusiasmo y controversia con cada una de sus películas. Christopher Nolan el prestidigitador, el creador de mundos, el director obsesivo por excelencia de nuestro tiempo, el loco iluminado. Durante los últimos tiempos hemos conocido todo tipo de detalles sobre cómo debe verse correctamente la película, que el director sigue fiel al formato fotoquímico y al 65 mm y que debería preferiblemente proyectarse en IMAX en 70 mm para que la nitidez sea absoluta, que el peso de cada copia es de casi 300 kilos, que no utilizó efectos digitales para recrear el estallido de la bomba atómica y que es una experiencia ultrasensorial. En definitiva, todo un sinfín de datos que han servido para alimentar la leyenda de una película que el propio director se ha encargado de defender con uñas y dientes.
Nolan se la juega, en todos los sentidos
Lo cierto es que Nolan se la juega. Tras sus desavenencias con Warner después de Tenet y de su fichaje por Universal, parecía tener que demostrar que los 180 millones de dólares que ha costado hacer Oppenheimer merecían la pena. Y realmente están bien invertidos, aunque, por una vez, el aspecto visual no sea lo más importante de la película, por mucho que nos lo hayan querido vender de esa manera.
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Oppenheimer se basa en el libro de Kai Bird y Martin J. Sherwin Prometeo americano, el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, ganador del Premio Pulitzer en 2006. Y es en realidad la disección de cómo un ser excepcional, dotado de una visión del mundo portentosa y privilegiada, de una mente capaz de adelantarse a su tiempo y de ver más allá del mundo conocido, puede convertirse en un mártir social. El protagonista en cuestión es un ser complejo, megalómano, controvertido, pero también íntegro y defensor de sus ideas. Quizás por esa razón, el propio Nolan debe haberse sentido de lo más identificado con él, también por su alzamiento y su defenestración, por ser convertido en un mito para pasar a la categoría de villano por parte del sistema.
Una odisea científica y política
En realidad, Oppenheimer es una obra profundamente política. Y así lo demuestra más allá de los planos de partículas y de la explosión impactante de las pruebas de la bomba atómica. Es un repaso absolutamente preciso de toda una época convulsa de Norteamérica que nos lleva desde los albores de la Segunda Guerra Mundial, pasando por la caza de bruja McCarthista, hasta desembocar en la Guerra Fría y el inicio de una nueva etapa de apertura que protagonizaría Kennedy. En ese sentido, la cinta es toda una lección de historia, sobre cómo se manejan los hilos, sobre cómo el poder termina utilizando y más tarde desechando a todos aquellos a los que pueden manipular para sus propios intereses.
Por eso, Oppenheimer son muchas películas a la vez, y ahí el riesgo narrativo al que se enfrenta Nolan. En un primer momento, es una película casi científica, en la que el afán de aprendizaje del joven protagonista nos imbuye de su espíritu a la hora de investigar, de aprender, de descubrir en un panorama repleto de nuevas ideas. No importa en exceso que no sepamos demasiado de física cuántica y de toda la galería de científicos eminentes que pasan por la pantalla (entre los que se encuentra Albert Einstein, que sí ha formado parte de la cultura popular). El caso es que nos introducimos en una trama ágil, adictiva, repleta de nomenclaturas, que no deja de ser un thriller de investigación compuesto de manera pluscuamperfecta, en el que no importa la cantidad de personajes que haya, porque siempre permanecemos al hilo de su enrevesada trama. Qué gran logro.
La caza de brujas, ¿un reflejo de nuestro presente?
Sin embargo, hay una escisión en el tono a partir de que, el equipo que investiga la bomba atómica, deja el terreno de las ideas para pasar a las consecuencias morales de su invento. A partir de ese momento, se instala el tono lúgubre y comienza en realidad el verdadero meollo de la cuestión: de qué forma el sistema se encarga de ensalzar o hundir la figura pública de cualquier ciudadano, en este caso la de Oppenheimer, que pasó de ser una celebridad a ser defenestrado por su filiación comunista en el pasado. Así, la maquinaria política, la podredumbre de las altas esferas, se pone de manifiesto a través de un largo proceso en el que Oppenheimer y su figura serán puestas en cuestionamiento.
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Christopher Nolan orquesta una complicada red argumental que nos lleva de un momento histórico a otro, que mezcla texturas y colores, que se configura a modo de caleidoscopio para configurar el retrato de un hombre que simboliza el Sueño Americano y su derrumbe y la consecuente lucha por defender los ideales. Ese Prometeo moderno que tuvo que cargar con una losa por haber descubierto un asunto fundamental para el futuro de la humanidad. Porque nada, a partir de ese momento, fue lo mismo, ya que se descubrió el poder de la destrucción masiva.
Resulta realmente prodigiosa la manera en la que Nolan configura todas las piezas de su tablero. Es un director tremendamente analítico, por lo que se muestra un superdotado a la hora de fijar en el imaginario colectivo cada una de las imágenes de una película que no deja de ser un reflejo de nuestro tiempo, en el que a las personas se las juzga por sus ideas.
Oppenheimer, en ese sentido, es un filme premonitorio, en el que las personas son juzgadas por su ideología. Pero también es una obra majestuosa, difícil, compleja, grave, solemne, que sitúa al espectador más allá del abismo de la banalidad.
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