Crítica: ‘Putos modernos’ o la esferificación del idiota integral

La serie de episodios cortos que estrena Filmin aborda la hipocresía de muchas de las actitudes coyunturales, pero rasca únicamente la superficie banal de un mundo que concierne a todos

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Teresa Riott en un capítulo
Teresa Riott en un capítulo de 'Putos modernos'.

Criticar a alguien porque bebe kombucha no es moderno. Tampoco novedoso. Es más, resulta hasta ridículo otorgarle tanta importancia a un té fermentado porque nos dé rabia que existan personas que lo compran... y a las que, encima, les gusta. Tampoco es transgresor criticar a alguien que va al monte y colapsa porque se queda sin batería en el móvil, o a las parejas heteronormativas aburridas de su rutina amorosa que buscan experiencias diversas para poder fardar de ello en sus círculos de amigos.

Intentar buscar un ápice de seguridad poniendo a caldo todo lo anterior no sólo habla peor de nosotros que del resto, sino que remite a una época en la que la palabra hipster era considerada por la Real Academia de la Lengua Española como el vocablo del año. Putos Modernos, la serie de episodios cortos que Filmin ha estrenado este jueves en su plataforma, pretende hacer humor de situaciones grotescas que puedan darse en la coyuntura actual. Sus cortos de menos de tres minutos de duración presentan varios escenarios en los que se intenta poner de manifiesto los niveles ridículos que puede llegar a alcanzar el ser humano.

En ellos participa un elenco formado por Inés Hernand, Raquel Córcoles (Moderna de Pueblo), Roger Coma, María Molins, Teresa Riott y un cameo de Santi Millán, entre muchos otros. El proyecto ha sido creado por el colectivo de artistas que comparte nombre con la serie y producido por The Creative. Su objetivo era profundizar en relatos de la vida posmoderna, pero el resultado carece de sentido.

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Para empezar, porque predicar en contra de un estilo de vida que todos aplicamos en alguna de nuestras esferas vitales resulta hipócrita. Para proseguir, porque la evolución del sistema, de sus particularidades y de sus detalles –por ridículos que lleguen a resultar– hace que ninguno esté exento de picar en alguna de sus trampas. En un episodio, una joven pareja acude a un restaurante que tiene en su menú todos los vocablos que harían reír a cualquier bar de carretera cuyo plato estrella es el bocadillo de morcilla y panceta. Entre esferificaciones y prototipos ahumados de alioli, la confusión de ambos se hace notar. Intentan aparentar que lo que el chef les está sugiriendo no es rocambolesco, sino chic y vanguardista. Es algo que, muy probablemente, comería Victoria Beckham de no detestar el olor a ajo nacional.

Una escena de 'Putos Modernos'
Una escena de 'Putos Modernos'

Que la cocina à la Michelin se haya puesto de moda puede llegar a ser cuestionable, pero hacer gala de comer sandwiches mixtos en vez de reinterpretaciones de tortilla de patata presenta un complejo tan grande como el que puedan tener las personas que se comen el huevo crudo y lo consideran innovador. Ya lo hacía Rocky para ganar a Apollo Creed. En otra situación, una pija rubia va al monte y se queda sin batería en el móvil. Qué ridícula, ¿no? La pobre, incapaz de disfrutar del 3G normativo y del aire puro. No como el resto, que en cuanto tiene un 10 por ciento de batería en el teléfono pide al camarero del bar un cargador, no vaya a ser que se encienda Tinder y la noche prometa.

Otra más. Un señor que se mata a hacer ejercicio, pero que es incapaz de recoger el pedido a domicilio cuando al rider se le cae de la mochila en su portal. ¡Qué despropósito de sociedad! No tenemos remedio. Si Arturo Pérez Reverte viera dicha escena, escribiría un artículo sobre cómo él estuvo en Sarajevo y tú eres incapaz de tratar bien al que te trae una hamburguesa grasienta un domingo de resaca y resurrección.

La personalidad que plasman estos cuatro episodios de Putos modernos seguramente fue creada por una pareja indie que vivía en Malasaña en 2015 y que reinventó el fuego con un vinilo de Arctic Monkeys y una cerveza de especialidad. Plasmarlo como una generalización de una sociedad que ya no sobrevive a la porosidad de la idiotez humana no sólo no demuestra ninguna originalidad, sino que habla de la capacidad de señalar el mal ajeno antes que el propio.

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