Una extraña combinación de factores técnicos y políticos llevó al Gobierno a una decisión tan sorpresiva como inconducente. Tras tres años de negarse a emitir un billete de valor mayor al de $1.000, se lanzará el de $2.000 sobre el final del mandato de Alberto Fernández. De esa forma, se acerca un escenario curioso. El nuevo billete no solucionará ninguno de los problemas que tiene la línea actual, ya que en poco tiempo su poder de compra seguirá siendo igual de bajo y causará las mismas incomodidades que hoy para la población, los comerciantes y los bancos. Al mismo tiempo, pondrá en evidencia aquello que, supuestamente, ayudaba a ocultar, según un sector del Gobierno: la destrucción del valor la moneda provocada por la inflación.
Si bien hay fuentes oficiales que admiten que “se analiza” un billete de $5.000, no aparecen razones para haber elegido el de $2.000. Su salida a la calle no llevará menos de 5 o 6 meses y su circulación fluida entre el público requerirá de 2 a 3 meses más como mínimo. Así ocurrió, por ejemplo, con el billete de $500, el del yaguareté: el Directorio del BCRA lo aprobó en enero de 2016 y comenzó a circular en junio, pero los primeros 100 millones de billetes llegaron a la calle recién en noviembre de ese año. Los billetes de $100, en ese entonces, llegaban a 4.200 millones de unidades.
De este modo, se consolida un nuevo invento argentino: usar billetes de valor más pequeño de lo necesario. Para cuando el billete de $2.000 circule con cierta masividad, ¿podrá comprar mucho más que lo que hoy compra uno de $1.000, si se espera una inflación para este año del 97%?. ¿Ayudará a quienes tienen que hacer pagos en efectivo a evitar los fajos gigantes? Es claro que no lo hará y, de esa forma, el nuevo billete nacerá viejo.
La razón por la que no se optó por un billete más grande, según diferentes fuentes consultadas por Infobae, es la oposición de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. La intención original de lanzar un plan de billetes de mayor denominación ($2.000, $5.000 e incluso $10.000) pero solo obtuvo autorización política desde la Presidencia del Senado para el primero. De esta forma, el BCRA al menos quitó del mapa el fantasma del peor escenario: que no haya billetes suficientes en el fin del actual gobierno si la inflación se desboca. Pero también desaprovechó una oportunidad de normalizar la situación del funcionamiento del dinero.
El ingrediente político de la decisión, si bien no se admite formalmente, tiene antecedentes que lo respaldan. En su segundo gobierno, CFK se negó rotundamente a emitir un billete mayor al de $100, mucho más después de que se lanzara el que tiene la imagen de Eva Perón. La orden fue cumplida con tal puntillosidad que se llegó al extremo de que el 93% del dinero en circulación a fines de 2015 era en billetes de $100, el mismo camino que hoy podría seguirse con el billete de $1.000, considerando que la inflación actual es mucho más alta.
Otro antecedente ocurrió en el actual gobierno, en cuyos inicios el Banco Central inició el proceso para emitir un billete de $5.000 pero pocos meses después lo desactivó. “No vamos a hacer un billete de 5 mil pesos. Fue una idea que circuló, pero no lo vamos a hacer”, dijo Alberto Fernández en mayo de 2020. El motivo volvió a pasar por las objeciones de la vicepresidenta. Casi 3 años después, con inflación cercana a los 3 dígitos, “circula” y se anuncia la idea de un billete más pequeño.
Ese episodio toma mayor relevancia con este anuncio. La imagen de los sanitaristas Ramón Carrillo y Cecilia Grierson con el Instituto Malbrán en el reverso, similar al boceto que difundió el BCRA esta semana, había sido publicada en medios periodísticos como el diseño de ese nuevo billete de $5.000 en aquel entonces. Hoy reaparece aggiornada en este nuevo billete de $2.000, con lo que se ahorró tiempo en la elaboración de un diseño original.
Algunas fuentes sugieren que ese proyecto del billete de $5.000 de 2020 había avanzado tanto que el papel comprado en ese entonces, que carecía de una marca de agua específica, podría utilizarse ahora para acelerar la impresión del nuevo billete de $2.000.
La objeción política dentro del Gobierno a imprimir billetes de una denominación mayor a $1.000 había tenido otro capítulo hace solo 7 meses. A pesar de los múltiples pedidos en ese sentido, el BCRA anunció una nueva línea con los mismos valores vigentes ($100, $200, $500 y $1.000) y el cambio de los animales por el regreso de los tradicionales próceres. El foco estuvo en modificar la estética que había decidido el macrismo, no en poner una denominación más alta, acorde a la inflación.
En aquel momento, el titular del Banco Central Miguel Pesce señaló que “en seis meses” los nuevos billetes estarían en la calle. Pero ni siquiera empezaron a imprimirse. En Casa de la Moneda aseguran que todo el complejo proceso previo de diseño de las 4 nuevas piezas se completó, pero el entonces presidente de la imprenta oficial, Rodolfo Gabrielli, nunca recibió la orden del BCRA para empezar a producirlos. Sobre fin de año, Gabrielli fue desplazado de su cargo y reemplazado por Angel Elettore.
Esa línea de billetes, anunciada y no concretada, hubiera sumado más despropósitos, en particular porque hubiera puesto en la calle un cuarto diseño de billete de 100 pesos que se sumaría a los que ya circulan con la imagen de Julio Roca, Eva Perón y la taruca, en la línea de los animales. Cuatro billetes distintos para un valor que ya es escaso hasta para una propina.
En esta ensalada de dinero en efectivo, los papeles de 100 pesos son un problema en sí mismo. Hay demasiados y nadie los quiere. Ocurre que en el inicio de la pandemia y ante la necesidad de pagar el IFE, el BCRA sacó a la calle 700 millones de billetes de $100 que tenía almacenados. Cuando pasó la urgencia, los bancos quisieron devolverlos y el BCRA no se los aceptó. Huelga explicar que llenar un cajero con billetes de $100 es poco eficiente para el banco e incómodo para el cliente.
Desde entonces, los bancos y el Central mantienen una pequeña guerra por este tema. Ante las quejas de las entidades, el BCRA les acepta contabilizar gran parte de esos billetes “en compensación”, como si fuera un depósito en sus cuentas, para ser computado como encaje. Pero con una condición: que los dejen almacenados en sus propios tesoros o en transportadoras de caudales (grandes ganadores de esta situación), para no afrontar el costo del traslado y atesoramiento. Contra ese depósito, los bancos pueden suscribir Leliqs, las letras de deuda del Central. Muchos bancos salieron a incoporar tesoros en sus sucursales más grandes, solo para almacenar billetes de $100. Las altas tasas de las Leliq financian la operación.
El 2022 fue un año complejo para la impresión de billetes, según fuentes cercanas a ese proceso. Con su capacidad productiva colmada, la Casa de la Moneda se dedicó casi con exclusividad a imprimir billetes de $1.000, cuyo stock creció un 85% en el año. También produjo algo de billetes de $500, cuya circulación subió 6%. Los billetes de $100 y $200 dejaron de producirse hace tiempo.
Sobrepasado por la inflación, el Banco Central también debió recurrir a la importación de billetes terminados para asegurarse que los cajeros estén siempre llenos. Para ello, durante el año pasado importó billetes de $1.000 a las casas de moneda de Brasil, España y China.
Un punto que resaltó el BCRA al anunciar el nuevo billete de $2.000 es el avance de los medios digitales de pago, un dato de veracidad indudable. Desde la pandemia hasta el presente, crecieron todas las variantes: tarjetas de débito, de crédito, pagos con QR, con transferencia, cheque electrónico y hasta los pagos con criptomonedas. El problema es que una inflación cercana al 100% siempre va a ir más rápido que cualquier avance de los pagos digitales, sobre todo en una economía con alto grado de informalidad y que todavía tiene una alta carga impositiva en los medios de pago.
A la vez, haber evitado lanzar un billete de valor más alto implica mayores gastos. Según el ex director de la Casa de la Moneda, Augusto Ardiles, el nuevo billete generará un ahorro de USD 21 millones en la impresión, que podría haber sido de USD 170 si se hubiese lanzado uno de $10.000. “Insistir con denominaciones bajas, además de convertir la experiencia de pago de la gente en un calvario, tiene un costo enorme que entre 2008 y 2015 fue de USD 689 millones”, explicó Ardiles en su cuenta de Twitter.
Según publicó Infobae a fin del año pasado, el billete argentino de $1.000 es “el último de la tabla” en América Latina, es el que menor valor de compra tiene medido en dólares: apenas USD 2,89, comparado con sus similares de la región. Si el billete de $2.000 estuviese en circulación hoy mismo y ese valor en dólares se duplicara, la Argentina quedaría anteúltima: solo superaría a Cuba, cuyo billete de máximo valor, de 100 pesos cubanos, equivale a 4,17 dólares.
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