Habían pasado los años 50 en los que Fiat intentó lanzar un auto deportivo con llamado Turbina, precisamente porque ese era el modo de propulsión que ofrecía. Era ultra veloz pero generaba demasiado calor y fue posible convertirlo en un producto de serie. Casi una década después, casi simultáneamente, Ford y Chevrolet comenzaron a experimentar con un camión cada uno equipado con turbinas como motores. El Ford Big Red se mantuvo más tiempo en desarrollo, unos siete años, hasta que las nuevas regulaciones ambientales dieron muerte al concepto. En cambio, el Chevrolet Turbo Titan III se dio de baja en menos tiempo, apenas en cuatro años.
Para los años 70, ya estaba claro que la idea de llevar la propulsión de un avión a reacción a un automóvil era inviable, pero eso no sacaba de la ecuación a otro tipo de motorizaciones más convencionales. El motor de combustión interna de los aviones de la Segunda Guerra Mundial todavía era una opción que se podía adaptar, aunque fuera mediante formas extrañas por sus dimensiones y a consumos de combustible descomunales.
Todo empezó en 1966, cuando un constructor artesanal de autos inglés llamado Paul Jameson, intentó fabricar un auto que pudiera recibir un motor Rolls-Royce de 27 litros, el mismo que, con un turbocompresor, impulsó a uno de los aviones más estilizados y efectivos de los años 30 y 40, el Spitfire de la Royal Air Force (RAF). El motor de los aviones era el Merlin, que tenía 12 cilindros refrigerados por agua y una potencia nominal de 1.000 CV gracias a esa sobrealimentación. Pero había una versión sin turbo, llamada Meteor, que llegaba a unos 750 CV de todos modos. El motivo era que tanto uno como otro impulsor, tenían una cilindrada de 27.000 cm3, es decir 27 litros. Solo a nivel comparativo, hoy, a partir de la teoría y tendencia de la industria hacia el downsizing, los motores automóviles térmicos tienen una cilindrada de entre 1.0 y 1.3 litros, es decir un 5% de la que tenía el Rolls-Royce.
Para 1970, Jameson todavía no conseguía resolver el problema de una caja de velocidades que pudiera transmitir la potencia de ese motor a las ruedas, y en su búsqueda conoció a John Dodd, un ingeniero inglés especializado en cajas automáticas, que creía tener la solución. El auto todavía no tenía carrocería, era solo un chasis con suspensiones y ruedas. Jameson ya no quería seguir con el proyecto, así que le ofreció a Dodd venderle el auto y éste aceptó quedárselo para continuarlo.
A partir de ese momento, mientras adaptaba la caja automática que había imaginado, Dodd mandó a construir una carrocería de fibra de vidrio. Lo hizo con una empresa llamada Fiber Glass Repairs, especializada en formas especiales para autos tipo dragster. Ellos crearon lo que parecía ser una versión extendida de un Ford Capri, auto deportivo que vivía un gran auge por esos años, aunque con un motor 2.0 litros. Lo llamaron “La Bestia”.
Una vez terminado, Dodd decidió que al tener un motor Rolls-Royce, bien podía adoptar la clásica parrilla de la marca de autos de lujo, y así fue como el frente pasó a ser el de un Corniche. En 1974 el auto tuvo piel y forma, y fue registrado como un Rolls-Royce de 27 litros por el LCC (London County Council), algo insólito, pero de acuerdo a las formas de registrar los autos artesanales, la mecánica podía definir la denominación aunque no fuera original. Claro, siempre y cuando no tuviera objeciones de parte de la marca. Así sucedía con los carroceros, muy comunes en esos tiempos, que hacían reformas a automóviles originales y las podían patentar para circular por las calles.
En 1975, durante una exhibición en Suecia, el auto se incendió, y al tener carrocería de fibra, ésta se consumió completamente. Sin embargo, el chasis y la mecánica quedaron intactos, por lo que Dodd regresó a FGR para que diseñaran una nueva forma que se adaptara a la misma plataforma.
Así nació la segunda versión de “La Bestia”, ahora con un diseño más cuadrado que ya no se asemejaba tanto al Capri. El color bordó del primer auto cambió por uno color beige, y en el frente, las cuatro luces dieron paso a ocho en una extraña disposición de cuatro por cada lado. Nuevamente, la parrilla de Rolls-Royce estaba ahí, ahora era la de un Silver Shadow, en el medio de esas ocho ópticas, y deformando lo que había sido un frente más sobrio y acorde a los autos de lujo ingleses de la primera versión.
Pero si en Rolls-Royce no estaban contentos con el auto inicial, con el segundo lo hicieron saber. Entonces Dodd no tuvo mejor idea que empezar a burlarse de ellos, y lo hizo con llamadas telefónicas a la marca, simulando ser un barón que tenía un Porsche y quería comprar ese auto que lo había pasado a toda velocidad en una Autobahn de Alemania.
Entonces todo terminó en los tribunales, a los que Dodd concurría cada día con “La Bestia” y estacionaba en la puerta. El último día, viendo que era una constante provocación, su abogado le recomendó no ir con el auto. “Si es una provocación ir con un auto de 1.000 caballos de fuerza, vayamos con cuatro”, dijo Dodd, y fue con su esposa y sus dos hijos, montando cada uno un caballo. Perdió el caso, fue multado con 5.000 libras que se negó a pagar y fue condenado a seis meses de cárcel. Pero escapó a Málaga donde no había tratado de extradición y ahí se quedó, con “La Bestia”, que también se fue para territorio español.
En Málaga, Dodd reemplazó la parrilla de Rolls-Royce por una con sus iniciales, que es la que conserva el auto actualmente. En diciembre del año pasado, Dodd murió a los 90 años de edad. Entonces, sus herederos consideraron que “La Bestia” podía encontrar un nuevo hogar y lo pusieron en subasta.
La firma Car & Classic lo pondrá a disposición de ofertas este próximo 9 de marzo. ¿Cuánto vale La Bestia? No está claro, ni hay comparación: tal es la singularidad del motor que no se sugiere un precio orientativo. Con esto en mente, podría ser una de las subastas de autos en línea más emocionantes para ver este año. Car & Classic dice que “es imposible valorarlo”, pero podría conseguir más de 100.000 libras esterlinas en la subasta.
Antes de todo esto, en 1973, el Libro Guinness de los Récords lo catalogó como el automóvil de calle más poderoso del mundo y dijo que “superó las 200 mph (321,8 km/h) en muchas ocasiones en las carreteras continentales”. La realidad es que en la pista de Santa Pod, en Inglaterra, fue medido y registrado con una marca de 183 mph, es decir, 292,8 km/h.
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