El presidente Carlos Menem y el secretario del Tesoro de Estados Unidos Robert Rubin se encontraron a principios de 1999 porque la administración de Bill Clinton estaba preocupada por el efecto de una serie de crisis internacionales sobre América latina.
Desde octubre de 1998, luego de la crisis del sudeste asiático, Brasil sólo pagaba sus deudas gracias al respirador artificial que le había facilitado el FMI por expreso pedido del Tesoro de EE.UU., luego de haber perdido en 60 días unos USD 30.000 millones de sus reservas en divisas en el Banco Central, a pesar de la negativa expresa de Europa de otorgarle asistencia a menos que se produjera una fuerte devaluación del real.
Desde octubre de 1998, luego de la crisis del sudeste asiático, Brasil sólo pagaba sus deudas gracias al respirador artificial que le había facilitado el FMI
Rubin y el director ejecutivo del FMI, Stanley Fischer, pensaban que un nuevo default brasileño gatillaría el temido “efecto contagio”, tan citado en la literatura económica, que -sin diferenciar entre los fundamentos económicos de uno u otro país- derramaría la recesión primero entre las naciones emergentes y luego en casi todo el resto del mundo.
Tras un breve intercambio de palabras amigables, Rubin rompió la armonía del desayuno con una pregunta:
— ¿Señor presidente, quisiera saber si usted muy sinceramente piensa que Brasil puede llegar a devaluar el real?
Menem ni siquiera se esforzó en consultar con su mirada a su ministro, Roque Fernández, y le respondió:
— Eso no puede ocurrir de ningún modo.
Golpeado por la sucesión de las crisis de México, Asia y Rusia, el funcionario norteamericano se atrevió a retrucar a su invitado:
— Bueno, hechos inesperados pueden ocurrir de un momento a otro.
Dos horas más tarde, el gobierno de Fernando Henrique Cardoso anunciaba una devaluación cercana al 9%, luego de cinco años de estabilidad cambiaria.
El “Comité para Salvar al Mundo”
El “Comité para Salvar al Mundo”, tal como la revista Times definió a Rubin, su segundo, Larry Summers, y al presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan -que negociaron con la Argentina una dolarización- emprendió una agresiva estrategia para que los bancos que le habían prestado a Corea aplazaran vencimientos de corto plazo por USD 22.000 millones.
La catarata de crisis financieras no llegó a desestabilizar a la valiosa convertibilidad de Hong Kong, a pesar de una fuerte corrida sufrida a fines de 1997
La administración demócrata se tomó un respiro luego de frenar esta catarata de crisis financieras, que no llegaron a desestabilizar a la valiosa convertibilidad de Hong Kong, a pesar de una fuerte corrida sufrida a fines de 1997, cuando la ex colonia británica recién volvía a ser parte de China.
Pero la calma financiera sería efímera, ya que en paralelo la economía de la Rusia poscomunista comenzaba a exhibir profundas grietas, a partir de caóticos cambios políticos, un déficit fiscal anual del 8% del PBI desde 1996, una fuerte caída en los términos de intercambio y en la confianza de los inversores.
A mediados de julio de 1998, el gobierno de Boris Yeltsin recibió un préstamo de USD 22.500 millones para frenar la fuga de capitales, pero su efecto fue nulo. En los 30 días que siguieron al anuncio del crédito del organismo que conducía Michel Camdessus, la Bolsa de Moscú cayó un 48% y el 17 de agosto, el gobierno anunció una fuerte devaluación del rublo y la reestructuración de los pagos de su deuda pública local; 24 años después, replicaría el default de toda su deuda extranjera, tras haber invadido Ucrania en una guerra sangrienta.
Al justificar el default del 2022, Rusia explicó que tenía voluntad pero no los recursos para pagar, un argumento similar al que utilizó la Argentina antes de caer en la cesación de pagos del 2014, aunque sin una guerra de por medio.
El Chernobyl financiero
Aunque la situación comenzó a estabilizarse a partir de septiembre de 1998, el FMI recibió duros cuestionamientos cuando trascendió que una buena parte de sus desembolsos habían caído en el gran agujero negro de la economía rusa, denominado el “Chernobyl financiero”, en referencia a la trágica explosión de la central nuclear de Ucrania ubicada a 700 kilómetros de Moscú, que el 24 de abril de 1986 causó la muerte inmediata de 31 personas y la contaminación de miles de seres humanos en toda la región.
Mientras tanto, en Occidente, otro “Chernobyl” estaba a punto de estallar. El Long Term Capital Management, un hedge fund de Connecticut que contaba con el asesoramiento de dos economistas ganadores del Premio Nobel, había quedado mortalmente herido por el terremoto ocurrido en los mercados emergentes, luego de haber gozado de un meteórico crecimiento que le permitió obtener una ganancia de USD 2.100 millones en 1996.
Con un capital que había rozado los USD 7.000 millones, LTCM logró mágicos rendimientos del 40% anual para sus inversores, que incluían desde fondos de Wall Street hasta amas de casa y estudiantes norteamericanos.
Cuando Rusia blanqueó su default, se encendió la luz de alarma en el Tesoro y en la Reserva Federal ya que, tras haber perdido unos USD 6.000 millones de su capital, el fondo de cobertura no estaba en condiciones de seguir cumpliendo con sus compromisos.
Si el LTCM se desplomaba, el “efecto manada” observado en el mundo emergente se trasladaría en pocos días al corazón financiero de los Estados Unidos y obligaría a suspender por un tiempo las operaciones de comercialización de los bonos norteamericanos, con consecuencias nefastas sobre la estabilidad global.
La resaca sucesiva de crisis y operaciones de rescate dejó al descubierto la debilidad de los gobiernos y la ineficacia del FMI
Una vez más, el “Comité” unió sus poderes durante una agitada semana para que las principales entidades de Nueva York reunieran milagrosamente USD 4.000 millones el 23 de septiembre de 1998. Sin embargo, la resaca sucesiva de crisis y operaciones de rescate dejó al descubierto la debilidad de los gobiernos y la ineficacia del FMI para combatir los virulentos ataques especulativos del mercado de capitales.
Mientras Robert Rubin y Alan Greenspan quemaban todas sus energías para evitar que se concretara la peor pesadilla financiera de Occidente, en la Argentina equipo de Roque Fernández actuó con gran celeridad para preservar la tranquilidad fronteras adentro del país. Rápido de reflejos, el subsecretario de Financiamiento, Miguel Kiguel, viajó a Washington con el objetivo de cubrir un importante bache de financiamiento que ya no podría pavimentarse en el mercado voluntario de deuda.
Con la valiosa colaboración de la directora del Departamento de Proyectos Financieros del Banco Mundial, Nina Shapiro, Kiguel logró que la Argentina fuera la primera nación en recibir asistencia internacional luego del default ruso.
“Les ganamos de mano a todos y dejamos casi sin plata a Colombia, que llegó después que nosotros”, se jactó Kiguel, que antes había trabajado en el banco multilateral.
El salvavidas de Washington
Aunque los inversores anticipaban que las próximas víctimas del mundo emergente serían Brasil y la Argentina, Miguel Kiguel diseñó un original esquema que combinaba una serie de préstamos con un bono Global por USD 1.500 millones, garantizado con USD 250 millones del Banco Mundial, para que el país pudiera cerrar su brecha al menos durante un semestre. Dos décadas después, el equipo de Finanzas de Mauricio Macri cuestionaría esta decisión al considerar que este bono le generó al país intereses demasiado altos.
A esa altura de 1998 la suerte del Brasil también dependía exclusivamente de los préstamos “preventivos” de la comunidad internacional
Tan sólo en el último trimestre de 1998, el gobierno requería unos USD 2.000 millones para cumplir con sus compromisos financieros. A esa altura del año, la suerte del Brasil también dependía exclusivamente de los préstamos “preventivos” de la comunidad internacional.
El presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, pareció entender mejor que otros funcionarios en Washington el peligro de una nueva ronda de cesaciones de pago en la región.
“El mundo no puede soportar una crisis en América latina; si eso sucede, tendrá efecto no sólo sobre los países emergentes, sino también sobre los desarrollados”, sostuvo entonces el banquero nacido en Australia.
El 16 de septiembre de 1998, con la deuda externa ubicada en USD 140.884 millones y el pasivo público en USD 109.376 millones, el viceministro Pablo Guidotti se dio el gusto de anunciar que el país estaba en condiciones de acceder a unos USD 5.700 millones, divididos entre USD 3.000 millones del Banco Mundial, USD 1.500 millones del BID y USD 1.200 millones de las administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones (AFJP).
Del total de la deuda soberana, USD 78.541 millones correspondían a bonos, USD 16.470 millones a los organismos multilaterales, USD 7.201 millones a otros gobiernos y solamente USD 3.494 millones a la banca comercial.
Las presiones del FMI
“Esta asistencia le facilitará al país cerrar sus compromisos hasta el primer trimestre de 1999 sin tocar los USD 2.800 millones del programa con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que quedará como una contingencia”, precisó Guidotti con la intención de contrarrestar las fuertes operaciones de especulación en contra del peso.
Esta asistencia le facilitará al país cerrar sus compromisos hasta el primer trimestre de 1999 sin tocar los USD 2.800 millones del programa con el FMI (Guidotti)
A partir de abril se necesitarían otros USD 10.400 millones para sellar las necesidades financieras de 1999. Las aguas parecieron calmarse hasta que en diciembre de 1998 el auditor chileno Tomás Reichmann, del Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, advirtió que la Argentina se quedaría sin la cobertura del acuerdo de facilidades extendidas vigente si el Congreso Nacional no aprobaba una ley para modificar el sistema de distribución de recursos entre la Nación y las provincias de la flamante reforma impositiva, con el objetivo de garantizar una reducción de los aportes patronales.
Pablo Guidotti amplificó las palabras de Reichmann al advertir que, sin el acuerdo del FMI, se perderían unos USD 2.800 millones que integraban el vital cinturón de financiamiento externo y, además, sería imposible reducir los impuestos al trabajo para bajar el desempleo.
Finalmente, Economía pudo lograr que el Poder Legislativo sancionara la fijación de un “piso” y un “techo” para las transferencias a las provincias, aunque el sueño de bajar los aportes patronales quedó acotado por la maldita devaluación del real.
Cuando los efectos “vodka” y “caipirinha” se combinaron, por primera vez el equipo económico se resignó a admitir que la Argentina debería soportar una extensa travesía por el desierto antes de volver a disfrutar del oasis del crecimiento, que solo llegaría después del estallido de la convertibilidad, aunque no por mucho tiempo.
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