Los bosques de Ourense, en Galicia, esconden los secretos de uno de los asesinos seriales más famosos de España. Por los senderos que conectan a las pequeñas parroquias dispersas por la sierra de San Mamede tuvo lugar una sucesión de crímenes que no solo escandalizaron sino que también despertaron la curiosidad y el morbo de una sociedad que, a mediados del siglo XIX, ansiaba dar respuestas a fenómenos que hasta entonces eran territorio de leyendas y supersticiones. Que estos terribles hechos hubiesen sido cometidos por alguien que aseguraba ser un hombre lobo no hicieron otra cosa que despertar aún más el interés de la opinión pública e incluso de la reina Isabel II.
Manuel Blanco Romasanta, el protagonista de esta historia, había llegado a Rebordechao, en 1841, huyendo de la justicia que lo buscaba por el asesinato de un alguacil de León. En aquella aldea de orensana, en la que se ganaba la vida como vendedor ambulante, conoció a Manuela García Blanco con quien pronto iniciaría una relación sentimental. Por su trabajo, Romasanta viajaba mucho a ciudades cercanas de la región y en uno de esos trayectos, en 1846, acometió su primer asesinato: Petronila, la hija de 13 años de Manuela. La excusa para volver a la aldea sin su hijastra, según relatan Eladio Romero y Alberto de Frutos en el libro En la escena del crimen, fue que la había dejado en Santander como sirvienta de un sacerdote.
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Desde entonces, Santander se volvió la provincia donde Romasanta aseguraba que se encontraban todas las personas que emprendían viaje junto a él y que nunca regresaban al pequeño pueblo gallego. Entre sus víctimas, además de Petronila, se hallaron también la propia Manuela y familiares o personas cercanas a ella: dos hermanas, dos sobrinos, una amiga y las dos hijas de esta. Cuando los vecinos de Rebordechao le preguntaba sobre estas personas, Romasanta aseguraba que estaban muy bien instaladas y con trabajo en Santander.
Sin embargo, la suerte del asesino cambió cuando intentó cobrarse la vida de su décima víctima. Manuel Fernández, sobrino político de Manuela, sospechaba de la versión de Romasanta y cuando inició un viaje junto a este con rumbo a Ourense tuvo sumo cuidado de nunca darle la espalda. Frustrado por no poder acometer un nuevo crimen, Romasanta convenció con excusas a su tocayo de regresar al pueblo. Esto hizo crecer los rumores sobre él, llegando a decirse en el pueblo que el asesino vendía a boticarios portugueses la grasa que extraía de sus víctimas para hacer jabones y ungüentos. Finalmente, cuando el cura del pueblo descubrió, tras consultar con un sacerdote amigo, que las hermanas García Blanco no se encontraban en Santander a Romasanta, tras cinco años de asesinatos, no le quedó otra que volver a huir.
Un hombre lobo hambriento
El criminal estuvo prófugo durante un año, pero en 1852 fue apresado y llevado ante la justicia. Romasanta admitió ser el autor de los nueve asesinatos y, durante el juicio, alegó que había cometido esos crímenes porque era un hombre lobo y al transformarse debía saciar de inmediato el hambre irrefrenable y las ansias de matar que sentía. Estas afirmaciones solo hicieron dudar de la estabilidad mental del acusado, por lo que se le hiceron diversos exámenes psiquiátricos que no determinaron tara alguna.
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El asesino no pudo convencer al juez de su condición de licántropo -la posibilidad del canibalismo no se descartó por completo-, pero la versión sí caló hondo en la sociedad sobre todo porque nunca se encontraron los cuerpos de sus víctimas. En el lugar señalado por el propio Romasanta como la escena de sus crímenes solo se hallaron un hueso y un cráneo. Tras un largo proceso judicial, que incluyó diversas revisiones, el presunto hombre lobo fue condenado a morir por garrote vil.
Para entonces, el caso de Romasanta había tomado tal conocimiento público dado que las prensa de la época escribió ríos de tinta sobre sus crímenes y supuesta licantropía que incluso cruzó las fronteras de España. Así, desde Argel, llegó a manos de Isabel II la carta de un tal doctor Philips, en la que este exponía sus teorías sobre el análisis de la licantropía, a través de lo que llamaba electrobiología, en las que consideraba ese trastorno como un desorden en el cerebro, por lo que argumentaba que Romasanta sí tenía problemas psicológicos y que no debía ser castigado con la pena de muerte.
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La reina, que siempre había mostrado un gran interés por este tipo de estudios, decidió conmutar la pena del asesino. El diario El Faro Nacional publicó este hecho e informó que la decisión de su majestad se debía a que estaba “deseosa de que esta experiencia no sea perdida para los adelantos de la ciencia y para el bien de la humanidad”. De esta manera, aquel doctor Philips e Isabel II fueron los responsables de que Romasanta fuera encerrado de por vida en el penal de Ceuta, donde murió en 1863.
146 años después de la muerte del -¿falso?- hombre lobo de Galicia, en 2009, el antropólogo Ivort Macsaw halló dos esqueletos en Ourense que identificó con Benita García Blanco y su hijo Francisco, hermana y sobrino de Manuela, de 34 y 10 años, respectivamente. Los forenses de la Universidad de Míchigan detallaron que los restos presentaban “deformaciones debido al canibalismo practicado sobre las víctimas por el asesino Romasanta”.
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