Luego de la visita del secretario de Estado, Antony Blinken, quien se refirió a los planes de dolarización del presidente Javier Milei, cabe recordar qué pasó con este intento en la segunda mitad de la década del 90, durante el gobierno de Carlos Menem. También, es importante saber qué piensa el Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre esta cuestión.
La idea de la dolarización apareció en la cabeza de Pablo Guidotti durante el “Efecto Tequila” de México en 1995. Cuando él se desempeñaba como director y Roque Fernández como presidente del Banco Central, ambos analizaron la posibilidad de despojarse completamente de la moneda nacional, para evitar el impacto negativo provocado por las corridas cambiarías sobre los flujos de capitales.
Guidotti, doctorado en Economía en la Universidad de Chicago en 1985, afirmaba que la tasa que pagaba el país por los bonos en dólares reflejaba un riesgo implícito de devaluación que quedaría eliminado a través de un tratado monetario con los Estados Unidos.
Con el 93% de la deuda denominada en dólar y la mayoría de los ingresos en pesos, una depreciación de la moneda generaría un gran riesgo de default por parte del gobierno nacional, según el economista. Pero si la Argentina, que ya había resignado una buena parte de su autonomía monetaria con la convertibilidad, se decidía a dolarizar su economía, lograría una reducción de 100 o 200 puntos básicos en el Emerging Markets Basic Index-Argentina (EMBI-Ar) elaborado por el banco de inversión JP Morgan sobre la base del rendimiento de los títulos soberanos.
Los beneficios teóricos de la iniciativa parecían claros: caída en la inflación, en las tasas de interés y en el costo de las transacciones financieras.
Temeroso de aparecer como el destructor del plan de Convertibilidad del ministro Domingo Cavallo, el presidente del Central no le prestó demasiada atención a su colaborador, a pesar de que en los EEUU algunos funcionarios importantes también pensaron en el mismo remedio para la Argentina.
Dos años después, cuando la deuda pública ascendía a USD 101.100 millones, Roque era ministro de Economía y Pablo era secretario de Hacienda, viceministro y encargado de imaginar el programa económico poscavallista.
Con todas estas medallas, Guidotti discutió su idea en forma reservada con Stanley Fischer y Lawrence Summers en los cónclaves del Grupo de los 22, que reúne a un conjunto de países desarrollados y en desarrollo.
Fischer creía que la dolarización no era una solución para un país que había perdido competitividad en sus exportaciones. Con el objetivo de controlar la inflación, la convertibilidad había provocado un considerable atraso en el tipo de cambio real, que mide el valor de la moneda local frente a otras divisas.
Si la posibilidad de flexibilizar la convertibilidad parecía peligrosa, la alternativa de dolarizar resultaba peor para el director ejecutivo del Fondo Monetario nacido en Zambia en 1943 y doctorado en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), quien representaba los intereses de la administración demócrata en el organismo multilateral de crédito.
Summers, en cambio, tenía sensaciones contrapuestas cuando dialogaba con Guidotti. Por un lado, recordaba sus papers a favor de la dolarización cuando se desempeñó como economista en jefe del Banco Mundial —el mismo cargo que Fischer ocupó antes de ingresar al FMI— y le agradaba pensar que la Argentina fuera un caso testigo para que luego el resto de América latina se plegara a la divisa más fuerte del mundo.
Por el otro, reconocía que la distancia entre ambas economías era abismal como para lograr una exitosa integración efectiva en pocos años y sin riesgos. Un país tan inestable como la Argentina podía sufrir una crisis de su deuda aun con dolarización, razonaba el subsecretario del Tesoro.
Sin embargo, tanto Summers como algunos funcionarios de la Reserva Federal, entre ellos la mujer que secundó a Alan Greenspan durante tres años, Alice Rivlin, accedieron a debatir técnicamente tres aspectos pesados del posible acuerdo con Guidotti y con el economista Andrew Powell del BCRA: la supervisión de los bancos argentinos, el rol de prestamista de última instancia y la pérdida del señoreaje, unos US$ 800 millones que el país recibía anualmente por la emisión de billetes y que se esfumarían con la adopción del dólar como moneda única.
Los primeros dos temas quedaron rápidamente en el olvido, ya que la Reserva Federal no se planteaba asumir semejante responsabilidad.
En cuanto al señoreaje, se estudió la forma de compensar a la Argentina con alguna línea del Tesoro o de los bancos privados. Guidotti creía que si el gobierno recibía estos USD 800 millones, podía utilizarlos para buscar financiamiento “triple A” en el mercado, sin ningún riesgo, y obtener unos USD 10.000 millones que respaldaran la base monetaria.
El parco funcionario norteamericano masticó la idea y volvió a debatirla en París en 1998, durante la asamblea anual del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), con Guidotti; el ministro Roque Fernández; el nuevo titular del Banco Central, Pedro Pou; el subsecretario de Financiamiento, Miguel Kiguel, y el joven jefe de asesores de Hacienda, Nicolás Dujovne, quien sería ministro de Economía del país entre 2016 y 2019.
Luego de la tormenta del sudeste asiático —y con las nubes colocadas cerca de Rusia— los funcionarios argentinos le explicaron a Summers que un acuerdo bilateral sería una traba para que el gobierno evitara caer en la tentación del pecado de la devaluación que había seducido a otros países emergentes.
La negativa de EEUU
El subsecretario del Tesoro respiró hondo y les explicó que la negociación sólo podía tomar vuelo si el gobierno argentino solicitaba el matrimonio monetario en forma oficial.
“Mientras tanto, entiendan que no podemos meternos y, más aún, si nos preguntan algo debemos expresarnos en contra de la idea”, remató.
De hecho, cuando el senador republicano Connie Mack, de Florida, presentó un proyecto en la Cámara alta de su país para impulsar que los países que dolarizaran recibieran una parte del señoreaje, el Tesoro le bajó el pulgar, a pesar de toda la ilusión de Guidotti y sus muchachos.
Aunque el viceministro se concentró en los detalles técnicos de la propuesta, no dejaba de pensar en la importancia de otorgarle un buen soporte político, ya que el tratado sólo podía tener éxito si gozaba de la ratificación parlamentaria de ambos países.
El funcionario no sólo tenía temor por los habituales cambios abruptos en las reglas de juego de la política argentina, sino también por la posible influencia de la política exterior norteamericana sobre el área monetaria.
Guidotti recordaba que Panamá, el primer país latinoamericano en dolarizar su economía en forma unilateral, había sufrido el abrupto corte del envío de los billetes norteamericanos cuando el gobierno de George Bush decidió arrancar del poder por la fuerza en 1989 al presidente Manuel Noriega, un ex aliado incondicional de la CIA que terminó preso en el estado de Florida acusado de narcotráfico.
Apenas se separó de Colombia en 1904, Panamá adoptó el dólar como su moneda y en 1970, luego del conflicto del canal y de un golpe de Estado, se convirtió en un atractivo centro financiero off shore, con una inflación más leve que sus vecinos, pero sin evitar el sabor amargo de un default.
Cuando Carlos Menem hizo pública su propuesta, Estados Unidos reiteró su oposición a firmar un tratado de integración. Desesperado, el presidente aceptó la idea de avanzar en un plan de dolarización unilateral que le había soplado al oído el presidente del BCRA, Pedro Pou, y que Fernández y Guidotti rechazaban en forma rotunda por considerar que no generaría la baja del riesgo país deseada.
Con un gran sentido de la obediencia política, en una semana el titular del Banco Central preparó un informe para exponer ante el gabinete nacional y abandonó su habitual bajo perfil para comentarlo en una conferencia de prensa.
“Ahora tenemos unos próceres en los billetes, pasaríamos a tener otros”, simplificó Pou. Con su habitual voz ronca y su escasa cintura política, el funcionario sostuvo que la convertibilidad no había logrado una confianza ciega y que el país debía resignarse a aceptar su pertenencia a la zona de influencia del dólar, aunque el gobierno norteamericano se hiciera el distraído.
Junto con el embajador ante los Estados Unidos, Diego Guelar, el funcionario peregrinó por los mismos despachos de Washington que había frecuentado Guidotti previamente, aunque con menos suerte. Los técnicos norteamericanos estaban espantados, sobre todo, por la presencia de aquel poco riguroso embajador.
Por lo bajo, Fernández y Guidotti desautorizaron estas gestiones, porque creían que, a tan pocos meses de las elecciones de 1999, un gobierno que comenzaba a preparar su retirada no podía iniciar semejante cambio de política monetaria, sobre todo ante el fuerte rechazo expresado por la mayoría de los partidos políticos.
El más dolido de todos fue el padre del plan antiinflacionario lanzado en 1991. “El gobierno no debe tratar de imponer la dolarización en forma compulsiva, porque la Ley de Convertibilidad prevé que se haga en forma voluntaria”, sentenció Domingo Cavallo.
Tres años después de su renuncia, el ex ministro de Economía creía que Roque Fernández había desaprovechado en 1997 una valiosa oportunidad para dejar flotar el tipo de cambio, aunque el FMI pensaba que el timing ideal hubiera sido entre 1993 y 1994, en plena etapa de crecimiento y reformas.
A pesar de los múltiples cuestionamientos recibidos, Menem no se dio por vencido y, en una reunión de gabinete, le pidió a su ministro que avanzara con el proyecto de dolarización unilateral.
— Presidente, hay un factor difícil de anticipar, que es la reacción de la gente a cobrar billetes con la cara de Washington en vez de la de San Martín —le advirtió el tímido economista cordobés escudado en sus anteojos.
— Vos probá con pagarles a los empleados del Ministerio de Economía en dólares para ver cómo reaccionan y después hablamos —le respondió Menem, provocando risas en el resto de los ministros.
Roque se resignó a sufrir la broma y Menem a dejar el sillón de Rivadavia sin haber podido consumar su plan.
¿Puede cambiar ahora la historia?
En realidad, Estados Unidos prefiere que los países adopten sus propias decisiones de política monetaria y cambiaria. Si bien la corriente general de los economistas prefiere los tipos de cambio flexibles, el FMI mantiene una buena relación con Ecuador, que dolarizó su economía.
El auditor regional del Fondo, Rodrigo Valdés, indicó al diario El País que “el programa del señor Milei implica la dolarización y eso no implica no tener un programa [con el FMI]. Tenemos uno con Ecuador, que es un país dolarizado, y el último fue muy exitoso”. En cambio, su vínculo con El Salvador -que firmó 22 acuerdos desde que se sumó al organismo en 1946- ha sido tenso, sobre todo por la adopción del Bitcoin como divisa de curso legal.
Esta semana, en su paso por Buenos Aires, Gita Gopinath, la número dos del FMI, recibió opiniones desfavorables sobre la dolarización en una reunión que mantuvo con economistas. El Fondo parece estar dispuesto a aportar más recursos a la Argentina si se avanza con la liberalización del cepo y con otras reformas, como lo manifestó la funcionaria antes de partir a Brasil, pero no tanto para que el país quede atrapado otra vez, como en los 90, en una camisa de fuerza con tipo de cambio fijo sin poder devaluar en caso de un shock externo.
La mayoría de los expertos en Estados Unidos -y en la Argentina- cree que ningún cambio monetario sustituye la necesidad de aplicar políticas prudentes y sustentables a nivel fiscal. El ejemplo de los países latinoamericanos que han bajado su inflación en forma tajante y sin dolarizar es el mejor aval para esta corriente de pensamiento.