“Cuando las bandas juveniles dejan de ser un fantasma que da miedo y pasan a ser un chico o chica con quien se puede interactuar, te das cuenta de que son personas con un enorme potencial”. Quien pronuncia estas palabras es el catedrático de Antropología Social Carles Feixa, que lleva más de tres décadas estudiando sobre juventudes, desde el fenómeno quinqui de los años 80 a las actuales bandas, cuyos recientes enfrentamientos y asesinatos entre miembros rivales han generado preocupación en España.
Durante los últimos cinco años, Feixa ha liderado el proyecto Transgang de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, que ha analizado a bandas juveniles en doce ciudades de Europa, el norte de África y la región de las Américas. Los resultados, publicados este mes de mayo, muestran por primera vez a estos grupos como “ejemplos de mediación en la resolución de conflictos sociales” y no solo como grupos delictivos, por lo que el estudio apuesta por promover políticas públicas que prioricen la mediación, la prevención y el trabajo social en lugar “de las políticas autoritarias, centradas en las actuaciones policiales y de seguridad, que actualmente aplica el Estado”, dice el experto en entrevista con Infobae España.
¿Qué es lo que más les ha llamado la atención tras el análisis profundo de estas bandas juveniles en diferentes ciudades del mundo?
Nos han llamado la atención muchas cosas. Lo primero es que se trata de un fenómeno transnacional que no solo se centra ya en algunos países o grandes ciudades, sino que es global y existe prácticamente en todo el mundo. Responde a una situación de ciertos sectores de la juventud precarizada, a la necesidad de las nuevas generaciones de agruparse para sentirse miembros de una comunidad y también a unas políticas públicas que han tomado las bandas como chivo expiatorio, como enemigo público, que demuestra que no siempre corresponde a la peligrosidad real, a la vinculación real de miembros de estos grupos con la delincuencia organizada. La situación que se quiere atacar en realidad no está causada por las bandas, sino por situaciones de violencia estructural, de precariedad, de desigualdad social, de grupos criminales que no son las bandas juveniles, sino otros, a menudo en alianza con Estados ausentes o Estados corruptos.
La parte positiva que hemos detectado en el estudio es que en las 12 ciudades investigadas [Barcelona, Madrid, Marsella, Milán, Rabat-Salé, Argel, Djendel, Túnez, Medellín, San Salvador, Santiago de Cuba y Chicago] hay experiencias en las que jóvenes de estos grupos son agentes activos en la resolución de conflictos y que estas formas de resolver conflictos suelen ser mucho más efectivas en el medio y largo plazo y mucho más baratas que las medidas que el Estado suele tomar para atajar esta situación, que responde más bien a una alerta y políticas de ley y orden.
¿Son jóvenes, por tanto, que han estado en las pandillas o que siguen dentro de ellas?
Son jóvenes que precisamente por haber pasado por esos grupos –algunos incluso siguen de algún modo vinculados a ellos– tienen una experiencia de la calle, han madurado, y saben que en esos grupos no todo lo que pasa es positivo. También saben que puede recuperarse lo positivo del apoyo social de estos grupos para resolver y mediar en los conflictos no solo con ellos mismos, sino también con el entorno social. Dentro de los grupos hay experiencias muy positivas que casi nunca se visibilizan, porque solo nos fijamos en ellos cuando causan una alarma social, pero también utilizan el arte o la música para hacer funciones positivas para la sociedad.
¿Qué ejemplos concretos han encontrado?
En Medellín, por ejemplo, una ciudad que en los años 90 tuvo unos altos niveles de homicidios y donde aún hay violencia criminal organizada, analizamos la experiencia de Casa Colacho, un centro de hip hop en la comuna 13 que ha creado el graffiti tour, convirtiéndose en guías del barrio para ganarse la vida, conscientes de las violencias y con el objetivo de que no se repitan. Son agentes activos por la construcción de paz.
En Barcelona también hay experiencias con madres de acogida con menores extranjeros no acompañados, iniciativas que han sido muy positivas para los niños y las familias que han vivido con ellos. Cuando las bandas dejan de ser un fantasma que da miedo y pasan a ser un chico o chica con quien se puede interactuar, el miedo desaparece y te das cuenta de que son personas con un enorme potencial. Es cierto que a veces causan daño, pero también se puede reconducir la violencia en esa dirección.
En Madrid, en concreto, el año pasado hubo varios asesinatos de jóvenes y enfrentamientos entre distintas pandillas, lo cual hizo activar un plan antibandas que ha dado como resultado cientos de detenciones y la incautación de miles de armas blancas. ¿Es preocupante la situación en el país?
No puede negarse que ha habido varios casos, pero eso también es resultado de que no habido ningún esfuerzo de mediación con ese conflicto que afecta a dos agrupaciones de Madrid, los Dominican Don’t Play y los Trinitarios, desde hace muchos años. Los esfuerzos de trabajo social no han tenido continuidad y se ha optado por la vía policial, no se ha dado continuidad al esfuerzo de mediación que en algunos momentos fue fructífero, porque en Madrid desde un principio se optó por la mano dura, a diferencia de sitios como Cataluña, Valencia o Navarra, donde se optó por políticas más inclusivas.
Se ha generado un exceso de alarma social y se interviene cuando el daño ya está hecho, en vez de prevenir. Cuando el daño ya se ha producido la respuesta no puede ser desplegar a 200 policías en la calle y ocupar todo un barrio, porque es contraproducente. Nosotros lo que defendemos es la justicia restaurativa [que promueve que los jóvenes que hayan cometido delitos menores acuerden con las víctimas una forma de reparación], porque se consigue mucho más que con la justicia punitiva, que es la que, por desgracia, en base a la reforma del Código Penal de 2010, algunos jueces aplican de forma abusiva y contraproducente en España.
¿De qué ha servido el plan antibandas que está activo desde el año pasado?
Sirve para responder a la alarma social, pero no mucho más, porque después la mayoría de los detenidos salen libres (porque no se puede demostrar que ha cometido un delito) y sigue habiendo muertes, que es lo más grave. Se demuestra que este tipo de planes no son efectivos, por supuesto que el delito debe perseguirse, pero se deben complementar con otras medidas preventivas que son las más pertinentes y que, según demostramos en el estudio, son las más sostenibles en el tiempo.
El trasfondo de todo eso es la situación de precariedad laboral y vital que vive un sector de estas juventudes, que responde a unas leyes de extranjería que les impiden tener una situación regular y les aboca a una economía sumergida, al trapicheo de drogas en muchas ocasiones. Si tuvieran oportunidades laborales o posibilidades de ser protagonistas en ámbitos creativos o musicales, seguramente no llegarían a esa situación.
¿Qué lleva a estos adolescentes a unirse a bandas juveniles?
Primero hay que aclarar que la mayoría no son delictivas. Los jóvenes caen en estas situaciones por el proceso migratorio tan complejo que vivieron sus familias y ahora esta segunda generación que no finaliza sus estudios después de la adolescencia o no tienen permiso de trabajo o las familias no tienen posibilidades, y lo único que les queda es la calle, el grupo es lo único que les protege, que acaba siendo, además, como una oficina de empleo, pues en muchas ocasiones obtienen un trabajo por los contactos del grupo.
Sufren una discriminación racializada y una persecución sistemática, cuando por ejemplo eso no ocurre contra grupos de extrema derecha, pero sí con grupos de jóvenes de origen latinoamericano y africano, sobre todo los racializados.
Hay entonces un fuerte componente de racismo…
Así nos lo han contado todos los jóvenes con los que hemos entrevistado. Hay una parte de la judicatura que aplica un racismo institucional porque persigue sistemáticamente a estas bandas, no se trata de los delitos que han cometido, sino de su origen. Lo vivido por el jugador brasileño Vinicius Jr. no es nada si lo comparamos con lo que viven a diario estos jóvenes: insultos de profesores, de fuerzas del orden, de vecinos… y ese racismo soterrado es lo que también alimenta que algunos de ellos busquen en estos grupos de calle un lugar de protección donde se les valora por lo que son.
Aquí en España hay bandas callejeras desde la posguerra, desde los años 40 y 50, y han estado vinculadas a procesos de migración, de suburbialización y gentrificación donde los jóvenes de clases subalternas, ya sean de origen migrante u obrero, no encuentran un espacio vital en las instituciones dominantes y buscan en el grupo de calle. Pero solo hablamos de bandas cuando son extranjeros y, en cambio, cuando son nacionales hablamos de tribu urbana u organización cuando en realidad es lo mismo, hablamos de necesidad de la juventud de agruparse para encontrar un espacio de sociabilidad.
Lo que hagan después dependerá de cómo les trate la sociedad: si les excluye, habrá más probabilidad de que sean una banda delincuencial, pero si se dialoga con ellos, estarán en todos los ámbitos de la vida, serán trabajadores, padres, madres o músicos como muchos de los casos que conocemos.
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