Se cumplen 35 años del estreno de una de las películas más emblemáticas de Hayao Miyazaki, Mi vecino Totoro, coincidiendo precisamente con el estreno, el próximo julio en Japón, de la esperada nueva obra del gran maestro del cine de animación japonés, que tendrá por título How Do you Live?
Hace tiempo que el director llevaba anunciando su retirada, y parecía que El viento se levanta (2013) iba a ser su despedida del cine, pero el deseo de seguir creando ha sido su motor de propulsión desde que comenzó su trayectoria fundando el Estudio Ghibli junto a Isao Takahata después de haber triunfado en el campo de la animación televisiva con Lupin III y la creación junto a su compañero, de series emblemáticas como Heidi, Marco o Ana de las Tejas verdes.
El germen de su estilo
Ya desde su primer largometraje, la seminal Nausicaä del Valle del Viento (1984) se encargaría de fundar un estilo inconfundible que lo ha acompañado siempre y que iría poco a poco desarrollando a través de un desbordante universo artístico y una arrolladora imaginación visual. En ella encontramos el germen de todo: su capacidad fabuladora, su preocupación por los problemas medioambientales a través de la concepción de fábulas ecológicas de tintes mitológicos, la creación de criaturas legendarias y su fascinación por la ciencia ficción y los artefactos voladores, que alcanzarían su máxima expresión en Porco Rosso, también de carácter antibelicista, otro de sus rasgos constitutivos.
Con él, la animación se cargó de significado, siempre a través de mensajes claros y precisos a ritmo de magia y espíritu aventurero épico. Pero ahí estaba su humanismo pacifista a través de una afilada reflexión crítica en torno a la tiranía y a la destrucción del planeta, elementos que continúan reverberando en nuestra actualidad.
En ‘Nausicaä del Valle del viento’ encontramos el germen de todo
Con Nausicaä también inauguró su nómina de heroínas independientes, valientes, nobles, capaces de hacer lo imposible para salvar a sus seres queridos, de luchar por aquello que creen sin dejarse manipular por las convenciones sociales, rebelándose contra un sistema que rechaza la singularidad como valor dentro del magma de opinión homogéneo.
Un icono de la cultura popular
Pero sin duda, la puerta de entrada al universo Miyazaki para los más pequeños continúa siendo Mi vecino Totoro, en la que el director introdujo por primera vez apuntes sobre su infancia, al relatar la experiencia del miedo a la muerte y el sentimiento de orfandad a través, en este caso, de los ojos de una niña, Mei, y de su hermana que se trasladan al campo junto a su padre mientras que su madre se encuentra enferma en el hospital. Alejadas de la ciudad, se sumergirán en ese nuevo entorno rural que se convertirá en su puerta de entrada al universo de la magia a través de todo un imaginario repleto de criaturas que viven en armonía con los humanos y que les ayudarán a canalizar su dolor, de forma que la fantasía y la realidad se funden y se confunde sin que haya ninguna ruptura entre ellas.
A partir de ese momento, el estudio Ghibli encontró su imagen corporativa en el personaje de Totoro, convirtiéndose de forma inmediata en un icono de la cultura popular. Pero más allá de crear personajes icónicos, Miyazaki demostró ser un extremado miniaturista a la hora de configurar cada trazo, de forma que en sus películas podemos apreciar la fascinación por lo minúsculo, por los detalles, que en este caso, en el de Totoro resultan más sutiles pero que, en obras posteriores, adquirirá una resonancia de orfebrería barroca.
Su siguiente gran proyecto, Porco Rosso (1992), tras Nicky, aprendiz de bruja, nació en principio de un encargo de la Japan Airlines, pero el director terminó llevándosela a su terreno para convertirla en otro de sus trabajos más representativos, a través del que pudo expresar su fascinación por los ingenios de la aviación de los años veinte y su amor por el cine de aventuras en su estado más puro. Marco Porcellino, después de haber sido héroe en la Primera Guerra Mundial, será víctima de una extraña maldición que lo convierte en cerdo y a partir de ese momento ejercerá de cazarrecompensas. Será uno de los pocos personajes masculinos en su filmografía con una identidad propia, en la que el director se encargó de verter su romanticismo y su espíritu inconformista.
Éxito internacional
En 1997 ya se había producido la revolución digital de la mano de John Lasseter gracias a su fundacional Toy Story, que se encargaría de cambiar radicalmente el paradigma dentro de la disciplina, pero Miyazaki siguió explorando los senderos de la animación tradicional en la inabarcable y suntuosa superproducción (que contó con un presupuesto de 20 millones de dólares) La princesa Mononoke, gracias a la que, por primera vez, logró acceder al mercado norteamericano. Se trata sin duda de su película más visceral, la más cruda y sanguinaria, pero también la que supuso un hito a la hora de considerar la animación como un género noble, de arte elevado, después de su histórico menosprecio. Tanto a nivel artístico como técnico, resulta una cima, tanto es así, que el maestro nipón tardó 20 años en desarrollarla. Su carácter apocalíptico entronca con Nausicaä, de alguna manera completándola y dándole una mayor espesura oscura, también una enorme complejidad moral. Era más críptica, más ampulosa, pero decididamente monumental y épica en todos los sentidos.
Su siguiente paso fue sin duda el definitivo. El viaje de Chihiro (2001) se convirtió en la primera película de animación en ganar un festival de clase A, la Berlinale, equiparándose en igualdad de condiciones a cualquier filme de acción real. Quizás por esa razón, el galardón sería exaequo junto a Bloody Sunday, el film de denuncia política de Paul Greengrass.
Miyazaki quiso hacer su particular versión de Alicia en el país de las maravillas introduciendo toda la tradición del folclore japonés para componer un universo inundado por una mitología propia. En vez de caer en una madriguera, Chihiro atravesaba un túnel que la llevaba a un espacio suspendido en el tiempo en el que los contornos del mundo real desaparecían para dar paso a universo imaginario habitado por dioses y criaturas ancestrales, brujas y dragones. Un lugar donde los humanos se convierten en cerdos (otra vez) y donde hay que luchar para no perder la identidad.
‘El viaje de Chihiro’ funciona por sí misma como portento visual, por su prodigiosa caligrafía, por su capacidad de reinvención narrativa, por su imaginación sin límites, por su poesía, emoción y corazón.
La película quería simbolizar el tránsito de la niñez a la madurez a través de un viaje iniciático en el que se pusiera a prueba el esfuerzo, la tenacidad y los valores, la integridad moral en un mundo moderno dominado por la codicia en el que se ha perdido cualquier atisbo de espiritualidad.
Pero más allá de sus interpretaciones conceptuales, El viaje de Chihiro funciona por sí misma como portento visual, por su prodigiosa caligrafía, por su capacidad de reinvención narrativa constante, por su imaginación sin límites, por su poesía, emoción y corazón y por sus imágenes, acompañadas de una de las partituras más hermosas jamás compuestas de la mano del maestro Joe Hisaishi, su fiel colaborador a lo largo de toda su carrera.
El regreso a la esencia
Tras esta cima continuó con otra pieza ambiciosa como fue El castillo ambulante (de la que este año la firma de lujo Loewe ha lanzado una colección cápsula inspirándose en ella y sus personajes como ya hizo previamente con Mi vecino Totoro, confirmando, su huella dentro del imaginario colectivo) y le siguió una vuelta a sus orígenes, la preciosa Ponyo en el acantilado (2008). Miyazaki lo había logrado prácticamente todo, hazañas cinematográficas que jamás hubiéramos imaginado y, cuando creíamos que no nos quedaba nada por ver, una vuelta de tuerca nos devuelve a la esencia que creíamos haber perdido. Su trazo vuelve a ser más elemental y artesano, su núcleo argumental se encuentra menos abigarrado y el viaje que inician los protagonistas, un niño y una niña pez, se limita a trazar un itinerario de aprendizaje emocional, de forma pura, simple y tremendamente contagiosa y pegadiza.
Hasta el momento, su última película estrenada había sido El viento se levanta (de la que también se cumple su décimo aniversario), considerada su obra más profundamente autobiográfica. Se estrenó en la sección oficial del Festival de Venecia, porque para Miyazaki las barreras al respecto hacía tiempo que se habían difuminado. En ella quiso realizar un homenaje a uno de los genios japoneses de la aviación, el ingeniero Jiro Horikoshi, pero en realidad, la película, de carácter histórico, no dejaba de ser una especie de autobiografía encubierta en clave fabuladora. Sin embargo, en esta ocasión, se aleja totalmente del terreno fantástico para apostar por una narración realista que incluye la crónica social, la semblanza vital y la historia romántica. Muchos la consideraron una película clásica a la altura de los maestros del melodrama japonés como Mikio Naruse, con gotas de Mizoguchi y Ozu.
Ahora Miyazaki regresa con la que quizás sea su última obra definitiva, que se traduciría al español con el título de ¿Cómo vives?, adaptación de la novela homónima de Yoshino Genzaburō y que cuenta la historia de un niño de secundaria que acaba de perder a su padre. Antes de morir, su progenitor le lanzó un último deseo: que se convirtiera en una buena persona. Así, el muchacho se introduciría en un camino de crecimiento a través de valores como la amistad y la conciencia social que le enseñarán a discernir qué significa eso. Al parecer, el maestro quería despedirse con una obra dedicada a su nieto para que siempre lo recordara, y este sería su último regalo.
Recuperar la obra de Miyazaki cuando se es adulto (o descubrirlas cuando se es pequeño) supone toda una revelación a nivel tanto emocional y sensitivo como estético. Miyazaki supo captar de manera esencial muchas de las tensiones a las que se enfrenta el hombre moderno entre los avances tecnológicos y la necesidad de preservar la naturaleza y las tradiciones sobre las que hemos sustentado nuestro acervo cultural. Nos ha enseñado a indagar más allá de la realidad opresiva sobre la que hemos construido nuestras vidas, a respirar hondo y mirar hacia otros horizontes que nos hacen más libres y auténticos.