Muchos consideran que fue Elvis Presley la primer gran estrella de la música, con mujeres desmayándose y gritando eufóricas en sus conciertos. Luego vinieron los Beatles con su Beatlemanía y el fenómeno Presley se transformó en algo mucho más grande.
Gracias a la llegada de las redes sociales, el fanatismo no ha hecho más que crecer de manera desmedida y agrupaciones como BTS o más recientemente Taylor Swift, han vivido este fenómeno y sus muchas consecuencias, tanto positivas como negativas.
Sin embargo, antes que todos artistas aparecieran, antes que incluso los medios de comunicación masiva fueran inventados, hubo un artista que revolucionó la manera de salir al escenario, y por ende, la forma en que los asistentes a sus conciertos vivían la música.
Se trató de nada menos que Franz Liszt, y aunque es un nombre que puede parecer muy familiar para cualquiera que haya estudiado algo de la historia musical, su importancia como un ídolo de las masas no ha sido lo suficientemente registrada.
¿Pero qué era tan diferente en este pianista? ¿Cómo fue que las mujeres de hace doscientos años atrás quedaban tan obsesionadas con él que se peleaban por quedarse las colillas de los cigarrillos que tiraba al suelo? Esta es la historia de Franz Liszt, “el primer rockstar de la historia”.
El niño prodigio
Liszt nació el 22 de octubre de 1811, en lo que en su momento fue considerado el Reino de Austria. Desde sus primeros años mostró un enorme talento, quizá inspirado por su padre Adam Liszt que, siendo parte de la Sociedad Dilettante, era un gran amante de la música con talento para el piano, el violín, el violonchelo y la guitarra. Gracias a las conexiones de su padre, Liszt pudo tomar clases de Karl Czerny (discípulo de Beethoven) y de Antonio Salieri, director musical de la corte vienesa que debido a ciertas cintas recientes se creyó que tenía una rivalidad con Wolfgang Amadeus Mozart.
La educación musical de Liszt comenzó a los siete años y para los 13, ya estaba brindando shows en París, Londres y varias partes de Europa, prometiendo un futuro insólito para el pequeño prodigio.
Sin embargo, la adolescencia de Liszt fue relativamente común, siendo un profesor de piano de tiempo completo en París, aunque sería en esta época que desarrollaría su amor por la bebida y el tabaco.
Sería en abril de 1832, cuando Liszt tenía 21 años, que una experiencia única lo haría darse cuenta del destino tan grande que se le tenía preparado.
El violinista del diablo
Aquel 20 de abril de 1832, Franz Liszt tuvo la oportunidad de ir a un concierto de Niccolò Paganini considerado ya para la época uno de los músicos más virtuosos del planeta. Además de su técnica, a Paginini lo respaldaba una leyenda que hasta el día de hoy genera una enorme fascinación.
Se dice que una noche, Paganini tuvo un sueño en el que se encontraba con un demonio, quien le pidió prestado su violín. Paganini accedió y el demonió comenzó a afinarlo para después tocar la canción más hermosa que el italiano jamás había escuchado.
Paganini despertó bañado en sudor y de inmediato tomó sus papeles pautados para comenzar a escribir la canción que acababa de escuchar, pero lo que plasmó en sus hojas no estaba ni cerca de ser tan extraordinaria como la melodía que escuchó en sus sueños. Aún así, a partir de esa noche, el violinista desarrollaría una habilidad tal en su instrumento que todos aseguraban que le había vendido el alma al diablo, convirtiéndolo en una leyenda viviente.
Fue así que Liszt, al ver la extraordinaria habilidad de Paganini, sumado a la leyenda que lo precedia, se dispuso a convertirse en una figura a su altura, pero desde el piano, y sin saberlo, revolucionaría la música para siempre.
La revolución del concierto para piano
Durante la segunda mitad de la década de 1830, Liszt se había instalado en Ginebra como maestro del conservatorio y escribiendo varias piezas que sólo reiteraban su estatus como un genio musical. Para finales de la década, el músico se enteró que en la ciudad de Bonn, Alemania, se tenía planeado erigir un monumento en memoria de Beethoven. Sin embargo, el monumento peligró debido a que no había suficiente presupuesto, por lo que el austríaco decidió ayudar con la causa, y para recaudar dinero, debía regresar a los escenarios, pero antes de partir, quiso hacer muchos cambios en su interpretación.
El primer cambio que hizo Liszt fue deshacerse de las partituras y dar sus conciertos completamente de memoria. Para los músicos de la época, esto era de muy mal gusto, pues se consideraba que denotaba cierto nivel de pedantería por parte de los artistas. No obstante, Liszt creyó que era el primer paso para darle a sus conciertos un giro de 180°.
Cabe mencionar que Liszt tenía una enorme desventaja contra su idolo Paganini: el violín era considerado el instrumento rey, de hecho, hubo un tiempo en el que directores de orquesta no existían, eran los mismos violinistas líderes quienes se encargaban de llevar la batuta, literalemente. En este contexto, un violinista podía dar un concierto solista y era muy bien recibido, pero incluso con lo hecho por Vivaldi, Mozart o Beethoven, el piano seguía siendo relegado a segundo término.
Fue entonces que Liszt decidió acomodar su piano de perfil para que el público pudiera ver su rostro completamente enajenado por la música y sin la distracción de seguir las partituras al pie de la letra. Esto es muy parecido a lo que siglos más tarde haría Ringo Starr de los Beatles con su batería, poniéndola sobre una tarima para no quedarse sin su pedazo de fama.
Como cereza del pastel, Liszt tuvo la grandiosa idea de entrar por uno de los extremos de la sala de concierto (no por atrás como incluso ahora se acostumbra), dándole un acercamiento aún mayor con el público.
¿El resultado? Nada menos que la Lisztomanía.
La Lisztomanía, un fenómeno sin precedentes
La forma en que Liszt usó estos “pequeños cambios” fue meramente alucinante. Mientras sus dedos se deslizaban en las teclas del piano, su rostro mostraba una auténtica entrega, dejándose llevar por cada una de las notas que interpretaba. Mientras tanto, el calor que le recorría el cuerpo se desbordaba en forma de sudor, que se escurría por su larga cabellera saliendo disparado directamente al público entre cada cabeceo.
La pasión con la que Liszt interpretaba su música se transmitió de inmediato al público, que pronto se convertirían en fanáticos como hoy en día los conocemos. Las mujeres de la época gritaban, lloraban y se desmayaban al escuchar a Liszt, pero además, buscaban desesperadamente quedarse con alguna memorabilia del concierto.
Se dice que muchas fanáticas usaron las cuerdas rotas del piano de Liszt para hacerse pulseras, otras llegaban a los golpes para quedarse con las colillas de cigarro del músico y las guardaban en sus escotes o simplemente se hacían con el té que el músico había dejado a medio tomar y lo preservaban en botellas de perfume.
Estas actitudes obsesivas no eran exclusivas de las mujeres, los hombres también se volvían locos por el austríaco. Cuando veían pasear a Liszt en su carruaje, sus fans quitaban a los caballos y ellos mismos llevaban a Franz. Con el pianista también comenzó la costumbre de seguir a un artista por cada una de las ciudades que visita, algo que se popularizó mucho cuando los conciertos multitudinarios aparecieron a finales de los años 60′s.
Heinrich Heine, escritor y poeta alemán, fue el primero en acuñar el término “Lisztomanía” para referirse al impacto de Franz Liszt en la psique de sus seguidores.
“Cuando escuché anteriormente de la racha de desmayos que estallaron en Alemania y especialmente en Berlín cuando Liszt se mostraba a sí mismo allí, me encogí de hombros avergonzado y pensé: los tranquilos alemanes sabatarianos no quieren perder la oportunidad de conseguir el poco ejercicio necesario que permiten... En su caso, pensé, se trata del espectáculo por el espectáculo en sí... Así me explico esta Lisztomanía y lo vi como una señal de las condiciones políticas carentes de libertad existentes más allá del Rin. Sin embargo, me equivoqué, después de todo, y no me di cuenta hasta la semana pasada, en el teatro de ópera italiano, donde Liszt dio su primer concierto... Fue verdaderamente un sentimiento no germánico, sentimentalizando a la audiencia berlinesa, antes de que Liszt tocara, totalmente sólo, o mejor dicho, acompañado únicamente por su genio. Y, sin embargo ¡cómo les afectó convulsivamente su apariencia! ¡Qué estrepitoso que fue el aplauso cuando lo vieron! ¡Qué aclamación! Una verdadera locura, ¡sin precedentes en los anales del furor!”.
El final de una era
A lo largo de casi una década, Liszt dio alrededor de mil recitales de piano (de hecho, es gracias a él que estas presentaciones tienen este nombre). Sin embargo para 1847, durante una presentación en Kiev, la princesa Carolyne zu Sayn-Wittgenstein, convenció al músico de que se olvidara de las giras musicales y se dedicara por completo a la composición.
Entre 1860 y 1870, Liszt brindó varias clases a alumnos selectos en las ciudades de Weimar, Budapest y Roma, además de brindar presentaciones ya no tan extenuantes como las de su época dorada. Debido a su avanzada edad, estos viajes se volvieron cada vez más complicados, a tal punto que en 1881, sufrió una caída que mermó seriamente su salud.
Dolencias, asma, insomnio, cataratas, neumonía y hasta una enfermedad cardíaca, fueron algunos de los síntomas que presentó al momento de su muerte el 31 de julio de 1886.