“Cuando uno habla de sí mismo miente mucho. Y no porque arbitrariamente quiera mentir, sino porque es muy difícil recuperar el pasado de manera objetiva”. Darío abre la boca y siempre parece descubrir algo, como si se dedicara a encontrar esas cosas de las que, incluso siendo evidentes, nunca nos habíamos dado cuenta. La autobiografía, por caso, definida como una forma de autoficción, de auto mentira.
Sin embargo, hay mucho de verdad en el solo intento de narrarse a uno mismo. De eso se trata el ciclo “Cómo llegué hasta aquí”, y en el cual Infobae presenta en esta ocasión la historia del filósofo y docente Darío Sztajnszrajber. A lo largo de casi una hora dialogó con estudiantes de distintas carreras que vieron una charla diferente a las que suele dar el presentador de Mentira la Verdad, el ya mítico programa de filosofía de Canal Encuentro. En esta ocasión, en lugar de tratar la obra de otro filósofo, la charla desarrollará su propia vida y el descubrimiento de su vocación.
“Uno muchas veces recuerda instancias de su vida en función de lo que le está pasando hoy. Probablemente en esta misma entrevista, si la hubiera hecho hace cinco años, hubiera dicho otra cosa sobre los mismos acontecimientos ¿no?”, comienza Darío. Y sin pausa, sigue: “Estoy acá porque hago filosofía. Trato de recuperar dónde arrancó ese impulso y lo encuentro muy de chiquito. A los 4 o 5 años estaba enganchado permanentemente con esas preguntas que después me di cuenta que eran las preguntas de la filosofía”.
Y un día, después de años de hacerse preguntas, se enteró de que había una carrera institucional llamada Filosofía, donde se estudiaban justamente esas preguntas que él se hacía. “Era una cosa insólita para mí poder estudiar aquello que era mi normalidad. Mi sentido común diario. A los 4, 5 años ya tenía esos impulsos, esas preguntas típicas de cómo empezó todo, la muerte, etcétera. Se suele decir en filosofía que hay tres grandes preguntas que concitan siempre la atención: la pregunta por Dios, o sea por si hay algo más; la pregunta por la muerte; y la pregunta por el amor ¿no? Dios, el amor y la muerte son como tres hitazos. Siempre que hables de eso evidentemente impacta de alguna manera. A mí me atravesaron mucho los tres temas y en especial empecé a encontrar algunas primeras respuestas en libros que mis viejos me compraban”, cuenta.
“En algún momento llegó a mis manos un libro que se llamaba El origen de la tierra, y yo dormía con ese libro, era como mi peluche. Yo tenía 5 años y era un libro con ilustraciones. Un libro para chicos, pero para chicos más grandes. Y empecé a pedir compulsivamente libros de divulgación científica. Y en paralelo mis viejos me mandaron a un colegio religioso, un colegio judío. Básicamente porque habían conseguido una beca, no es que había una ideología, era gratis nomás. Entonces fuimos a ese colegio, mi hermano Mauro Zeta también estuvo unos años. Y en ese colegio tuve como un colapso de paradigma, porque yo seguía leyendo mis libros científicos y por el otro lado tenía rabinos que me hablaban de Moisés abriendo las aguas. Soñaba todo el tiempo con que yo era Moisés y abría las aguas. Era como uno de mis sueños recurrentes”, dice.
A los 8 años, según recuerda, escribió su primer cuento. “Ya desde aquella época siempre supe que quería ser escritor, fui como esos pendejos nerds a quienes les preguntabas qué querés ser cuando seas grande y te decía escritor. Era muy freaky obviamente. Y había escrito un cuento que se llamaba El incrédulo. Había oído en un programa de Sofovich la palabra incrédulo, porque mis viejos eran cero intelectuales, cero. No sé de dónde salió esto, pero había escuchado la palabra incrédulo y le preguntaba a todo el mundo qué significaba incrédulo. Y me decían ‘el que no cree’. Claro, yo iba a un colegio religioso. Y me impactó. Entonces escribí un cuento, que lo tengo todavía, 8 añitos. Iba a un almacén con mi vieja y ella hablaba con el almacenero, todavía no era el auge de los supermercados chinos. Estábamos en el barrio de Villa Crespo, donde yo nací y viví hasta los 18 años. Y entonces mientras mi mamá hablaba con el almacenero yo decía: ‘Si Dios existe, que la lata de galletitas se caiga’. Y la lata hacía pum, se caía. El cuento era que Dios me demostraba que existía pero yo era el incrédulo. No creía, no había milagro que me convenciera”, recuerda.
“Hoy ser nerd tiene algo cool, sobre todo porque está atravesado por lo que es el nerdaje tech digamos, pero en esa época no y a mí me hacía mal. Me acuerdo que tenía 7 años y era como un aislado. Estaban todos los chicos del grado y el tarado al que le gustaba hacerse preguntas, que le gustaba estudiar. Ése era yo. Entonces me invitaron a jugar un partido de fútbol. Yo siempre decía que no, y un día dije ‘tengo que jugar al fútbol’ porque no me alcanzaba con los libros, quería también tener amigos. O sea, quería pertenecer. Entonces dije ‘voy a jugar al fútbol’. Y me dijeron al arco, que es a donde iba básicamente el malo. Y estábamos ahí en el patio de la escuela y del arco de enfrente, re lejos, uno tira un zapatazo y la pelota va toda por arriba, y el profesor de gimnasia dice: ‘Darío, embolsalá’. El verbo ‘embolsar’. Y me acuerdo que agarré, hice así, la pelota venía, puse las manos como en bolsa y agarré la pelota. En ese momento todo mi equipo se me acercó y me palmeó. Parecía una película de Steve Martin. Me palmeaban y me decían groso, muy bien Darío... ¡Ah, es por acá!, dije yo, es por acá. Y ahí me volví fan del fútbol. Así que tengo esa dualidad: soy un irracional en el fútbol y un racional en la filosofía”.
Esos dos mundos -el intelectual y el popular, digamos- atravesaron para siempre su vida. “Pude ser por un lado alguien muy seguro de por dónde pasaba mi vocación, con esas peleas contra los rabinos, contra las maestras, contra el texto... el texto bíblico es un texto que a mí me fascina, me lo sé de pe a pa, pero sobre todo para cuestionarlo… Cuestionarlo en el mejor sentido. Yo creo que la mayor celebración de un texto es pelearse contra el texto. Y al mismo tiempo pude ser alguien que podía jugar al fútbol, tener amigos. Así transcurrió mi infancia”, dice.
El despertar de la fuerza
Cuando empezó la secundaria, Darío adoptó una costumbre: agarraba los diccionarios o enciclopedias que encontraba en su casa y buscaba nombres de filósofos para aprender sobre sus vidas y pensamientos. “Me acuerdo que anotaba en un papelito cuál era, para cada uno de los filósofos, el fundamento último de todas las cosas. Entonces ponía Pitágoras, los números. Aristóteles, los cuatro elementos, o la sustancia. Platón, las ideas. Y hacía eso. Siempre me convocó mucho esa pregunta”, dice.
La cuestión religiosa también lo marcó. “Yo creo que la religión y la filosofía son bastante cercanas. Evidentemente hay un lugar donde la filosofía cuando cree hablar de verdad se vuelve muy religiosa. Y el mundo religioso es bastante inspirador, por lo menos yo le agradezco. Después no hice otra cosa que pelearme contra ese mundo, pero le agradezco porque habilitó esa pregunta. Había tanta historia, tanto relato, tanto Dios, que yo no hacía otra cosa que preguntarme: ‘pero cómo puede ser en seis días…’”, dice.
“En esa época había salido un libro, año 70, que se llamaba Y la Biblia tenía razón. Era un libro donde los religiosos daban argumentos científicos para demostrar que todos los milagros de la Biblia habían pasado. Pero era como el horror, porque si daban argumentos científicos entonces no tenía sentido el sostén religioso. Entonces decían, no sé, la plaga del río Nilo transformada en sangre, y te demostraban que en esa época algo geológico había generado que el río se viera un poco más rojo. Con lo cual querían como justificar eso. Yo me devoré ese libro”.
Cuando recuerda sus lecturas o consumos culturales, vuelve a pensar y hablar de esos dos mundos que lo habitaban. “Te podía leer esos textos y ver Operación Ja Ja y reírme con Porcel y Rolo Puente ¿no? Vuelvo a esa dualidad, que siempre estuvo presente y de alguna manera también me llevó a dedicarme a la divulgación. El mundo de la academia siempre me pareció un mundo muy cerrado sobre sí mismo. No lo discuto, no me siento parte. Para mí hay una necesidad de que todos esos saberes, preguntas, inspiraciones, se vuelvan algo popular. Para mí la divulgación es un acontecimiento político en el sentido de que socializa un saber. Pero no un saber con respuestas, un saber como inspirador de preguntas. Me parece que cuantas más preguntas se hace uno y más duda de lo establecido, más libre es. Por eso esa vocación tan clara”, explica.
“Viví mis primeros tres años del colegio secundario en la dictadura. Eso fue clave también. Cuando uno analiza la dictadura solemos hablar de lo macro y nos olvidamos de lo micro, que era todos los días entrar y que un preceptor te mire el tamaño del pelo. Todos los días me tenían que cortar el pelo. Imagínense cómo condiciona eso. Para mí no es que no me corto el pelo porque me gusta. No sé, es un trauma ¿no? Y de algún modo sigue ahí presente”.
Borges y él
Mientras estaba en segundo año de secundaria sucedió algo que marcó su vida. “Ese año la profesora de Lengua y Literatura un día dijo: ‘Hoy empezamos a ver Borges’. En ese momento mi compañero de adelante, Mariano Caporaletti, me dijo: ‘Cagamos Darío, Borges es inentendible’. Y la profesora dijo: ‘Voy a leer un cuento’. Colegio de varones, imagínense lo que era, segundo año. Y lee un cuento de Borges que se llama La casa de Asterión, está en el libro El Aleph. Es básicamente un monólogo que hace el minotauro hablando de sí mismo en el interior del laberinto y dando de sí una imagen que no es la que nosotros tenemos del minotauro”, explica.
“El Asterión es el minotauro, es uno de los nombres del minotauro. Y la imagen que da no es la del minotauro diciendo soy una bestia, sino la del minotauro diciendo la estoy pasando mal. O sea, abraza a la gente y se le muere en las manos porque no domina su cuerpo. Y termina como diciendo ‘ojalá alguien me redima’. Me acuerdo el final. Deja un renglón Borges y dice algo como: ‘El sol reverberaba sobre la espada sangrando’, bastante así. Y después decía: ‘¿Lo creerás Ariadna? Dijo Teseo. El minotauro apenas se defendió’. Porque a Teseo, que es el que lo mata, Borges lo muestra diciéndole a Ariadna que en realidad el minotauro no fue la bestia que era”.
Mientras habla, se emociona. Algo en su voz cambia, como si él mismo entrara en el monólogo del cuento. Y sigue: “Yo era un devoto de los mitos griegos, me sabía todos. El minotauro también. Y empecé a escuchar eso de pronto. Tengo la imagen de mis compañeros como con ese efecto cinematográfico, tirándose cosas, tizas, escupiéndose, y yo estaba con la boca abierta. O sea, un orgasmo. Les juro eh. Los orgasmos sexuales lejos están de esa sensación que me tomó. Y cuando la profesora dice ese final, me acuerdo que me quedó la música: ‘¿Lo creerás Ariadna? Dijo Teseo. El minotauro apenas se defendió’. Yo quedé como así... Ta, ta, ta, ta, ta. Y la profe dijo: ‘Para la semana que viene me escriben todos un cuento que siga la estructura de La casa de Asterión’. Yo llegué a mi casa, saqué todo, me puse a escribir una historia de dos planetas, cualquier cosa. Pero estaba totalmente enganchado. Me mató. Me mató ese corte, esa idea de que las cosas pueden ser diferentes”.
“Yo siempre digo que ese cuento hizo más por adentrarme a la filosofía que un montón de otros impulsos. Porque yo entré a la filosofía por ahí, por la literatura, por la música. Me fascinó. Si el minotauro es el malo, ¿cómo puede ser el bueno? Y Teseo… Y estaba con esa música. Esa música siempre está. Por eso yo cuando doy una clase o hablo, siempre lo mío intenta ser musical, o rítmico. Juego mucho con eso. Pero no es un juego estratégico, se me enganchó. O sea, la subjetividad se te va construyendo sin que la busques. Y eso de algún modo me pasó. Me acuerdo que escribí un cuento que eran planetas que eran como personas y terminaba igual, terminaba ‘ta, ta, ta, ta, ta’. Esa música. Puse todo, pero cambiando los personajes”, cuenta.
“Me acuerdo que al mes llega la corrección y la profe empieza a repartir. Dice: ’Vos 4, vos 1, vos 3′. Un desastre, todos. Y no daba la mía. No me la daba. Y ya me di cuenta que algo pasaba. Y llega la última, agarra así mi prueba, tenía un 10, dice ‘quién es Darío’. Yo. Me dice ‘excelente’. Y me agrega esto: ‘Se nota que le gusta escribir’... Fue como... uno no elige ¿viste? Es como… Los docentes. Para mí son…”. Darío hace un silencio. Pide perdón. Se pasa las dos manos por los ojos, intentando borrarse dos lágrimas que apenas asoman y no quiere que caigan.
“Y aparte desde un lugar no buscado”, sigue. “Desde un lugar no productivo. ´Se nota que le gusta escribir’. Y ahí estoy. Y agradezco eternamente porque me dediqué a eso. Mis charlas, mis clases, son escritura. Ni hablar de que también escribo libros. Y no me acuerdo cómo se llama esa profesora y no importa, porque en algún sentido esos condicionamientos son tremendos. Yo creo que los docentes somos básicamente eso, inspiradores. Y nos excede también hacia quién estamos hablando. Digo, el docente da sin importarle a quien. Que para mí es como la fórmula de la amistad en algún punto. Desde ese lugar también me relaciono yo con mis estudiantes todo el tiempo”.
Nietzche, las clases y el día en que por primera vez “abrió la boca”
Un día fue a la biblioteca y la bibliotecaria, de la cual Darío estaba enamorado (amor adolescente y fantaseoso, vale aclarar), le dio un libro de Nietzche. Según dice Darío, lo que ella buscaba era sacárselo de encima, pero el libro igual le cambió la vida. Se trataba de Humano demasiado humano.
“Ese es mi primer abordaje a Nietzsche. De hecho uno de los programas de radio que yo hago se llama Demasiado humano en homenaje eterno a ese momento. Me acuerdo que agarré el libro de Nietzsche, me tomé el subte, porque la biblioteca estaba a tres estaciones de mi casa y me senté en el piso. Abrí el libro, capítulo 1, parágrafo 1 de Humano demasiado humano, leo, no entiendo nada. Nada eh. Pero sentí un amor... Porque yo creo que la filosofía tiene que ver con eso. Sentí como un encantamiento, y hasta un desafío. Ya no estaba pensando en la bibliotecaria, me había ido, me fui, me enamoré de Nietzsche. Me fui para otro lado y me enamoré de un texto que no entendía”, cuenta.
“Muchas veces me pasa que me paran en la calle y me dicen: ‘Darío, yo no estudié nada pero escucho tus charlas o veo tus programas en Canal Encuentro, y me encanta. No entiendo nada, pero están buenos’. Yo al principio decía que garrón ¿no? Y ahora no, porque lo hilvané con mi historia. Evidentemente hay algo más que la fría racionalidad analítica de la comprensión informativa. Hay emoción, hay otro modo de relacionarse con el deseo. Filosofía es básicamente amor al saber, por definición, o sea deseo”.
Antes de las charlas sin embargo, antes de los programas de divulgación y de los libros, a Darío le llegó la docencia. Siempre entendió así el ejercicio de la filosofía, desde el aula. “Siempre quise ser docente. A mí me preguntan profesión en un hotel y yo pongo docente, no pongo licenciado en filosofía. De hecho soy docente en todo sentido: me preguntás cómo hacer un pollo a la portuguesa y soy docente. Me preguntás cómo viajar de acá a Villa Urquiza y te armo un pizarrón. Digamos, la docencia tiene que ver con cierta forma de relacionarse con el otro”, explica.
Un día, mientras él cursaba el tercer año de Filosofía, se abrió una vacante para dar la materia Pensamiento Científico en el Ciclo Básico Común (CBC) de la UBA. Eran los comienzos de los años noventa y Darío se anotó. Lo eligieron. “Me acuerdo que me llama la titular, Estela Santilli, y me dice ‘empezás el martes, siete de la mañana, aula 4, Drago’. Yo había ido a Drago a estudiar, no me acordaba qué era el aula 4. Dije qué doy, qué doy. ‘Tenés que dar un texto de Ernest Nagel que se llama La ciencia y el sentido común’. Dónde lo encuentro. ¿Vení a buscarlo a mi casa’. Fui a la casa, me dio una fotocopia de ese texto. Estuve todo el fin de semana leyéndolo. Aparte soy un obsesivo, subrayo todo. Tenía 23, 24 años. Aburridísimo era el tema. O sea: ¿cuál es la diferencia entre el pensamiento científico y el pensamiento del sentido común? Aburridísimo”, cuenta.
“Cuestión, llego al aula 4 y resultó ser el Aula Magna de Drago. 400 alumnes. Una tarima. Yo tenía el pelo suelto, con 24 años, los chicos del CBC tenían 18, 19. Era un par. Me agarró un cagazo. Dije qué hago acá. Me tengo que subir a esa tarima y hablar, y que me escuchen, y que me tomen en serio. Y entonces me acuerdo que llego así, voy como subiendo a la tarima con una sensación de vergüenza, con los hombros para abajo. Y escucho como una risotada, se reían de mí, obvio. De mi pelo, no sé. Y en eso me paro, levanto la vista, veo a todos sentados con la lapicera, el papel, mirando... y abrí la boca y dije: ‘En el libro La estructura de la ciencia Ernest Nagel diferencia dos formas del conocimiento, la ciencia y el sentido común. ¿Qué es la ciencia?’. Y empecé a caminar, a los tres minutos estaba abajo de la tarima caminando de acá a allá, todo el mundo anotando, y yo pensaba: me están escuchando. Y sentía que lo que decía tenía sentido. Abrí la boca, salió”, dice, emocionado otra vez.
“Yo creo que es eso, ¿no? Cuando uno escribe, cuando uno habla. Yo llegué acá y abrí la boca. No es que preparé algo. Obviamente tenés todo preparado en un punto, más si estuve todo el fin de semana tragándome el libro, y el libro quería salir ¿no? Pero ahí me di cuenta de que esto era lo mío. Ahí lo dije: esta es mi vocación”.
Preguntas para el hombre que vive de hacerse preguntas
Como en cada entrega de “Cómo llegué hasta aquí”, las preguntas de los estudiantes presentes en la charla fueron fundamentales. Acostumbrado a dar clases, Darío alentó esta posibilidad, y se dio uno de los ida y vuelta más provechosos del ciclo.
-Explicaste que tu carrera es hacerte preguntas. ¿Cómo hace un filósofo para seguir encontrando preguntas a lo largo de los años? ¿Eso se aplaca alguna vez?
-Cuesta un montón. Me cuesta en un doble sentido, me cuesta en relación a la vejez. Es cierto que cada vez te sorprenden menos las cosas. Cada vez son menos las ideas que te sacan de eje, que es para mí la vocación filosófica. Siempre encuentro un nuevo autor, autora, un tema que digo ‘al fin, alguien que me generó ese orgasmo inicial, eso que me generó lo de Borges’. Las últimas filosofías que me generaron eso fueron la biopolítica en su momento y ni hablar la filosofía de género. Toda la filosofía de género y la filosofía feminista fue un mazazo para mí. En la posibilidad de visualizar desde otro lugar nuestra relación con la identidad. Y últimamente todo lo que tiene que ver con lo que es el giro animal, que es comprender más allá de las fronteras de lo humano al viviente no humano. Me parece un temazo ese. Que en definitiva es la cuestión del otro, es la que siempre a mí me llamó.
-¿Cómo fue que encontraste la masividad en una profesión que era tan de nicho? ¿Y cómo te llevás con esa masividad?
-Siempre traté de hacer fuera del aula lo mismo que hago en un aula. En un aula doy una clase ante veinte personas. Si doy charlas ante cinco mil, seis mil personas, para mí es lo mismo. O sea, no es que digo acá son muchos, tengo que cambiar el lenguaje. Evidentemente algo de lo que pasaba en el aula funcionaba que generó que entonces se masifique. Pero en ese salto a la masificación no es que dejé de lado cosas ¿entendés? O que deflacioné mi forma. Todo lo contrario. Lo que hice fue abrir la puerta del aula o meter una cámara de televisión en el medio del aula y contar con un equipo de producción que en vez de dar ejemplos inventados me pusieron diez actores y actrices representando cosas. Eso desde el punto de vista creativo.
-¿Y desde el punto de vista personal? ¿Qué cambió?
-Y... fue un cimbronazo. Uno trata de llevarlo del mejor modo. Soy muy agradecido pero bueno, también me llevó puesto en un montón de lugares ¿no? Vinculares, personales. Porque tiene toda una consecuencia, de repente te sentís invadido, o sentís que tus relaciones afectivas cambian. Es un tema… no es que uno puede pasar por ahí sin que nada le pase. Te puede pegar mejor, peor, pero te pega. Ahora estoy como bien. Siempre tuve esa sensación de que era extraño. Y que se iba a terminar rápido, entonces había que aprovechar todo, porque en algún momento se acababa. Pero bueno, eso también tiene que ver con la pregunta anterior, que es que la profesionalización de mucho de lo que hago también atenta contra la espontaneidad. A veces me pasa eso, que siento que soy repetitivo, o me piden dame una clase de esto, o hablame de este tema... y hablo del mismo tema. El tema del amor por ejemplo, del que hablo hace cuatro o cinco años… Estoy podrido de hablar del amor, y sin embargo hablo del amor y hay gente que me escucha por primera vez y se fascina. Entonces uno tiene que poder encontrar siempre algo distinto.
Por: Joaquín Sánchez Mariño. Fotos: Gustavo Gavotti
Agradecimiento: Usina del Arte y Susana Mitchell, Coordinadora Laboratorio de Comunicación y Medios-FCS-UCA y Fontenla (Furniture Design)
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