En febrero de 2022, cuatro días después de la invasión rusa de Ucrania, un hombre que se hace llamar “Swat”, residente de Kiev, encendió una impresora 3D en el garaje de su casa y empezó a fabricar colas de plástico. La idea era acoplarlas a granadas de mano y convertirlas en bombas en miniatura que pudieran lanzarse desde drones.
Un año después, Swat (cuyo nombre significa “intermediario” en ucraniano) ayuda a dirigir una red llamada Druk (“Imprimiendo”) Army, que coordina la producción de unas 300 impresoras 3D en todo el país. Según Swat, una red similar dirigida por un hombre en Letonia cuenta con unos 150 colaboradores. Estas redes operan un servicio de fabricación clandestino, financiado en su mayor parte mediante donaciones, que se especializa en convertir drones civiles diseñados para aficionados, cineastas y agricultores en armas de guerra letales.
Las máquinas no suelen durar mucho una vez que llegan al campo de batalla. Las interferencias rusas provocan muchas caídas, afirma un soldado ucraniano llamado “Bilyy”, que vuela drones cerca de la ciudad de Donetsk, ocupada por Rusia. Pierde habitualmente un par de aparatos al día, al igual que sus compañeros.
Sin embargo, el papel de los drones en la defensa de Ucrania es cada vez mayor. Un coronel ucraniano en Kiev -que habla bajo condición de anonimato- afirma que, contando su papel como máquinas de reconocimiento para la artillería, los robots voladores participan ahora directa o indirectamente en más del 70% de las bajas rusas. Los drones pirateados tienden a ser más baratos y, en algunos casos, más eficaces que algunas máquinas militares diseñadas a propósito. El resultado, según el coronel, es un “nuevo nivel de guerra”.
La marcha de los fabricantes
El trabajo en sí combina ingenio y frugalidad. Uno de los primeros obstáculos técnicos fue encontrar la forma de que los drones civiles pudieran transportar y lanzar bombas. Los aficionados idearon una solución inteligente conectando una pinza impresa en 3D a un motor eléctrico. El motor se conecta a un sensor fotorreceptor que se coloca, a su vez, bajo una luz que viene de fábrica en muchos drones de consumo. Las luces están pensadas para permitir volar de noche y hacer más visibles los drones. Cuando un operador enciende la luz, el motor gira, la pinza se abre y la carga cae. “Mag”, un joven de Kiev que ha fabricado unos 2.000 de estos artilugios, dice que cada uno le cuesta unos 10 dólares.
Una vez lanzada la granada, hay que convencerla para que explote. En los años posteriores a la toma rusa del este de Ucrania en 2014, las granadas de mano se metían en tarros de cristal que mantenían las asas cerradas. Al caer, el cristal se rompía, liberándolas y detonando la granada. El inconveniente -dice Bilyy, el operador del drone- es que el cristal es pesado y no siempre se rompe.
Hoy en día, los mangos de las granadas se sujetan con un anillo de plástico impreso con formas diseñadas para romperse incluso al caer sobre suelo blando. En las granadas diseñadas para ser disparadas desde un lanzador, en lugar de ser lanzadas a mano, la mecha estándar se sustituye por una punta impresa en 3D que sujeta un clavo. El impacto empuja el clavo hacia el detonador de la granada, provocando su explosión.
Los ingenieros describen el trabajo como apasionante. Una vez elaborado un diseño, los comentarios de los usuarios no se hacen esperar. Muchas de las mejores creaciones son distribuidas a otros talleres por organizadores como Swat, quien señala a un archivo informático que se encarga de dar las instrucciones a las impresoras 3D para fabricar un objeto especialmente mortífero. Se trata de una carcasa de plástico con rodamientos de bolas que se coloca alrededor de una mina antitanque y la convierte en un arma antipersonas que puede lanzarse desde drones más grandes.
Parte del trabajo consiste en mejorar los propios drones, en lugar de limitarse a crear ingeniosas cargas que puedan transportar. Un taller de Kiev que se autodenomina Eyes of Army está especializado en convertir drones de ocho rotores diseñados para la fumigación de cultivos en lo que uno de sus miembros denomina bombarderos “pesados”. Las máquinas transportan cuatro proyectiles de mortero de la era soviética. Cada proyectil pesa 3 kg y, si se apunta bien, puede destruir un tanque.
El truco está en acercarse lo suficiente. Los cropdusters hacen tanto ruido que se oyen a medio kilómetro de distancia, por lo que el equipo instala sistemas de transmisión y rotores más silenciosos. También se añade un sensor de infrarrojos y radios de mayor alcance fabricadas por la empresa estadounidense Dragon Link.
La tripulación de Eyes of Army pasa parte de su tiempo en el frente, volando misiones de combate por la noche con el permiso de los mandos ucranianos. Se acumulan suficientes donaciones para que el equipo produzca de vez en cuando, con un coste de unos 35.000 dólares, un paquete completo de ataque para otros guerreros civiles. Además del drone modificado, incluye un vehículo todoterreno con blindaje ligero, un ordenador de control con gafas y múltiples baterías para que el drone pueda volar varias veces seguidas.
Rusia vuela sus propios drones, que los mandos ucranianos están dispuestos a derribar. En una ciudad ucraniana, un aficionado a la cohetería apodado Rocketrin construye, desde una mesa de trabajo en su casa, su segunda versión de un sistema de este tipo. Estos Moskit, como se los conoce, se lanzan desde un tubo. También cuentan con una cámara que es instalada para alimentar un sistema de guiado automático. A diferencia de la mayoría de los misiles tierra-aire, que se destruyen junto con su objetivo, Moskit utiliza aire comprimido para expulsar una red diseñada para enredar al drone enemigo y un paracaídas guarda el interceptor para su reutilización.
Rocketrin imprime en 3D la mayoría de las piezas. Este método permite cambiar rápidamente el diseño, dice, por lo que es bueno para la creación de prototipos. Pero imprimir un componente complejo puede llevar diez horas, y la demanda de drones en el frente es “infinita”. Es por ello que planea montar una línea de producción equipada con herramientas convencionales, probablemente en un taller mecánico de automóviles.
Toda esta improvisación ahorra dinero. Eyes of Army calcula que sus drones octocópteros modificados cuestan una quinta parte de lo que podría costar un drone militar importado con capacidades similares. En otro taller de Ucrania, un equipo de 30 voluntarios corta fibra de carbono con láser para fabricar cuadricópteros kamikaze que lanzan 1,5 kg de explosivos a objetivos situados a 8 km de distancia. Cada UAV 7 -como se llama el aparato- cuesta unos 450 dólares; montar la consola de control (reutilizable) cuesta unos 1.500 dólares. La comparación es imperfecta, pero el Switchblade 300, un drone kamikaze con una carga útil y un alcance similares fabricado por la empresa estadounidense AeroVironment, cuesta unos 6.000 dólares cada uno.
Las tropas ucranianas vuelan ambos aparatos en el espacio aéreo fuertemente congestionado en torno a Bakhmut, una ciudad del este asediada. De a momentos, alrededor de 50 aviones no tripulados, de ambos bandos, están en el cielo, comenta un funcionario y los operadores del taller le aseguran al encargado, cuyo seudónimo es Boevsskiy, que el UAV 7 es más resistente a la guerra electrónica rusa que el Switchblade 300, aunque no entran en detalles técnicos. Una de sus ventajas es un inteligente repetidor de señales, diseñado con la ayuda de las tropas en el frente, que amplía enormemente su alcance.
El secretismo es una prioridad para que ningún partidario del Kremlin decida “vengarse”, como señala Swat, del Ejército Druk. Examina cuidadosamente a los voluntarios, que primero deben ser recomendados por personas que él conoce. También se abstiene de poner en contacto a los voluntarios entre sí. Una forma de producir drones militares discretamente es hacerlo bajo la tapadera de una fábrica existente que fabrique artículos civiles. El año pasado, el propietario de una fábrica de este estilo cerca de Kiev pidió discretamente a algunos empleados que convirtieran en bombarderos los Mavic 3, un cuadricóptero para aficionados vendido por la empresa china DJI. Hoy, 15 empleados de la empresa producen unos 5.000 cuadricópteros bombarderos al mes, hasta ahora, sin llamar la atención de Rusia.
Un punto débil, dice el propietario de la empresa, es su dependencia de motores eléctricos importados de China, a un precio de 16 dólares cada uno. Al igual que otros ucranianos, teme que Beijing -que se ha negado a condenar la invasión rusa- restrinja el suministro. Por ello, los ingenieros de la empresa están desarrollando un motor eléctrico propio, cuyo coste previsto es de sólo 5 dólares. El diseño es “primitivo”, admite el propietario, pero con las tasas de desgaste tan altas que hay los componentes no tienen por qué durar mucho. Otros empresarios amigos cubren sus gastos con donaciones mensuales que ascienden a decenas de miles de dólares.
Fuera de Ucrania, las empresas que simpatizan con la causa no tienen por qué ser tan reservadas. Ivan Tolchinsky, director general de Atlas Aerospace, un fabricante de aviones no tripulados no militares con sede en Riga, dice que ha estudiado la posibilidad de producir en masa naves civiles convertidas para su uso en los combates. Abandonó la idea tras comprobar que la obtención de los permisos necesarios llevaría un año y dificultaría las ventas a civiles. Sin embargo, señala que un puñado de ingenieros de Atlas, que trabajan en su tiempo libre, están ayudando a los improvisadores ucranianos con dibujos técnicos y asesoramiento. Uno de ellos, que pidió mantenerse en el anonimato, dice que ha enviado diseños para mejorar los sistemas de radio y ha ayudado a calcular la carga útil que podrían transportar los drones improvisados.
La calle encuentra su propio uso para las cosas
Como señala un militar ucraniano en Kiev, la cultura nacional es terreno fértil para la ingeniería casera. El sistema educativo ucraniano hace hincapié en las matemáticas y la ingeniería. Lo mismo ocurre en Rusia, pero la cultura ucraniana, afirma, fomenta la iniciativa personal de un modo que el sistema ruso -más autoritario- no hace.
En Occidente, dice Kostyantyn Leonenko, de Tolocar, una organización benéfica con sede en Hamburgo cuyo objetivo es fomentar la “innovación mediante la colaboración masiva” en Ucrania, el reacondicionamiento y reconstrucción de objetos suele ser un pasatiempo lúdico; desmontar máquinas desechadas para fabricar simpáticos juguetes robóticos, un ejemplo de ello. En Ucrania, un país de renta media, es un negocio mucho más pragmático. Los equipos de Tolocar enseñan a la gente a aislar casas, cambiar ventanas rotas, arreglar cañerías y fabricar cosas como alfombras eléctricas para la calefacción y hornillos para cocinar.
Una visita a Ostriv, un “laboratorio de fabricantes” de Kiev financiado en parte por la Universidad Nacional de Construcción y Arquitectura de Kiev, resulta esclarecedora. Leonenko y un colega, que actualmente enseña a fabricar bicicletas en Chernihiv, están instalando una fresadora computarizada. Entre el laberinto de salas hay un taller de carpintería, un espacio para trabajar el metal y equipos de corte por láser, costura e impresión 3D. Kos Kuchabskiy, que dirige el lugar, dice que sus manos han fabricado chalecos antibalas, calrops, bolsas médicas y camas para personas desplazadas por los combates. Durante un tiempo, cuatro miembros de Ostriv construyeron drones suicidas, antes de marcharse a un taller especializado en estas cosas.
De vuelta en el cuartel general, el coronel de Kiev piensa que este ecosistema de cinta adhesiva y alambre es una maravilla. Algunos de sus elementos podrían incorporarse al proceso de adquisiciones del Ministerio de Defensa ucraniano. Mag, el fabricante de mecanismos de lanzamiento, ya está recibiendo cartas oficiales con pedidos de artículos, aunque sin pagar.
El ejército ruso, por su parte, está desplegando un número creciente de drones comerciales con modificaciones similares. Pero su esfuerzo es relativamente incipiente. Tampoco cuenta con el apoyo de los técnicos civiles de Ucrania. Como resultado, el impacto de los drones improvisados rusos ha sido menor, según los expertos. La gran pregunta es si eso cambiará.
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