Alana S. Portero (Madrid, 1978) publica su primera novela, La mala costumbre (Seix Barral) en la que se interna en la infancia y en la adolescencia de una chica trans que lucha por reivindicar su identidad dentro de un mundo repleto de prejuicios. Un debut en el que late la represión y también la necesidad de libertad, un viaje crudo, repleto de dolor, pero también de empatía y de amor por las mujeres, un trayecto en el que hay espacio para la fabulación, para los mitos y para el costumbrismo revestido de espíritu pop que nos lleva desde el Madrid de los años ochenta a la actualidad. Sin duda, uno de los acontecimientos literarios más importantes del año. Infobae España habla con la autora sobre este hito editorial convertido en fenómeno editorial instantáneo.
— Estudió Historia y se especializó en Medieval, ¿cuándo sintió que necesitaba expresarse a través de la palabra escrita?
— La verdad es que desde que tengo uso de razón, pero la mayoría de las cosas que escribía al principio las guardaba en un cajón. Después empecé a hacer textos para uso exclusivo escénico y he ido publicando mucha poesía.
— Supongo que la publicación de La mala costumbre era como cerrar una etapa y empezar otra nueva al adentrarse en el terreno de la literatura
— Tenía muchas ganas de ponerme con la narrativa a larga distancia. Había escrito algunos cuentos y relatos, pero no lo había hecho nunca de esta manera. Lo que pasa es que no me veía capaz. Solo cuando he tenido una vida más asentada he podido abordarlo como quería, porque escribir una novela requiere una serie de prioridades y un ritmo.
— Se necesita tiempo, y recursos, privilegios
— Claro. Para escribir esta novela tuve que hacer un parón en todo y pedir permiso, ayuda. Desde 2017 tenía muchas notas tomadas que estaban muy presentes, iba escribiendo fragmentos e ideas que repasaba paulatinamente, pero necesitaba tiempo para darle forma a todo eso. Y para mí, al menos, sin ese espacio de concentración absoluta sobre el material, no era posible embarcarme en este proyecto.
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— En los últimos años hemos asistido a un boom de literatura confesional, pero en este caso, La mala costumbre es un poco diferente porque se trata de ficción
— Desde luego, no es una autobiografía, no era en absoluto mi idea, aunque cuando el libro caiga en manos del lector, cada cual puede hacerse su propia idea. Pero no formaba parte de la concepción inicial la noción de autoficción. Es una novela que puede tener un entramado personal, pero como lo puede tener la mayoría. A los escritores hombres no se les cuestiona en ese sentido, aunque los personajes de Cormac McCarthy, Philip Roth, Thomas Mann se parezcan a ellos y en sus novelas plasmen buena parte de sus obsesiones. Yo he escrito una ficción con lo que tenía a mano, con lo que he visto, con mis referencias culturales y personales, con elementos observacionales de mi barrio, de la gente con la que me he relacionado.
Por ejemplo, nos conocemos de memoria Brooklyn gracias a Apegos feroces. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con San Blas? Pues un poco va por ahí la cosa. Creo que en lo único que se parece a la literatura confesional es que está narrada en primera persona, pero porque me parecía más bonito, más cercano con el lector, como si se tratase de un diario.
— Supongo que se ha cansado de explicar esto durante la promoción del libro... que porque trate sobre la infancia trans, no tiene por qué que ser la suya. ¿Cómo se siente al respecto?
— Lo comprendo. Lo que pasa es que yo creo que es algo que a las escritoras nos pasa mucho, tener que dar explicaciones. Hay una cosa que dice Camila Sosa Villada que me parece muy acertada, y es que reivindica su derecho a la ficción. A mí me pasa lo mismo. No hay nada de malo en la literatura confesional, a mí me gusta, hay textos maravillosos en ese sentido. Pero también creo que estamos en nuestro derecho a utilizar los mimbres de nuestras propias vidas, como cualquier escritor hombre, para hacer literatura. Pero con las mujeres, más aún si hay un aderezo sociocultural o de clase, parece que todo sea exponer la visceralidad. Y eso es un poco injusto. Al igual que se menosprecie la autoficción y se la catalogue como algo pequeño, no es un género menor, para nada.
— Sí, se tiende a menospreciarlo, sobre todo si lo escriben mujeres
— Es como, son cosas de chicas. Pues no. Recuerdo un crítico hombre al que le molestaba un libro de una autora en el que se cocinaba mucho. Y me parece intolerable culturalmente, porque en una cocina pasan muchas cosas, y ahí hay un sesgo de género.
— Hace poco, la revista Sight and Sound hizo una encuesta para elegir la mejor película de la historia y salió Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, dirigida por una mujer, Chantal Akerman, y se generó una polémica al respecto, porque en esa obra, la protagonista aparentemente no hace nada más que pelar patatas en su cocina
— Es que el canon lo quieren dominar los hombres. Y al final nos tenemos que creer que la universalidad la escribió, con perdón, una momia prusiana del siglo XIX que no se parece nada a nosotras. A mí me parece muy universal una muchacha que vive y crece en un barrio obrero.
— En lo pequeño, minúsculo, siempre ha estado lo universal
— Desde luego, tienes toda la razón, es así. Al final las cosas hay que entenderlas, mirarlas de cerca. El diablo vive en los detalles porque la casa de la sabiduría también.
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— La novela está llena de referencias mitológicas, ¿por qué?
— Lo mitológico es consustancial a lo que yo hago. Es lo primero que empecé a leer en mi vida, los libros de mitología infantil y eso configuró una impronta en mi cabeza. La lectura de los mitos me ha acompañado siempre y entronca con mi manera de imaginar. En los mitos además, siempre está muy presente la idea de la transformación, algo que también me obsesiona, evidentemente. Así que intenté aplicarlo a lo costumbrista. Era mi manera de homenajear el mundo en el que me he criado, a las señoras que han levantado este país y darles un nuevo sentido.
— Además del paisaje interno de la protagonista, también se describe el externo, Madrid, sus barrios, sus zonas comerciales, también Chueca, su universo particular
— Quería escribir una carta de amor a mi ciudad, porque... bueno, es cierto que ahora está de capa caída, su imagen está muy depauperada y con razón, pero hay sido un espacio que ha resistido siempre, que está llena de lugares especiales que quería reivindicar. La protagonista camina continuamente, y es una forma de conocer Madrid, perdiéndose en ella.
— ¿Tenía una intención de dignificar a todas aquellas personas condenadas a los márgenes?
— Siempre se los ha trato desde la brutalidad, y yo quería de alguna manera acariciarlos, y no sé si dignificarlos, pero sí me apetecía dejar al descubierto la dignidad que tienen que dar al mundo. Para mí constituía un homenaje a todas las mujeres trans de una generación, porque creo que han sido las grandes olvidadas del colectivo. Se llevaron la peor parte de la Ley de peligrosidad social, las enviaron a cárceles masculinas, que es el horror más grande que se me puede ocurrir. Y aguantaron, a pesar de que las machacaron. Muchas de nosotras hemos renegado de ellas cuando éramos jóvenes y a mí me parece un honor acercarme a esa búsqueda de la belleza a la que siempre aspiraron.
— Ahora al menos se puede ir al médico, pero ellas tuvieron que hacerlo todo por sí mismas
— Tuvieron que crearse a sí mismas desde cero, comprándose las hormonas, modificándose el cuerpo, que a veces tenían suerte y les salía bien, pero otras terminaban con los implantes en el tobillo, literalmente. Todo eso me parece desgarrador, pero también una lucha maravillosa que no se puede olvidar y que debería estar muy presente. Para mí la literatura ha servido para amplificar esas voces, rescatarlas, hacer memoria.
— Usted estaría en una generación intermedia que sirve de puente entre el pasado y el presente. ¿Cómo cree que ha sido esta evolución desde su perspectiva?
— Yo en el pasado, durante mi infancia y adolescencia, he conocido la parte más oscura y dura de todo esto. Después vinieron unos años de silencio, no solo para las mujeres trans, sino para las mujeres en general, porque la tranquilidad o la aceptación siempre ha estado ligada a la sumisión, a no hacer ruido, a mantenerse en un papel discreto. Las cosas han mejorado, evidentemente, pero me da la sensación de que las mujeres seguimos en una situación muy frágil y que cualquier mal viento político puede tumbar nuestros derechos.
— En ese sentido, la falta de referentes siempre había sido un problema. Ahora comienza a haberlos, pero me da la sensación de que no son suficientes. Al leer el libro pensé, creo que es la primera novela española que he leído sobre la infancia trans, ¿cómo puede ser?
— Hay una novela gráfica maravillosa de Roberta Marrero, que es además la autora de la cubierta del libro, que se llama El bebé verde: Infancia, transexualidad y héroes del pop. Probablemente haya alguna cosa más, pero no se me ocurre, sobre todo en una editorial grande. También está el increíble trabajo de investigación que ha hecho Valeria Vegas con sus genealogías, primero alrededor de Cristina ‘La Veneno’ y después con ‘Vestidas de azul’, basada en el documental de los ochenta.
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— Hace poco se estrenó 20.000 especies de abejas, una película que aborda la infancia trans. Artísticamente hay una confluencia de proyectos que miran hacia una dirección que hasta el momento había sido invisibilizada
— Creo que faltan muchos testimonios culturales para completarnos. A mí me apetece leer algo de una autora indonesia porque no tengo contacto con esa cultura y lo poco que tengo forma parte de lo colonial. Así que es maravilloso que se cuenten ellas, que me cuenten qué les pasa, cómo ven el mundo, qué manera tienen de entender del arte. Y lo mismo nos pasa a las mujeres trans, hemos existido desde siempre y que tengamos que esperar tres siglos para contar nuestra parte del mundo, es una forma de mutilación tremenda.
— Quería preguntarle qué han supuesto para usted las redes sociales a nivel de expresión, de activismo
— A mí las redes me dieron mucha visibilidad y trabajo en los medios de comunicación, así como la oportunidad de mantener mi Patreon activo, con gente que me sigue y que me apoya. Lo que pasa es que también me han dado los momentos más amargos de mi vida adulta, cosas que me han dado miedo, porque al final el entorno virtual tiene consecuencias en la realidad. Entonces mi relación es muy ambivalente. Me da rabia necesitarlas, y si pudiera las dejaría ahora mismo.
— ¿Se sigue sintiendo libre en ellas?
— Yo me siento libre en las columnas que escribo para los medios, en los textos, en los libros. Ahí puedo decir lo que yo quiero, pero con mi nickname, ya no me siento libre. Eso se ha terminado para mí y cualquiera que me haya seguido durante este tiempo, se habrá dado cuenta.
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— Me gustaría que me hablara de la figura de los hombres dentro del libro. Hay algunos modelos positivos, pero en general domina la violencia
— Eso ha sido muy deliberado. Hay una frase en el libro que dice algo así como que a los hombres se les instruye en la masculinidad. Es una instrucción que yo he vivido, que yo he rechazado. Es un mundo estrechísimo en el que las primeras víctimas son ellos mismos, porque se les obliga a una reactividad malsana y a hacer muchísimas cosas que no les apetecen y que se destapan cuando están sujetos a la colectividad, en la que hay una presión de grupo muy grande. Yo quería contar esas dinámicas del ‘no eres lo suficientemente hombre si no...’ y los peligros que conllevan. Y ahí entra la violencia, la más obvia y también la de los pequeños gestos, la física, la psicológica.
— En ese aspecto, ¿piensa que los hombres de verdad están deconstruyendo su masculinidad, o es tan solo una tapadera para quedar bien?
— Por lo menos la conversación se ha puesto sobre la mesa, es decir, que haya hombres que se miren en el espejo y se cuestionen si están haciendo o no las cosas bien, me parece positivo. Y es algo que hemos conseguido nosotras, las mujeres que han dicho, hasta aquí hemos llegado después de tanto tiempo de sometimiento, “nos parece una basura lo que estás haciendo, así que contrólate”.
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