“Dame un tiempo que se está levantando temporal y tuvimos que suspender algunas actividades”, escribió Víctor Zalazar por WhatsApp, para atrasar unos minutos la entrevista. Era jueves. Se había desatado una tormenta de viento blanco, con ráfagas de 120 kilómetros por hora, que los había obligado a interrumpir la jornada antes de hora.
“Se levanta viento y no te deja ver nada”, describió en una comunicación telefónica con Infobae, ya desde su casa. Víctor y su esposa Mariana Ibarra son los maestros de la Escuela Provincial Nº 38 “Pte. Raúl R. Alfonsín”, el único colegio argentino que no debió cerrar sus puertas por el avance del coronavirus. Es que en la Base Esperanza de la Antártida, donde está ubicada la escuela, el virus es una noticia lejana, de la que se enteran por sus familiares o a través de Internet y la radio.
La escuela depende del ministerio de Educación de Tierra del Fuego y funciona bajo un protocolo estricto que, en este caso, no es para una “nueva normalidad”; es simplemente para la normalidad inclemente de la Antártida. “Acá el protocolo es muy distinto. Lo vemos como algo natural, de todos los días”, agregó el profesor.
La base cuenta con una estación metereológica que trabaja las 24 horas y arroja ocho alertas por día. Cuando los vientos alcanzan los 30 nudos, es decir los 60 kilómetros por hora, la directora tiene la facultad de suspender las clases o de llamar a los padres para que se acerquen a retirar a los hijos. Pese a los vaivenes del clima antártico, tan solo debieron suspender las actividades cuatro días en lo que va del año.
La base funciona en un radio acotado. La casa más alejada de la escuela está a solo 200 metros. Pero esas dos cuadras pueden convertirse en una odisea si el clima no acompaña. “Se pone muy peligroso cuando se levanta viento. No se ve nada, la visibilidad no llega ni al metro. Una cosa es que te cuente y otra cosa vivirlo. La nieve te castiga y el viento en el cuerpo te arrastra. Cuando supera los 100 km/h, es como si alguien te empujara de atrás”, relató Víctor.
Cada salida a la escuela es un ritual en sí mismo. Los preparativos llevan al menos 20 minutos. Tanto adultos como chicos salen equipados para hacer frente a temperaturas polares, que pueden llegar a 45 grados bajo cero, tal como sucedió el sábado durante la tormenta de Santa Rita. El uniforme consta de botas, pantalones de primera piel, pantalones de nieve, remera térmica, buzo polar, una campera de plumas y otra para la nieve, guantes, bufanda, gorro, antiparras y hasta crampones cuando se forman bloques de hielo.
En la Base Esperanza hoy viven 63 personas, entre personal de ejército, fuerza aérea, meteorólogos, familia docente y niños. En la escuela tienen 14 alumnos en total, pero solo nueve de ellos concurren al establecimiento: los dos de nivel inicial y los siete de primaria. Por su parte, los chicos del secundario cursan en modalidad virtual, en una plataforma desarrollada por el Ejército argentino.
Los alumnos de jardín y primaria tienen clases bajo el modelo de plurigrado, como es habitual en las escuelas rurales. Pese a las diferencias de edades, todos comparten el mismo salón. “Tenemos un aula por nivel, pero a esta altura del año incluso juntamos a los niños de inicial con los de primaria. Lo que hacemos es complejizar el contenido de acuerdo a la edad de cada chico y se da una dinámica muy linda. El más chico es una esponja que absorbe mientras le enseñás al más grande”, explicó.
Las campañas en la Antártida duran entre diez meses y un año. Las familias llegan a mediados de febrero y se quedan hasta los primeros días de diciembre. Por la pandemia, la Antártida está cerrada, más que de costumbre. Solo llegaron unos pocos vuelos en el Hércules en mayo para abastecimiento. La carga pasó por un proceso riguroso de aislamiento tanto en Río Gallegos como en la base. Más allá de eso, no ingresó nadie.
“Es un poco raro. Cuando vine a la Antártida sabía que íbamos a estar aislados naturalmente, pero este año se dio todo lo contrario. En el continente (así le llaman al resto de la Argentina) tuvieron épocas de cuarentena muy estricta y acá se mantuvo todo con normalidad. Fue muy lindo que pudiéramos seguir con la escuela tal cual como era antes de la pandemia”, dijo el maestro.
En diciembre, las familias emprenderán la vuelta a sus respectivas provincias. En 2021, los chicos correrán con una pequeña ventaja respecto a sus compañeros. Ellos habrán podido cursar todo el ciclo lectivo en forma presencial y completado la currícula prevista para el año.
“Van a tener esa diferencia de que tuvieron el trato personal con el docente que, además, acá es muy especial. Al ser tan pocos alumnos, el vínculo que se da es uno a uno y excede el tiempo escolar. Estamos con los chicos casi las 24 horas, hasta los sábados nos juntamos a compartir las famosas pizzas antárticas en la casa principal. El vínculo es muy fuerte”.
Una familia antártica
Para Víctor y Mariana es la segunda campaña. Su primera experiencia fue en 2018 y cumplieron con un deseo que había germinado cuando ambos cursaban el profesorado en Ushuaia. No conocían demasiado del mundo antártico, pero lo conversaron con sus hijos, Victoriano y Juan Ignacio, y decidieron lanzarse a la aventura. La experiencia fue tan buena que dos años después fueron los chicos los que impulsaron la vuelta. “Estamos acá por ellos”, dice el padre.
“Te pasan cosas que a veces suceden solo en las películas. Para llegar, te subís a un Hércules, un avión militar donde no hay asientos y te sentís en una escena. El avión te deja en la Base Marambio y te subís a un helicóptero para llegar a Esperanza. Acá ves postales que en otro lado es imposible: ves pingüinos, en verano te los cruzás cada dos metros caminando por la base. También hay orcas, focas leopardos, lobos marinos, témpanos. A un kilómetro hay un glaciar al que accedés caminando. Es alucinante”, describió Zalazar.
Según el profesor, hay cuatro etapas bien marcadas en la experiencia antártica. La primera es de enamoramiento: todo es hermoso e impactante hasta junio, cuando llegan las noches polares, de hasta 16 horas por día bajo la sombra. Después de ese impase más bien gris, se renuevan las expectativas, el clima se vuelve más tolerable. Ya cuando se acerca el final, aparece la nostalgia.
Tanto Víctor como su esposa y sus hijos saben que entre noviembre y diciembre empezarán a añorar algo que todavía no se fue, pero se avizora próximo. Cada año, el ministerio de educación fueguino designa un comité encargado de elegir a la pareja -siempre deben estar casados y residir en la provincia- de docentes que dará clases en la Escuela Nº 38. “Lo vamos a extrañar, pero esta sí es nuestra última campaña”, dicen. El año que viene será otra la familia que pondrá en marcha la escuela.
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