¿Qué fue, por qué y cómo se negoció el blindaje que le permitió al gobierno de Fernando De la Rúa eludir una devaluación pero no la crisis final de la convertibilidad?
¿Por qué, tras la frase de Patricia Bullrich, recibió furiosas críticas hasta de su opositor interno, Horacio Rodríguez Larreta?
En la campaña presidencial de 1999 la Alianza de la fórmula Fernando De la Rúa- Carlos Chacho Álvarez prometió una continuidad con el modelo económico de Carlos Menem, aunque con una mejora institucional. Su contrincante, Eduardo Duhalde, trató de esbozar una ligera diferenciación, pero enseguida retomó el mismo discurso por la posibilidad de perder votos, algo que de todos modos ocurrió. Salvo muy pocos analistas, ningún economista, dirigente político o empresario plantearon ni salir del 1 a 1 ni dejar de pagar la deuda en aquel momento, pese a los problemas generados por las sucesivas crisis de México (1995), Asia (1997), Rusia (1998) y, sobre todo, Brasil (1999).
En este contexto el equipo económico que lideró José Luis Machinea buscó reforzar, como casi todos sus pares antes y después de esa gestión hasta la actualidad, las reservas del Banco Central y al Tesoro con recursos externos. Algunos con dinero de organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros con deudas bilaterales poco transparentes y a tasas altas con Venezuela y China.
Negociación en un avión
El 25 de octubre del año 2000 el secretario de Finanzas Daniel Marx esperaba impaciente en la fila para subirse al pequeño avión que lo llevaría de Montreal a Washington.
El experto, que había negociado para los gobiernos de Raúl Alfonsín y Menem, estaba agotado por la intensa tarea de lobby que había iniciado en la cumbre del Grupo de los 20 en la ciudad francocanadiense y que debía continuar en la capital de los EEUU, para que el FMI le otorgara a la Argentina una nueva inyección financiera ante el creciente riesgo de entrar en default.
Luego de dos años de recesión y con la pesada carga de un pago anual de intereses de USD 20.000 millones, sólo un paquete extraordinario podría frenar la autonomía de vuelo que había adquirido la deuda externa respecto de la marcha de la economía.
Marx tenía un encuentro programado para la última noche de la cumbre del G-20 con el nuevo titular del Fondo, Horst Köhler, pero pretendía adelantarlo para asegurarse la atención absoluta del ex titular alemán del Banco Europeo de Reconstrucción y Fomento, nacido el 22 de febrero de 1943.
En el cóctel de recepción el funcionario argentino apartó a un costado al ministro de Finanzas germano, Caio Koch-Weser, y le planteó un escenario catastrófico sobre la capacidad de repago del gobierno y le rogó que Köhler lo atendiera sin demoras.
A las 6:57 de la mañana del día siguiente Marx estaba parado frente a la puerta de la habitación del director gerente del FMI. Durante los tres interminables minutos de espera se dedicó a recordar la advertencia telefónica que le había formulado 48 horas antes el segundo hombre en importancia del FMI, Stanley Fischer; Köhler estaba convencido de que la Argentina tenía que devaluar y declarar el default.
Con su habitual diplomacia, Marx sonrió, repitió el sombrío panorama económico que le había trazado al ministro alemán unas horas antes y quedó en llamarlo por teléfono a su casa todas las veces que fuera necesario. Luego de posar para la tradicional fotografía que marca el cierre de la cumbre, Marx corrió al aeropuerto de Montreal, donde alcanzó a detectar al titular de la Reserva Federal, Alan Greenspan, dispuesto a subirse a la misma aeronave que partía rumbo a Washington. La coincidencia gratificó al funcionario argentino, convertido en un experto en cultivar las relaciones públicas entre los funcionarios más importantes de los países desarrollados. Greenspan abordó el avión y se sentó en una de las últimas filas de la clase ejecutiva.
Marx le sonrió al veterano banquero y buscó su propia ubicación. Dos minutos más tarde, precedido por dos imponentes custodios, ingresaba al avión el secretario del Tesoro de EEUU, Lawrence Summers, que debía dar el veredicto final respecto del “blindaje” en gestación. Summers observó de reojo a Marx y le pidió a uno de sus guardaespaldas que le cediera su asiento al funcionario argentino. Durante los siguientes 107 minutos del vuelo el secretario de Finanzas rindió un examen sobre el estado del sistema bancario, las cuentas fiscales y la cuestionada convertibilidad. Cuando finalmente aterrizaron, Marx se sintió aliviado porque el exigente interrogatorio había culminado, al parecer, con éxito. El tránsito de contar con un acuerdo de apoyo preventivo a otro con desembolsos —Show me the money, según la expresión de Marx— cobraba fuerza, luego de varios meses de recibir rotundas negativas de Washington. La Argentina sería uno de los últimos países beneficiados por la doctrina internacionalista de la administración de Bill Clinton, que cambió radicalmente con la llegada de los republicanos y su enfoque basado en que cada nación resolviera sus propios problemas.
Qué pedía el FMI
En esas negociaciones el Fondo planteó dos cuestiones que no pudo trasladar al acuerdo de tipo stand by que se firmó: que el gobierno federal obligara a las provincias a reducir su creciente déficit en forma compulsiva y que se planteara alguna alternativa al tipo de cambio fijo. La primera cuestión se saldó en forma coyuntural con un acuerdo que obligaba a una docena de provincias a reducir su nivel de endeudamiento a cambio de recibir apoyo financiero del gobierno nacional. Al igual que el FMI, el equipo económico sabía que la deuda provincial era una bomba de tiempo de unos US$ 20.000 millones que podía explotar en cualquier momento, pero carecía de la fortaleza política necesaria para imponer metas fiscales consolidadas.
En cuanto a la cuestión cambiaría, si bien la auditora de la Argentina en el Fondo, Teresa Ter Minassian, defendía en público la convertibilidad, en privado les remarcaba a los nuevos funcionarios que las exportaciones no podrían crecer por el atraso de la moneda nacional. La experiencia brasileña de la devaluación controlada fascinaba a una parte del staff del Fondo, más allá de las diferencias que había entre ambos países.
Las discusiones sobre la convertibilidad volverían una y otra vez a la mesa de las negociaciones, sobre todo a partir de la designación de Köhler como titular del organismo multilateral en reemplazo del francés Michel Camdessus. De hecho, apenas asumió, Köhler planteó con amabilidad en una gira que incluyó a mediados de mayo de 2000 una escala en Buenos Aires por qué la Argentina no cambiaba de sistema monetario.
Summers fue más sutil respecto de esta cuestión en una imprevista reunión que mantuvo con Machinea en el hotel Monarch de Washington, base de hospedaje del equipo negociador argentino. La fría mañana del 10 de octubre de 2000 el secretario del Tesoro llamó a Machinea y le avisó que iría a verlo al hotel cerca de las 9. Despeinado, vestido con un saco sport y con cierto mal humor, Summers le pidió la corbata a uno de sus asistentes en el ascensor porque temía que Machinea lo recibiera en traje en su habitación. Machinea se esmeró por más de una hora en pedirle apoyo adicional a través de la ampliación del préstamo stand by firmado en febrero o de la línea de crédito contingente (credit contingency line, CCL) destinada para casos de contagio, que estaba sin estrenar. Summers anotó e hizo un tajante comentario que al ministro argentino le llamó la atención: “Si van a hacer algo, sólo les pido que me avisen antes”, advirtió en obvia alusión a una posible devaluación.
Pero el ministro creía que la salida de la convertibilidad dejaría en la calle en dos horas a él y en cuatro días a Fernando de la Rúa. “Yo no podía ser un bonzo, sobre todo después de lo de la híper del ‘89″, confesó el ministro.
La renuncia del vicepresidente
En mayo de 2000, cuando el programa fiscal con el Fondo exhibía grietas importantes (el déficit del segundo trimestre debía ser de $ 700 millones y sólo en abril había llegado a $ 600 millones), redobló la apuesta con una receta que combinó la concentración de anticipos en el impuesto a las ganancias, un canje de la deuda y la baja de salarios para cumplir con la meta fiscal del segundo trimestre del año.
A pesar del esfuerzo oficial para bajar el gasto, el escuálido nivel de actividad encaminaba el plan con el FMI a un nuevo fracaso ante la imposibilidad de lograr una mejora sostenida en el nivel de la recaudación. Fue entonces cuando al equipo económico se le ocurrió que había que buscar una asistencia internacional para asegurarse fondos por un año sin tener que recurrir al cada vez más costoso mercado voluntario de capitales, que llegó a demandarle tasas del 16% anual. Para lograrlo, el secretario de Hacienda, Mario Vicens, pensó que había que profundizar la política de ajuste y el viceministro Miguel Bein imaginó un shock de liquidez a través de la palabra más repetida por los medios de comunicación durante el siguiente año: el blindaje financiero.
El 6 de octubre de 2000 el índice de riesgo país, el EMBI plus, de la Argentina culminó en 683 puntos básicos. El país carecía de vicepresidente porque esa mañana Carlos Chacho Álvarez había renunciado en forma indeclinable tras el escándalo de las supuestas coimas cobradas por los senadores a raíz de la sanción de la Ley de Reforma Laboral, una de las condiciones exigidas por el FMI para firmar el acuerdo que le permitiría a la Argentina acceder a US$ 7.400 millones.
Álvarez había meditado durante mucho tiempo cómo dar un portazo ante la grave crisis económica y el affaire del Senado representó el motivo perfecto para poder dar un paso al costado. José Luis Machinea sabía que Chacho tomaría esa decisión pero igualmente quedó shockeado, al igual que Pablo Gerchunoff, que intentó convencerlo en vano de que se quedara. Ambos sabían que en esa fecha comenzaba la cuenta regresiva para el equipo económico, por el alejamiento de su principal respaldo dentro del gobierno. Más pragmático, Marx aprovechó la noticia con el objetivo de acelerar las negociaciones para obtener el blindaje. Esa misma tarde el secretario de Finanzas llamó a Larry Summers y, con tono de hondo pesar, le dijo: “Se acabó todo, éste es el fin”.
Dos semanas después, con el riesgo país por encima de los 800 puntos, Marx se embarcaba en el viaje hacia Montreal para sellar la suerte del nuevo plan de asistencia con desembolsos inmediatos.
La negociación final
Días más tarde Machinea les indicaba a Vicens y al subsecretario de Financiamiento, Julio Dreizzen, que fueran a negociar las características del blindaje al Fondo en el más estricto secreto. Pero cuando llegaron a Washington la noticia ya se había esparcido en Buenos Aires y todos los ojos se posaron sobre sus movimientos. Vicens no estaba preparado para enfrentar tal expectativa ni tenía intenciones de protagonizar una negociación demasiado extensa, al punto tal que al cuarto día hizo el check out del hotel por la mañana antes de ir al edificio de 19 y H con la idea de volar por la noche de regreso a Buenos Aires. Los seis días siguientes repitió la misma ceremonia, ante el asombro del personal del hotel Monarch.
Sin grandes discusiones, Vicens y Dreizzen acordaron con el staff del Fondo que el gobierno modificaría la ley de jubilaciones con la eliminación de la prestación básica universal y que el sistema de las obras sociales permitiría la libre elección de los afiliados, como señales de alivio fiscal en el mediano plazo.
Pero la negociación se empantanó cuando los directores europeos ante el Fondo insistieron en la necesidad de que el sector privado realizara un aporte obligatorio al paquete de ayuda a la Argentina.
Las posiciones se endurecieron porque Machinea íntimamente sabía que no estaba en condiciones de exigirle al sistema financiero una contribución forzosa, aunque en la mesa de negociaciones los funcionarios argentinos argumentaron que por esta vía no podrían obtener una suma sustancial debido a la gran dispersión que había entre los acreedores de la deuda soberana.
El Tesoro se había tomado varios meses para analizar si tenía sentido o no asistir a un país con una tasa de cambio fijo en un contexto global de flexibilización cambiaría generalizada. Cuando los colaboradores más importantes de Summers comprendieron que la Argentina no estaba dispuesta a abandonar su régimen de convertibilidad, optaron por apoyar el salvataje, pero comenzaron a debatir su alcance en forma acalorada.
Algunos funcionarios norteamericanos creían que el rescate de los organismos multilaterales debía alcanzar solamente los vencimientos correspondientes al 50% de la deuda en peligro de default para que el resto lo aportara el mercado, pero otros pensaban que la Argentina no estaba en condiciones de obtener recursos fuera de Washington y que el programa fallaría si la ayuda no cubría las necesidades totales de financiamiento, tal como ocurrió cuatro meses después.
Finalmente, se apeló a una solución salomónica: los bancos y los inversores institucionales se comprometieron a aportar US$ 20.000 millones, una cifra similar a la que ofrecían los organismos multilaterales, por medio de colocaciones y canjes de títulos. Las entidades creadoras de mercados sumarían US$ 10.000 millones, los inversores institucionales US$ 3.000 millones y otros US$ 7.000 millones surgirían de una serie de swaps de la deuda.
La porción multilateral más grande le correspondió al FMI con US$ 13.700 millones, seguida por el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) con US$ 2.500 millones cada uno. España fue el único gobierno que respondió con US$ 1.000 millones a los ruegos de Machinea de obtener contribuciones bilaterales, una posibilidad que EEUU casi ni llegó a analizar y que Italia prefirió “dejar para más adelante”.
Todo parecía encajar, pero faltaba un detalle: Köhler no había recibido a los funcionarios argentinos desde su arribo a la capital norteamericana una semana atrás. El viceministro preguntó qué pasaba y le explicaron que el director gerente quería aguardar quince días más antes de dar su aprobación al blindaje.
El jueves 9 de noviembre, cuando en Buenos Aires arreciaban los rumores sobre la renuncia de Machinea por el fracaso de las conversaciones, Vicens le propuso por teléfono al ministro patear el tablero y anunciar el paquete sin la bendición del número uno del Fondo. En un gesto de audacia, Machinea aceptó y de inmediato su colaborador más estrecho llamó a Fischer para anunciarle la decisión del gobierno argentino. Dos horas más tarde, Vicens, Dreizzen, Fischer, Teresa Ter Minassian y Köhler apresuraban el fin del debate en un opíparo almuerzo desarrollado en la sede del FMI, en el que el jefe del Fondo no dejó pasar la oportunidad de volver a plantear la posibilidad de una devaluación. Esa noche el secretario de Hacienda pudo cumplir con su anhelo de abandonar el suelo norteamericano. La pelota pasaba nuevamente al campo argentino.
Se concretaba el blindaje, promocionado por el círculo íntimo de la Rúa –el Grupo Sushi- como una “salvación”, pero enseguida la realidad económica de la Argentina mostraría que la aceleración de la crisis era inevitable. “He anunciado un blindaje que nos saca del riesgo y crea una plataforma extraordinaria para el crecimiento”, dijo Fernando De la Rúa el 22 de diciembre de 2000 al presentar un salvataje millonario del Fondo.
Además, en el verano del 2001, el mundo emergente volvía a entrar en alerta roja por la crisis financiera de Turquía, el principal aliado de los EEUU en el Cercano Oriente, que debió ser asistida con otro “blindaje” en febrero.
El final
Tiempo después, Machinea tuvo que renunciar y durante unas semanas su sucesor, Ricardo López Murphy, intentó imponer un fuerte ajuste fiscal que fracasó por la oposición de los partidos que integraban la coalición oficialista. Empujado por Chacho Álvarez y el peronismo, De la Rúa se dio el gusto a designar a Domingo Cavallo; la mayoría de la dirigencia –pública y privada-apoyó este nombramiento, soñando que el “creador” del 1 a 1 era el único capaz de terminar con ese esquema en forma ordenada. Pero la crisis estaba lanzada y Cavallo, con un “megacanje” de la deuda en el medio, solo estiró nueve meses la agonía.
En noviembre del 2001 el Fondo decidió frenar nuevos desembolsos del crédito acordado a ese gobierno que había perdido todo poder político y que cayó en diciembre en medio de una brutal explosión social. En 2002, el organismo multilateral exigió una serie de condiciones imposibles de abordar para el gobierno interino de Duhalde y recién en 2003, con la ayuda clave del gobierno republicano de George W. Bush, el presidente Néstor Kirchner logró firmar otro stand by.
En 2006 Kirchner le pagó al Fondo, pero no dejó de endeudarse, mientras que desde 2007 Cristina Kirchner mantuvo la estrategia de tratar de eludir a Washington al apelar a Hugo Chávez y al Banco Central para cumplir con los pagos externos, lo que dejó al país sin reservas. En 2018 Mauricio Macri volvió a firmar un programa, que fue ampliado por Alberto Fernández en 2022. Ahora, frente a otra elección presidencial, se intenta una vez más lograr un desembolso del Fondo que garantice una transición política lo más ordenada posible, porque en la Argentina el pasado siempre vuelve.
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