En la Laguna Brava ubicada en la Reserva de la provincia de la La Rioja del mismo nombre, se puede disfrutar de un día con vistas increíbles, en el horizonte se yerguen algunos de los volcanes más imponentes del continente, y en la superficie de las aguas saladas se pueden observar habitualmente flamencos rosados y blancos; así como grupos de vicuñas que pasean a sobre las laderas que rodean la masa acuática de 60 kilómetros cuadrados de extensión.
Pero hay algo muy curioso reposando sobre la superficie de la Laguna Brava -que cuenta con zonas de sal completamente solidificada tan duras como la roca-, una masa metálica de gran tamaño que resiste los vientos salados y las bajísimas temperaturas nocturnas hace casi seis décadas.
Se trata de los restos de un avión Curtiss Commando C-46 F, que perteneció a Aerolíneas Carreras, que tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia un 30 de abril de 1964 debido a un desperfecto técnico. A pesar de no ser tan conocido, se ha convertido en uno de los atractivos turístico de la región.
Según reconstruyó el periodista Federico Kurbis en el portal Histarmar, el avión llegó a la Laguna Brava cuando intentaba completar un vuelo entre Copiacó, en Chile, hasta la ciudad de Córdoba. Lo curioso es que en el interior del aparato se transportaba una peculiar y preciada carga, ocho yeguas de carrera inglesas de pura sangre -todas preñadas- con un valor de 10.000 libras esterlinas cada una, que habían sido compradas por las haras “Las Hortigas”, de la localidad de General Belgrano a un vendedor de la capital peruana de Lima, ciudad de origen de la aeronave.
Quienes tripulaban la nave eran Ángel Esnagola (comandante), Hugo Jáuregui (primer oficial), Eddie Ravera (segundo oficial) y Carlos R. Marrón (técnico de vuelo); además de ellos, viajaban en el C-46 Armando Luna y Mario Amabile, dos cuidadores de caballos a los que se les había encomendado la tarea de supervisar a los animales durante el viaje.
El imperfecto sucedió cuando el avión comenzó a sobrevolar el boquete formado por los pasos Picas Negras y Comecaballos -caprichos del destino- a unos 6.000 metros sobre el nivel del mar. Cerca de las nueve de la mañana de aquel 30 de abril, el segundo motor falló y pese a los intentos de los tripulantes por solucionar el imperfecto, el destino estaba sellado, tendrían que hacer un aterrizaje de emergencia.
Uno de los tripulantes de la nave, contaría años después del suceso que una de las yeguas, nerviosa por el estrés del vuelo había comenzado a dar patadas contra el fuselaje haciendo un ruido muy similar al mismo que hizo el segundo motor cuando falló, parecía una premonición de lo que les depararía.
Para peor fortuna del avión C-46, cuando el motor del avión comenzó a fallar el cielo estaba completamente cubierto de nubes y había fuertes vientos en el exterior que comenzaron a producir severas oscilaciones de lado a lado, debido a las turbulencias y a la falta de potencia, mientras tanto, un espeso humo negro comenzó a verse por las ventanillas.
La situación dentro del avión no era sencilla, por un lado, sabían que no podrían llegar hasta Córdoba, debían decidir si intentarían alcanzar otro aeropuerto cercano o si deberían aterrizar en la Laguna Brava, paraje que los tripulantes conocían por haberlo sobrevolado en varias ocasiones; por otra parte, los animales, contagiados por el nerviosismo, comenzaron a inquietarse obligando a los cuidadores a sostenerlos fuertemente de los bozales para que no se lastimen las cabezas.
Finalmente se decidieron por la Laguna Brava, avisaron por radio que deberían hacer un aterrizaje de emergencia y se dispusieron a descender. “¿Estará dura la superficie del salar? ¿Se hundirá la pesada máquina o flotará el tiempo necesario para que puedan alcanzar la costa?”, eran las preguntas que circulaban en las cabezas de los tripulantes, según la reconstrucción que hizo “Rudi” Varela, periodista que colaboró con Kurbis para recomponer los hechos.
A las 09:40 horas el C-46 se posa duramente con un ruido ensordecedor del aluminio que patina sobre la superficie áspera del salar. Después del primer impacto, la parte delantera del avión se levanta en el aire, avanza 90 metros y ahora sí, cae pesadamente contra el suelo y detiene su enorme masa.
A causa del duro impacto, los “boxes” de madera donde eran transportados los animales se quiebran, y tanto hombres como bestias salen propulsados hacia la parte delantera del avión. Algunas maderas se incrustan en la panza de una de las yeguas que comienza a desangrase, otra de ellas se rompe una arteria por la desesperación y muere a los minutos.
Los seis hombres sobrevivieron. Cuando salieron del avión se fundieron en un abrazo al comprobar que estaban bien y se pusieron a trabajar. Primero tuvieron que tomar una difícil decisión, debieron sacrificar a la yegua herida. Eran cerca de las 10 de la mañana y se encontraban a 4.271 metros sobre el nivel del mar. Volvieron a comunicarse por radio con Córdoba y acordaron entablar comunicaciones a las 20 horas y a las 06:00 del otro día.
A lo lejos divisaron un puesto de montaña y decidieron salir hacia allí para comprobar si había víveres que pudieran utilizar, cinco de ellos se ataron con cuerdas y tras 400 metros de caminata sobre la superficie semisólida de la Laguna Brava, alcanzaron lo que en realidad era un refugio para arrieros que fue levantado en la época de Sarmiento que puede seguir visitándose al día de hoy.
Los cinco hombres volvieron al avión para contarle al sexto de ellos que no habían encontrado nada de utilidad, sólo les restaba esperar el rescate. Pasado el mediodía, vieron en el cielo dos aviones Sabre F 86, provenientes de Mendoza, que les lanzaron ropa y alimentos en bombas de ejercicio de plástico. Apenas pudieron aprovechar algunos trozos de chocolate de esa primera carga.
Por la tarde, otro avión les arrojó abrigos. El ánimo no era el mejor, el shock del choque había sido grande y el apunamiento los estaba dominando, ninguno fue a buscar el segundo envío.
No tenían agua ni comida, los fósforos no prendieron por la presión del aire y el viento y a medida que anochecía el frío comenzó a calarles los huesos. El termómetro del avión, que aún funciona, marcaba 30ºC bajo cero. Nadie durmió durante esa primera noche. Las yeguas eran una ayuda porque irradiaban calor, pero consumían oxígeno.
Al otro día por la mañana, bien temprano, juntaron todos los tablones de los boxes que servían para transportar a las yeguas y los colocaron de forma horizontal en el piso de hielo y sal para construir una plataforma. Sacaron a las yeguas fallecidas y otras cuatro decidieron dejarlas en libertad.
Una de ellas logró alcanzar la orilla y nunca más se la volvió a ver, otras dos tomaron rumbo hacia el norte y los hombres vieron cómo comenzaban a hundirse en la laguna hasta perder la vida. Sólo una decidió volver. Las dos yeguas restantes habían sido dejadas en el avión por si el rescate se demoraba y debían hacerse de su carne.
Cerca de las 9 de la mañana divisan otros dos aviones, esta vez provenientes de Tandil. Les lanzaron agua, abrigos y comida en paracaídas, los víveres fueron rescatados pero parte de ellos se perdieron en medio de fuertes vientos salados. Unas pastillas de alcohol les sirvieron para entibiar un poco de café. El cansancio era extremo y sus mentes empezaron a engañarlos. Algunos creyeron ver gente en la orilla, pero no había nadie allí.
“Han tenido que efectuar un aterrizaje forzoso en la Cordillera. No sabemos dónde están. Estamos tratando de localizarlos, pero están bien”, era lo que recibían los familiares de los tripulantes y los cuidadores en Buenos Aires, por parte de las autoridades de Aerolíneas Carreras.
El ansiado rescate se produjo eso las 14:30 de aquel segundo día en la laguna. Dos gendarmes, un alférez, tres baqueanos y el médico de la localidad de Vinchina, Francisco Antonio Abdala, con una Estanciera, un camión Mercedes-Benz de Gendarmería Nacional y otro camión Ford canadiense. Tardaron 24 horas en subir después de enterados del suceso, en aquella época sólo se podía acceder a la laguna siguiendo el cauce del río La Troya.
La alegría de los seis hombres fue total, tras ser revisados por el médico, partieron distribuidos en los diferentes vehículos. Las yeguas fueron dejadas en el interior del avión con una manta cada una sobre su lomo y el pasto seco que quedaba del viaje. La Gendarmería regresaría al otro día a buscarlas.
Llegan a la localidad de Jagüé después de 12 horas de viaje y con un hambre voraz. No habían comido una comida completa luego de aquel desayuno en Lima, antes de emprender el vuelo. Despertaron a un puestero que no tenía comida para ofrecerles, pero mata algunas gallinas. Una vez hervidas las devoran sin respiro.
Al otro día parten para La Rioja, donde los espera José María Carreras, dueño de la compañía del avión. Desde allí, partirían hacia Buenos Aires para reencontrarse con sus familiares y poner punto final a la pesadilla que tuvieron que atravesar en la salada superficie de la Laguna Brava.
Hoy en día, con más y mejores caminos, puede accederse más fácilmente a la Laguna Brava donde todavía pueden encontrarse ciertos restos del avión, que fue vendido en aquel entonces a un chatarrero de la zona, que desguazó gran parte de la aeronave. A pesar de que son pocas las personas que saben de su existencia, se ha vuelto un atractivo turístico más de la provincia de La Rioja.
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