Los refugiados ucranianos empiezan a llenar un hospital en Madrid: “¿Ahora qué sentimos? Odio, sólo odio”

El Hospital Zendal de Madrid ha pasado de ser un centro especializado en pacientes con covid a receptor de quiene huyen de la invasión rusa. Infobae conversó con ellos

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Natasha con Ivan en brazos y Bogdan y Anton (en la cama) al fondo. / Fernando Mas Paradiso.
Natasha con Ivan en brazos y Bogdan y Anton (en la cama) al fondo. / Fernando Mas Paradiso.

Nada. Cuatro almas desorientadas. Un dibujo sobre la mesa. Un móvil con el que jugar. La ropa de aquel primer día. Unos ojos azules. Una sonrisa azul hielo. Un niño que se mueve entre sus brazos, con sus rulos y su ignorancia. Nada. Natasha Tatuk -escribe su nombre con un lápiz sobre el espacio en blanco que queda en los borrones que ha garabateado Iván- no tiene nada. Sólo el ansia. Sólo la certeza. “Quiero volver a mi casa. Solo quiero volver a mi casa”.

Los misiles golpearon el aeródromo de su ciudad, Lutsk. Sonaban las alarmas antiaéreas y bajaban a los refugios. Un día. Otro día. Hasta que no aguantaron más. Su marido, policía, se fue al frente. Ella emprendió viaje hacia el Este de Europa. Ahora está a 3.000 kilómetros de casa. Nada. No tuvo tiempo, acaso tampoco ganas, de llenar una valija, de recoger algunos recuerdos. Había que salir. Nada.

Natasha vive desde comienzos de mes en el Hospital Zendal de Madrid, que ha pasado de ser un centro especializado en recibir y atender pacientes de Covid a acoger, además, a refugiados que llegan de Ucrania. Expulsados por las bombas, el terror y el miedo. Ella tiene Covid. Natasha. Cuando se cure se subirá a un tren y se irá a Barcelona, con otros amigos que huyeron también del país. Con ella, sus hijos. Iván, de año y medio, Bogdan, de seis años, y Antón, de 14. Antón y Bogdan juegan con el teléfono tirados en la cama del hospital.

Un estímulo basta para que regalen una sonrisa, para que saluden con un hola pedregoso y un buenos días amable. Madrid ha amanecido anaranjado, con el polvo del desierto cubriendo coches, calles, casas y un ánimo desorientado, sin saber qué pasará con esa guerra que sólo hace que subir los precios, que agotar el aceite de girasol y que acumular rabia contra Vladimir Putin, presidente de Rusia.

Natasha y sus tres hijos salieron en autobús hacia Polonia y de allí otro viaje de horas y horas hasta Madrid. Todo se quedó atrás. Nada, repite. Sólo Iván, dice el traductor, Sergio, señalando al bebé. Sólo Iván agarraba sus zapatitos cada vez que oía las sirenas y ya la costumbre lo llevaba a encaminar el refugio.

Se resistían a salir. A dejar la casa, el país, la familia, los amigos, la escuela. “No quería salir. Aguantamos porque no queríamos dejar Ucrania, Lutsk. Nos queríamos quedar, que esto pasara rápido”. Pero no hubo manera.

Anton juega con su hermano Bogdan en una cama del Hospital Zendal de Madrid. /Fernando Mas Paradiso.
Anton juega con su hermano Bogdan en una cama del Hospital Zendal de Madrid. /Fernando Mas Paradiso.

Antón es grande. Tiene una cara blanquísima que se tiñe de sofocos rojos cuando se le pregunta, cuando se lo invita a contar. Músico. Quiere ser músico. Estaba en noveno grado cuando Rusia le interrumpió la vida. Y él, ya dijimos que cuenta 14, se fue a alistar. Quería combatir. Como su padre. No lo dejaron. Un niño apenas como para perder la vida en la guerra. “Quería defender a su país, como todos”, traduce Sergio, lleno de orgullo. “¿Ahora qué sentimos? Odio. Sólo odio”, Sergio otra vez.

Bogdan juega en el fondo de la escena. Va de una cama a otra. Tienen la sonrisa fácil. Tan fácil como oculta y dura. Unas cosquillas y Bogdan ríe, dulce; quiere más. Otras cosquillas y ya regala sus dientes blancos. Ahí se quedan. Esperando. Otro destino, otra parada en el trayecto de una viaje que no saben cuándo acabará. Porque no acaba en Barcelona. Natasha, de 38 años, administrativa, quiere volver con los tres y ver a su marido y entrar en su casa. Porque si tenía miedo de las bombas, también tenía miedo de salir de Ucrania. Apenas una vez había viajado a Polonia. “Quiero volver. Volver”.

Sergio se rompe entonces. “Es lo único que quiere, volver”. Y el hombre que lleva años en España, que pasó algunas épocas en Argentina y que ahora anda por el Zendal haciendo lo que haga falta -cargar y descargar camiones, ayudar como traductor, recibir refugiados-, que es grande y tiene una de esas caras que sólo muestran bondad, se larga a llorar. En silencio. Porque el dolor se siente con pudor. Y en el otro lado de la mesa los ojos azules de Natasha se hacen agua mientras Ivan la mira y juega con un lápiz como si nada hubiera pasado, sin saber porqué hoy no está en su casa. Apenas un año y medio y la vida lo ha echado y le ha enseñado que cuando suenan las alarmas él tiene que agarrar sus zapatos.

La vida, parece, protege de alguna manera a los niños. Un tiempo, al menos. Nicole tiene 4 años y se acaba de bajar del autobús en el que ha viajado desde Polonia a España tras atravesar Ucrania de Este a Oeste. Corretea por el Zendal y enseña uno muñecos de felpa y unas calcomanías que le han regalado, feliz de la vida, orgullosa de los corazones de colores.

Dimitrios con su mujer, Margaryta, y su hija, Nicole, en el Hospital Zendal de Madrid./ Fernando Mas Paradiso.
Dimitrios con su mujer, Margaryta, y su hija, Nicole, en el Hospital Zendal de Madrid./ Fernando Mas Paradiso.

Su padre, Dimitrios, tiene 28 años. Ha estado en los Juegos Paraolímpicos de Beijing. Nadador. Ciego. Volvió a su casa, en el Donbás. Los bombardeos incesantes. Años de guerra soterrada. Se ha pasado de los disparos a los misiles. A las casas destruidas. Consiguió salir. Él, su mujer, Margarita, y la pequeña Nicole. Los metieron en un autobús rumbo a Járkov y después siguieron hacia Mikolaiv. Con las ventanas cubiertas con papeles oscuros para que no vieran el horro que había a su alrededor. Un país destruido. Detrás, su madre. Allí sigue. Cuando hay electricidad, puede hablar con ella. Eso no es siempre. Es casi nunca.

Llegaron a Polonia y allí les dieron la opción de viajar a Madrid. También en autobús. Ya sin bombas, pero con la vida en tiempo muerto, sin saber cuándo ni cómo se reanudará.

Putin es como Napoleón o Hitler, quiere dominar el mundo. Cuando ha visto que la gente en nuestro país tiene sus ideas y esas ideas no le gustan, como entrar en la Unión Europea o en la OTAN, lo ataca”. Y así explica la guerra Sergio. Y es ahí cuando en silencio se le derraman los ojos. Nada.

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