Alexei Navalny no sólo desafió a Putin, sino que puso de manifiesto su depravación

“El Estado putinista no puede durar”, escribió en enero, en el tercer aniversario de su regreso a Rusia. “Un día miraremos y se habrá ido”

Alexei Navalny habla durante una protesta en Moscú (REUTERS/Sergei Karpukhin)

Era un tipo corriente. Nada destacable en él. Era Everyman, un ruso cualquiera; uno de los cientos de miles cuyas voces suelen ser sofocadas y cuya existencia el Kremlin ignora. Cuando pronunciaba un discurso, no lo llenaba de citas literarias o referencias a la historia. Le gustaba sentarse con la gente y hablar de lo que les preocupaba: la sanidad, las escuelas, las carreteras llenas de baches, el precio del pan. No era un filósofo, sino un abogado en activo, convertido en bloguero obsesivo, convertido en el principal opositor a Vladimir Putin y su régimen de ladrones y sinvergüenzas. O mejor dicho, sinvergüenzas, ladrones y asesinos. Se opuso a todo lo que representaban: corrupción, amiguismo, codicia, podredumbre moral. Por esa oposición sabía que sería interminablemente acosado, encarcelado y silenciado. Posiblemente asesinado. Pero Alexei Navalny no tenía miedo a la muerte. A menudo hablaba como si ya hubiera muerto y lo hubiera superado.

Casi lo había hecho. En agosto de 2020, en un vuelo de campaña en Siberia, cayó en coma cuando su ropa fue untada con Novichok, un agente nervioso desarrollado por el ejército ruso. El hospital regional no pudo atenderle, por lo que fue trasladado en avión a Berlín. Cuando, al cabo de cinco meses, se recuperó y voló a casa, fue inmediatamente detenido y encarcelado por cargos absurdos. Pero se vengó de “Vladimir, el envenenador de calzoncillos”. Dos días después de su detención, su equipo difundió una película de dos horas sobre el palacio secreto de Putin en el Mar Negro, con sus helipuertos, su iglesia privada abovedada, sus lavabos de oro y su escenario para bailar en la barra. No necesitó pronunciar un discurso al respecto. La película lo decía todo.

Navalny en una audiencia judicial (REUTERS/Maxim Shemetov)

El palacio había sido filmado por un dron lanzado desde una lancha neumática, como en una película de suspense. Los dramas de Hollywood parecían reflejar regularmente los suyos. Aprendió mucho de películas y series de televisión: todo lo que sabía de política, por ejemplo, lo aprendió viendo “The Wire” y “El ala oeste”. Su propia carrera era un gran reality show, en el que luchar contra las autoridades era divertido. Y era ciencia ficción, su gran amor, con matones imprevisibles en un universo extraño y amenazador. Su envenenamiento fue como ese fragmento de “Alien”, en el que el monstruo Putin revelaba su verdadero horror al salir del huevo. Después de su detención, y con la ayuda de sus abogados, se dedicó a postear en Instagram y a imaginarse que estaba en la cabina de una nave espacial que viajaba a un nuevo mundo. Puede que sus guardias androides se lo impidieran o que los asteroides hicieran explotar la nave por completo, pero había muchas posibilidades de que pudiera atravesarla a toda velocidad.

¿Hacia dónde? A la maravillosa Rusia del futuro: libre, democrática, sin amenazas, capitalista sin tonterías. Y, sí, feliz. Había apoyado las privatizaciones masivas de Boris Yeltsin, pero el ascenso de los oligarcas desacreditó tanto al capitalismo como al liberalismo que sintió que su sueño había muerto. Persuadir a los rusos de a pie para que volvieran a quererlos -para que se dieran cuenta de que en realidad nunca los habían conocido- fue difícil. Perseveró porque estaba orgulloso de Rusia y de lo que creía que podía ser. Incluso apoyó la guerra de Chechenia porque pensaba que pondría orden, y quería rescatar el patriotismo de fascistas y ultrarradicales. En el fondo, sólo esperaba que su nación fuera normal, como otros países europeos, no dirigida por cleptócratas, pero diferente y especial por su cultura, su historia y su peso en el mundo. Para lograr ese equilibrio habría que luchar.

Navalny en una protesta en Moscú (REUTERS/Sergei Karpukhin)

No siempre había sido tan luchador. Los fallos y la malevolencia del sistema soviético no le habían llegado hasta muy tarde. De niño hacía colas interminables para comprar leche y soñaba con mascar chicle. Pasaba los veranos con sus abuelos en las afueras de Chernóbil; tras el accidente nuclear, se ordenó a la población local que desenterrara patatas del polvo radiactivo para promover la mentira gubernamental de que todo estaba bajo control. Algunos de sus familiares murieron. Más tarde, le gustó un grupo punk llamado Defensa Civil; su vocalista, que cantaba a la rebelión furiosa, fue enviado por la kgb a una clínica psiquiátrica. Su breve sueño de liberalismo cuando cayó el régimen soviético pronto fue secuestrado por gángsters. Aún así, permaneció al margen hasta que, en 2000, Putin se convirtió en presidente. Reconoció el cinismo y el desprecio cuando los vio, y se metió de lleno en política para hacer campaña contra el vaciamiento de su país.

Se afilió a Yabloko, el partido liberal más antiguo, pero pronto se dio cuenta de que era un marginado, en parte debido a su vena nacionalista. Participó en marchas que también atrajeron a desagradables ultranacionalistas, y grabó vídeos xenófobos desacertados (de los que luego se arrepintió). Pero también empezó a trabajar en las bases regionales, movilizando a ciudadanos sin voz, atacando la corrupción y la injusticia de mil maneras. Compró acciones de algunas de las mayores empresas estatales rusas, acudió a sus sedes e interrogó a sus ladrones directivos. A través de una serie de sitios web anticorrupción, que más tarde se convirtieron en su principal maquinaria política, animó a la gente a exigir la reparación de carreteras (“Baches rusos”), a vigilar la contratación pública (“Sobornos rusos”) y a denunciar las infracciones electorales.

El líder opositor ruso Alexei Navalny en Moscú (Foto AP/Pavel Golovkin)

Estableció 40 oficinas en los 11 husos horarios del país, desde Kaliningrado, en el Báltico, hasta Jabárovsk, en la frontera china. Sus incesantes blogs revelaron los chanchullos que apuntalaban al gobierno. NavalnyLive retransmitía sus actividades en YouTube. A través de las redes sociales, hizo un llamamiento a personas de todas las creencias -incluso marcianos- para que salieran a protestar. A partir de las elecciones amañadas de 2011, cada vez más gente lo hizo. El régimen se burló de él tachándolo de hámster de Internet, y así fue. Se presentó como candidato a la alcaldía de Moscú en 2013, obteniendo el 27% de los votos a pesar de enfrentarse al mismo tiempo a cargos falsos de malversación de fondos. Temiendo su creciente poder, en 2017 el Kremlin le prohibió presentarse a la presidencia, pero a través de su presencia en YouTube controló la narrativa política. El hámster de Internet mordería las gargantas de esos bastardos.

Tras su arresto domiciliario en 2021 hubo un rápido juicio amañado, celebrado en una comisaría de policía. Fue declarado culpable, por supuesto, pero al menos pudo dirigirse al tribunal. Revivió el clímax de una de sus películas favoritas, “Brat 2″ (Hermano 2), en la que el carismático héroe Danila, veterano de la guerra de Chechenia, se enfrentaba a un chantajista estadounidense que había causado la muerte de su amigo. “Dime”, le gritaba, “¿dónde reside el poder? Creo que el poder reside en la verdad”. A pesar de su aspecto ordinario y modesto, las palabras de este prisionero resonaron en el tribunal como si se estuviera dirigiendo a una multitud enardecida. Sabía que así era.

Varias personas se reúnen frente a la embajada rusa con imágenes del fallecido líder opositor ruso Alexei Navalny, en Berlín, Alemania (REUTERS/Liesa Johannsen)

Desde su celda llamó a los rusos a tomar las calles después de que Putin invadiera abiertamente Ucrania en febrero de 2022. En el fondo, creía en una versión de la misma historia de hermandad eslava que Putin: que rusos, ucranianos y bielorrusos son un solo pueblo. Al fin y al cabo, él mismo era hijo de padre ucraniano y madre rusa. Después de que Rusia se anexionara Crimea en 2014, había enfurecido a los ucranianos diciendo que no devolvería la península como presidente, a pesar de la flagrante ilegalidad de la anexión. “¿Crimea es un bocadillo de mortadela, o algo así, para pasar de un lado a otro?”, respondió a un entrevistador. “No lo creo”. Sin embargo, eso nunca significó consentir la guerra, y mucho menos una guerra de agresión, como él dijo, “construida sobre mentiras”.

Los matones de Putin inventaron más casos contra él, añadiendo otros 19 años a su condena por “extremismo”. Lo enviaron a un gulag moderno. En diciembre, sus abogados perdieron el contacto con él durante varias semanas, hasta que lo encontraron en una remota instalación en Yamal-Nenets, por encima del Círculo Polar Ártico.

Ni siquiera las cámaras de aislamiento de esas frígidas prisiones pudieron silenciarlo ni minar su fuerza. En las cartas bromeaba con su amada esposa, Yulia. En las comparecencias ante los tribunales, aparecía por videoconferencia y provocaba a jueces, fiscales y guardias de prisiones. Durante una sesión celebrada este mes, les instó a votar contra Putin en las próximas elecciones rusas. En sus publicaciones en las redes sociales se burlaba de las condiciones que le imponían. Sus paseos invernales por el patio de la prisión de Yamal, bromeó, le recordaban a Leonardo DiCaprio en “The Revenant” escondido dentro de un caballo muerto. “Aquí se necesita un elefante”, escribió. “Un elefante caliente o incluso asado”.

Nunca se arrepintió de su decisión de volver, aunque sus compañeros de celda y los guardias le preguntaban constantemente. Les dijo que tenía convicciones: no renunciaría a sus ideas ni a su país. A sus partidarios les dijo que tampoco se rindieran. “El Estado putinista no puede durar”, escribió en enero, en el tercer aniversario de su regreso a Rusia. “Un día miraremos y se habrá ido”.

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