Después de la traumática y fallida experiencia de Martín Guzmán como ministro, si la coalición de Gobierno pretende de veras enderezar la marcha de la economía una condición imprescindible es que quien se haga cargo de la cartera tenga el apoyo explícito y claro tanto del presidente de la Nación, Alberto Fernández, como de la vicepresidente, Cristina Fernández de Kirchner.
Más allá de los méritos o deméritos de la gestión de Guzmán, lo cierto es que desde hace ya demasiado tiempo los nubarrones se cernían sobre cualquier decisión que tomara. Y es imposible generar expectativas favorables y respuestas positivas de los agentes económicos si estos creen que quien las decide y ejecuta no tiene suficiente poder y apoyo político.
El apoyo de la vicepresidente a quien asuma es imprescindible justamente por la debilidad de Alberto Fernández, que no pudo sostener al ministro que quería y tampoco tendría fuerzas para sostener por sí solo a su reemplazo.
Valgan de guía algunos casos de la historia argentina de las últimas décadas.
Apoyo vital
En febrero de 1985, tras escasos 15 meses de gestión presidencial, Raúl Alfonsin decidió prescindir de su primer ministro de Economía, su amigo y correligionario Bernardo Grinspun, un radical de toda la vida, para designar en su reemplazo a Juan Vital Sourrouille, quien, al igual que todos los “tecnócratas” de su equipo, era visto con recelo por el radicalismo.
Alfonsín era todavía un presidente popular y un claro líder político. Bajo su paraguas, Sourrouille pudo diseñar y lanzar, en junio de ese mismo año, el “Plan Austral” con el que logró aplacar los índices de inflación y atravesar el mejor período de la gestión alfonsinista: en septiembre de 1985 el gobierno se impuso en las elecciones legislativas y 1986 fue su mejor año en materia de desempeño económico.
La falta de consolidación fiscal fue haciendo jirones el Austral y en 1987 la derrota en las elecciones legislativos y la pérdida de la provincia de Buenos Aires a manos de Antonio Cafiero, visto entonces como prospectivo candidato presidencial del peronismo, debilitó fuertemente el poder político de Alfonsín, que sin embargo sostuvo a Sourrouille y su equipo.
En 1989 ocurrió lo inverso: un Alfonsín ya muy debilitado no pudo sostener a Sourrrouille ante el pedido de renuncia que hizo públicamente el candidato presidencial radical, Eduardo Angeloz. Sourrouille dejó Economía y fue reemplazado por el veterano Juan Carlos Pugliese, que al cabo de pocas semanas fue reemplazado por Jesús Rodríguez, quien debió aguantar el último trecho e un gobierno extremamente debilitado y en medio de un proceso de hiperinflación. Ya no había poder político ni gestión económica con posibilidades de éxito.
De los tropezones al uno-a-uno
Carlos Menem inició su gestión económica apoyado en una alianza con el Grupo Bunge & Born, del que provinieron los primeros dos ministros de Economía, Miguel Roig y Néstor Rapanelli. El primero murió a la semana de asumir. El segundo fracasó clamorosamente y dejó el cargo a fines de 1990, en medio de otro proceso hiperinflacionario. El tercero fue el riojano Erman González. El plan Bonex preparó la llegada del hasta entonces canciller, Domingo Cavallo, que a poco de asumir lanzó en abril de 1991 el Plan de Convertibilidad y el uno-a-uno entre el peso y el dólar que se sostendría hasta enero de 2002.
La convivencia de Menem y Cavallo, sin embargo, fue tormentosa y el economista mediterráneo dejó el cargo en julio de 1996. Fue reemplazado por Roque Fernández, hasta entonces presidente del Banco Central. Fernández, de quien se decía que mantenía la economía “en piloto automático”, no tuvo sin embargo mayores inconvenientes de gestión, porque tenía el paraguas de un presidente fuerte, que había sido reelegido por amplio margen en las elecciones de 1995 después de impulsar una reforma constitucional. De vuelta, el poder político sustentaba las decisiones del ministro de Economía.
La presidencia de Fernando De la Rúa suministra ejemplos exactamente en contrario. No pudo sostener a su primer ministro de Economía, José Luis Machinea, y a quien designó en su reemplazo, Ricardo López Murphy, duró menos de dos semanas en el cargo, justamente por la falta de sustentación política de un De la Rúa ya muy debilitado. Cavallo volvió entonces como “salvador”, pero ya no podía serlo.
Kirchner y Lavagna
Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia en mayo de 2003, Roberto Lavagna ostentaba los laureles de haber estabilizado la economía durante la presidencia provisional de Eduardo Duhalde, gracias en buena medida al ajuste que había hecho su antecesor, Jorge Remes Lenicov. Kirchner eligió sostener a Lavagna, y durante poco más de un año y medio presidente y ministro convivieron en un ambiente de mutuos recelos. Hacia fines de 1985, cuando Kirchner decidió prescindir de Lavagna, ya era un presidente fuerte, que pudo sostener ministros de escaso volumen político, como Felisa Miceli y Miguel Peirano.
El caso de Cristina Kirchner tiene otro molde. Arrancó su gestión designando como ministro de Economía, a instancias de su entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández, a Martín Lousteau, quien fue eyectado en abril de 2008, un mes después de la erupción del conflicto por la resolución 125, de retenciones móviles a los principales cultivos del campo. Los sucesivos ministros no tuvieron gran entidad, hasta el caso de Amado Boudou, que la tuvo no tanto por su gestión económica (aunque llevó a cabo la segunda restructuración de deuda) como por su osadía política, que lo llevó en 2011 a compartir fórmula presidencial con Cristina.
Reelegida en primera vuelta y con una ventaja de 37 puntos sobre su más inmediato competidor, Cristina Kirchner podía elegir de ministro a quien quisiera, sin que eso tuviera mayor trascendencia política, y eligió a Axel Kicillof, a quien sigue consultando en cuestiones económicas.
La experiencia de Martín Guzmán remacha la lección: más allá del error o acierto de las medidas, no puede haber buena gestión económica si no hay detrás suficiente sustento político.
Si no quieren un “Guzmán bis”, Alberto Fernández y Cristina Fernández están obligados a ponerse de acuerdo en cuestiones clave –por caso, si sostener o no el acuerdo con el FMI y el perfil internacional de su gobierno– para que asuma un ministro con poder y consenso.
La tarea por delante, entre ellas evitar una devaluación desordenada y una nueva aceleración inflacionaria, que podría poner al país al borde de la híper, no es precisamente sencilla.
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