
Previo a la crisis de la Convertibilidad, y cuando la actividad económica transitaba por el último pico alcista dentro de un sendero de crecimiento sostenido -apenas interrumpido por la crisis del Tequila-, la recaudación a cargo de la AFIP se concentraba en los impuestos indirectos, como IVA, con más del 40% del total (30 puntos porcentuales percibidos por la DGI y 10% por Aduana), y en menor medida directos, como Ganancias 17% y Bienes Personales 1%; los cuales junto a los Aportes personales y Contribuciones sobre la nómina salarial y autónomos (21%), generaban casi el 80% de los recursos tributarios (DGI, más Aduana, más Anses).
Ahora, 25 años después, esas proporciones cambiaron sustancialmente. Con datos de 11 meses de 2022, el cobro de IVA pasó a representar apenas 29,2% del total -18,4 puntos porcentuales aportados por la DGI y 10,8 pp la Aduana neto-; Ganancias agregó más de 6 pp, a 23,5% del total; Bienes Personales avanzó a 2,1 pp; en tanto la Anses redujo levemente su incidencia a 21% del agregado de los recursos tributarios.
Los tributaristas clasifican a los impuestos según la forma de recaudación y contribuyente en:
1) directos, porque gravan la manifestación de riqueza adicional a las necesidades primarias, como Ganancias de las sociedades y también de personas humanas, Patrimonio o Bienes Personales, retenciones sobre las exportaciones y derechos de importación, en el caso de los percibido por la Aduana; y
2) indirectos, los que se obtienen sobre sobre los consumos de bienes y servicios, sin tomar en cuenta la incidencia sobre el presupuesto, en particular de las familias, como IVA, transferencias de combustibles, Internos sobre el Tabaco, las bebidas alcohólicas y sobre bienes suntuarios, entre otros, que, como los primeros capta la Dirección General Impositiva (DGI).
En general, se sostiene que los impuestos directos son progresivos, porque recaen en mayor medida sobre los que generan más ingresos que el resto de los contribuyentes.
Por el contrario, los indirectos son considerados regresivos, porque tributan una alícuota similar para todo tipo de bien, sin contemplar sus efectos sobre el presupuesto personal o del hogar, y por tanto en términos de ingreso de la población resultan más onerosos de pagar. Pero su ventaja, es que son más fácil de recaudar, porque en general no son evadibles, salvo cuando se incurre en el delito de operar en la informalidad (el famoso “con IVA o sin IVA” que ofrecen algunos comercios y piden algunos consumidores) para sacar alguna ventaja a costa del fisco y del resto de la sociedad que opera plenamente en la legalidad.
Sin embargo, en una economía caracterizada por altos índices de inflación, cambios constantes en la normas contables e impositivas, y en particular “olvidos” en lo referente a la valuación de activos, y en la actualización por la variación del índice de inflación de los topes no gravables, los impuestos directos suelen en transformarse en regresivos, esto es no sólo el contribuyente habitual paga más, pese a disminuir su capacidad de gasto y ahorro en términos reales, porque pasa a una escala nominal más alta, sino que además se suman otros aportantes, como ocurre en los casos de Ganancias de las personas físicas y de Bienes Personales no incorporados a un proceso productivo.
Es la forma en que las autoridades económicas de gobiernos demagógicos y, por tanto, populistas, buscan cobrar el denominado “impuesto inflacionario” -cazando en el zoológico, grafican los tributaristas-, el cual consiste en aplicar alícuotas más altas por el mero aumento de la nominalidad, y se pasa a una escala superior: se generan más ingresos, sea por aumentos de los salarios, como por ventas en el caso de las empresas, pero se pierde poder adquisitivo de bienes y servicios de consumo habitual, tanto en el hogar, como incluso en el proceso productivo y comercial.
De ahí que, junto a controles de precios, que desincentivan el proceso de reinversión de utilidades en comparación con una economía libre, no sorprende que tienda a elevarse la informalidad de la economía, y de ese modo pierda peso el aporte del cobro de IVA al agregado de los ingresos tributarios.
Frente a ese escenario, ha sido común en la Argentina buscar atajos, como la reglamentación de impuestos al comercio exterior, más sobre las exportaciones que las importaciones, los cuales en el primer caso se reimplantaron a la salida de la convertibilidad fija entre el peso con fines de recaudación y también de modo de atenuar el traslado a precios de la brutal devaluación de la moneda.
También, para inducir a la disminución de la economía marginal, se legisló a fines de 2001 el Impuesto a los Débitos y Créditos Bancarios -más conocido como Impuesto al Cheque-, al posibilitar considerar como pago a cuenta de Ganancias parte de lo ingresado en el año calendario.
Un tratamiento similar se instrumentó con la llegada del gobierno de Alberto Fernández, con el Impuesto PAIS, con el pomposo objetivo de contribuir a un país más inclusivo y solidario, sobre quienes exterioricen su capacidad de ahorro en moneda extranjera, inicialmente, y desde 2022, con la pérdida de reservas en el BCRA, ampliado a los consumos con tarjeta en el exterior, y actualmente con un cargo más alto para los viajeros al Mundial de Fútbol de Qatar.
Esos dos tributos que eran inexistentes cinco lustros atrás actualmente generan en conjunto 8,5% del total de los recursos tributarios.
Frente a ese cuadro, no es casual que una vez más en la historia tributaria argentina, las autoridades nacionales estén abocadas a la instrumentación de un “blanqueo de capitales”, y que en muchas de las plataformas de los partidos políticos esté incluido un capítulo de “reforma tributaria”, para que los impuestos directos vuelvan a ser progresivos y los indirectos cuenten con algún mecanismo que le quite regresividad.
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