Dos años después de que lanzara su invasión de Ucrania el 24 de febrero de 2022, las cosas van como quiere Vladimir Putin. La contraofensiva ucraniana del verano (boreal) fracasó y las tropas rusas avanzan lentamente. El 17 de febrero tomaron Avdiivka, una pequeña ciudad, ahora una ruina humeante, junto a la ciudad de Donetsk, en manos rusas. Es el primer logro ruso desde mayo, y le costó a Rusia al menos 13.000 hombres y 400 tanques. Pero aunque su importancia es limitada si se tiene en cuenta su coste, es una señal de la férrea determinación de Putin de continuar su guerra. El complejo militar-industrial ruso produce ahora cinco veces más proyectiles que al comienzo de la guerra. Mientras tanto, la ayuda occidental a Ucrania disminuye.
El presidente ruso también avanza en el frente interno. El 16 de febrero se deshizo por fin de Alexei Navalny, un valiente líder de la oposición que murió en la cárcel del Ártico donde Putin lo había encarcelado. La madre de Navalny fue informada de que el motivo de su fallecimiento era “un síndrome de muerte súbita”; muchos otros enemigos de Putin han sucumbido a causas similares, opacas desde el punto de vista médico. Los dos frentes están conectados; la guerra de Putin en Ucrania siempre ha consistido en asegurar su posición en casa cambiando las condiciones en el exterior.
Stephen Covington, un veterano experto en Rusia que ha asesorado a los comandantes supremos aliados de la OTAN en Europa durante los últimos 30 años, llama a esto una especie de revolución, un intento de cambiar las propias condiciones sobre las que se construyen el orden social y político y la seguridad.
Su origen se remonta a 2007, cuando Putin llegó a la conclusión de que un cambio dentro de Rusia socavaría su propio poder. Poco dispuesto a integrarse en Occidente e incapaz de competir con él económicamente, ya que ello exigiría un cambio de sistema político, Putin se sintió obligado a situar a su país en la senda de la confrontación con Occidente. “La elección de Putin refleja la opinión de que Rusia sólo puede hacer frente a su falta de competitividad cambiando el mundo que rodea a Rusia y, lo que es más importante, cambiando el sistema de seguridad europeo”, escribió Covington en un artículo publicado en Harvard en 2015.
No era el poder militar de la OTAN lo que Putin temía, sino los principios para cuya defensa se creó en 1949: “la libertad, el patrimonio común y la civilización de sus pueblos, basados en los principios de la democracia, la libertad individual y el Estado de Derecho”. Suponían una amenaza existencial para su poder. “Vemos que la doctrina de los derechos humanos se utiliza para destruir la soberanía de los Estados, para justificar el dominio político, financiero, económico e ideológico de Occidente”, declaró Putin en diciembre de 2022. La guerra que libra no es realmente por el territorio de Ucrania, sino por todo un sistema de control político dentro y fuera de Rusia.
Dentro de Rusia, no sólo se experimenta en forma de ataques con aviones no tripulados o de bombardeos de la ciudad rusa de Belgorod por las fuerzas ucranianas, sino en los ataques directos de Putin contra su propio pueblo. El asesinato de Navalny, un hombre que afirmaba sin miedo el poder de la acción humana, es de hecho un golpe a los corazones y las mentes del país.
Este ataque interno va mucho más allá de los oponentes de Putin. El acatamiento acobardado ya no se considera suficiente para el presidente que, como cualquier dictador paranoico, ve el peligro en todas partes; el número de casos de traición cada año se ha multiplicado por diez desde el inicio de la guerra. Con sus opositores pudriéndose en la cárcel, muertos o exiliados, el régimen se vuelve ahora incluso contra los que le son amigos.
En diciembre, una fiesta “casi desnuda” de celebridades y miembros de la alta sociedad rusa en un club nocturno privado provocó la indignación de Putin y se convirtió en una vergüenza pública. El anfitrión de la fiesta se vio obligado a disculparse ante las cámaras. Un rapero que apareció con un calcetín en la ingle fue encerrado dos semanas. A Fillip Kirkorov, la estrella del pop mejor pagada de Rusia, leal al Kremlin desde hace mucho tiempo, se le prohibió aparecer en la televisión estatal y se lo envió a redimir sus pecados actuando en un hospital militar del este de Ucrania, ocupado por Rusia. “La verdadera élite”, dijo Putin, “debe estar formada por participantes en la operación militar especial (su término para referirse a la guerra), no por bichos raros que exhiben sus genitales”.
Esta guerra interna se libra contra los jóvenes y cosmopolitas de las grandes ciudades rusas. Cualquier mención o exhibición de atributos LGBT ha sido criminalizada. Se ha restringido el acceso al aborto. Los sacerdotes que predican la paz en lugar de la victoria han sido expulsados de la iglesia. Grigory Mikhnov-Vaitenko, un sacerdote que intentó celebrar una misa en memoria de Navalny, fue detenido y hospitalizado tras sufrir un derrame cerebral. Niños de tan solo cuatro años se visten con trajes militares para participar en “juegos patrióticos”. En las escuelas se han prescrito libros de texto que declaran que Rusia siempre ha estado en guerra con Occidente. Halloween y San Valentín han sido degradados a fiestas ajenas, mientras que el año nuevo chino ha sido elevado casi al nivel de fiesta estatal, con farolillos y dragones decorando el centro de Moscú. China, al fin y al cabo, es vista como aliada de Rusia en su guerra contra Occidente.
También se ha violado la propiedad privada. Decenas de empresas privadas han sido nacionalizadas sin indemnización. Primero fueron los activos extranjeros lo que perseguía Putin. Ahora es a los empresarios rusos a quienes se les ha dicho que devuelvan los activos que compraron legalmente en la década de 1990. Criticar la guerra no sólo puede acarrear penas de cárcel, sino también la pérdida de propiedades. El 14 de febrero, Putin firmó una ley que permite confiscar propiedades y bienes a las personas condenadas por desacreditar al ejército ruso o difundir “fakes”, pedir sanciones o ayudar a organizaciones internacionales en las que Rusia no participa.
Todo ello provoca resentimiento. Las protestas públicas son brutalmente reprimidas, pero el descontento estalla en diferentes formas y lugares. Al enterarse del asesinato de Navalny, miles de personas salieron a la calle y cubrieron de flores los monumentos conmemorativos de anteriores víctimas de la represión política, antes de que la policía interviniera para detenerlas y retirar los homenajes.
También se ha hecho más audible un movimiento antibelicista llamado Put Domoi (El camino a casa), liderado por las esposas, hermanas y madres de los hombres movilizados. Todos los fines de semana acuden con pañuelos blancos a depositar flores en las tumbas de soldados desconocidos en ciudades de toda Rusia. El Kremlin ha tenido cuidado de no desencadenar protestas más amplias deteniéndolas o agrediéndolas, y en su lugar ha acosado a los periodistas que informan sobre ellas. Los sondeos de opinión muestran que la voluntad de la población de sacrificarse por la guerra está en su punto más bajo desde el inicio de la “operación militar especial” de Putin. La mayoría de los rusos nunca pidieron la guerra, no ansiaban el territorio ucraniano y quieren que sus vidas vuelvan a la normalidad. Nada de esto significa que se esté formando un movimiento de protesta, pero los datos de las encuestas sugieren que el apoyo a la guerra se está erosionando lentamente.
Hay otra razón por la que la mayoría permanece en silencio aunque no apoye la guerra, argumenta Kirill Rogov, analista político. Es la incapacidad de comprender cómo Rusia podría retirar sus tropas sin que todo su orden social se viniera abajo. Lo que la gente ansía es volver a la normalidad, no una revolución. Y este anhelo explica la repentina popularidad de Boris Nadezhdin, un veterano político de tendencia liberal al que se le permitió recoger las 100.000 firmas que necesitaba para inscribirse como candidato presidencial en las elecciones del próximo mes. Su mensaje a favor de una Rusia libre y pacífica resonó. No calificó la “operación militar especial” de crimen, ni siquiera de tragedia. La calificó de error, algo que puede corregirse. Y en lugar de culpar a sus compatriotas, intentó consolarlos y darles esperanza.
Como resultado, cientos de miles de personas hicieron cola para dar su firma. Apenas conocido por el público ruso fuera de Moscú al comienzo de la campaña, su índice de popularidad se disparó hasta alcanzar cerca del 10% en el momento de entregar sus firmas. Por supuesto, el Kremlin detuvo rápidamente el experimento antes de que llegara más lejos, y ha prohibido a Nadezhdin presentarse. Pero la retirada de Nadezhdin no elimina la exigencia que reveló. Que esta presión pueda crecer con el tiempo hasta formar un consenso que traiga un cambio o que pueda ser manejada por el Kremlin depende en parte del estado de la economía y en parte de acontecimientos impredecibles.
Por ahora, el coste del cumplimiento es bajo y los riesgos de hablar en contra son mucho mayores. Esto podría cambiar. La capacidad de Putin para militarizar la economía rusa manteniendo el nivel de vida es limitada. Alexandra Prokopenko, del Carnegie Russia Eurasia Centre, un centro de estudios con sede en Berlín, afirmó recientemente en Foreign Affairs que Putin se enfrenta a un “trilema imposible”: financiar la guerra, mantener el nivel de vida y controlar la inflación. Los dos primeros objetivos exigen un mayor gasto, que alimenta la inflación y socava la estabilidad económica. Según Prokopenko, el daño causado a la economía no puede repararse sin poner fin a la guerra y sin que se levanten las sanciones occidentales.
Pero Putin no puede hacerlo, porque su régimen sólo puede existir en estado de guerra. Para él es más seguro redoblar los esfuerzos, imponiendo una mayor represión a su pueblo, que detenerse, lo que provocaría inevitables preguntas sobre los costes y las causas de la guerra. No es el primer gobernante que se encuentra en esta situación. Es lo que concluyó el alto mando alemán en la primavera de 1918 cuando adoptó una actitud de “todo o nada” ante la victoria y se preparó para una ofensiva decisiva.
La brecha entre el militarismo de Putin y el deseo de los ciudadanos de que la vida vuelva a la normalidad no hará sino crecer. Este estado de ánimo ya está afectando a los que están atrapados en las trincheras. Como dice Alexander Shpilevoi, un soldado de 27 años en primera línea, en un vídeo publicado en un canal de Telegram llamado Road Home, gestionado por las esposas y hermanas de los hombres rusos movilizados: “Todos quieren volver a casa. Muchísimo”. Su llamamiento le llevó a una fosa de castigo en la Luhansk ocupada por Rusia.
Sentado bajo las bóvedas medievales de su fortaleza del Kremlin, Putin ve el mundo de otra manera. Para él, el elevado coste de esta guerra justifica la envergadura de su empresa. Como demostró vívidamente en su reciente entrevista con el ex presentador de Fox News Tucker Carlson, vive entre los antiguos príncipes y zares de Rusia, mide sus esfuerzos en siglos y ve como una misión histórica no sólo restaurar su imperio perdido, sino derrocar el orden social que surgió tras la Segunda Guerra Mundial en Occidente y que se extendió hacia el Este tras la caída del muro de Berlín. Quiere derrotar el sentido mismo de la voluntad individual que encarnaba el Sr. Navalny. Y no se detendrá.
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