Hace hoy cien años, el 16 de abril de 1922, un domingo de Pascua, se firmaba en Rapallo, Italia, un inesperado Tratado de Paz y Cooperación entre Alemania y la entonces naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), con eje en Rusia, que encabezaban Lenin y Trotski y a cuya sombra se preparaba Stalin.
En su libro “El pacto con el diablo”, Sebastian Haffner, que durante el nazismo se exilió en Inglaterra y al fin de la segunda guerra mundial volvió a su país, donde se destacó como periodista e historiador, contó la saga de cálculos fallidos entre ambas potencias europeas, incluyendo aquel acuerdo que, circunvalando las restricciones que los vencedores de la Primera Guerra, y en especial Francia, le habían impuesto a Alemania mediante el Tratado de Versalles, aceleró el rearme que le permitiría a Hitler la mayor agresión bélica y el mayor exterminio humano, el Holocausto, del siglo XX.
En 1922, el año de Rapallo, terminaba la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, marcada por la conflagración mundial, convulsiones sociales y hechos de represión, como la Semana Trágica y los fusilamientos en la Patagonia
Paradójicamente, el en apariencia insulso Tratado se celebró a la sombra de la Conferencia de Génova, convocada por el primer ministro inglés Lloyd George, uno de los grandes vencedores de la Primera Guerra Mundial y árbitro europeo de posguerra.
En Génova, George destrató a los delegados alemanes, que habían concurrido ansiosos, a la espera de un relajamiento de las durísimas “reparaciones” impuestas en Versalles, que desangraban su economía. Los soviéticos, por su parte, como ya se contó aquí, fueron a la defensiva. Franceses e ingleses les reclamaban deudas y temían una coalición de países capitalistas para ahogar al régimen bolchevique.
Fue el terreno propicio para que los dos desahuciados pactaran a espaldas del resto. Georg Chicherin, el canciller soviético, calificó el acuerdo como “un símbolo de la unión de damnificados por parte de las dos cabezas de turco internacionales: Rusia y Alemania”.
La Conferencia se había iniciado el 10 de abril y el sábado 15 la delegación alemana estaba agobiada: George, amo del evento, no los recibía ni les atendía el teléfono. En la madrugada del domingo de Pascua Chicherin los llamó y les propuso reunirse. En pijamas, entre las 2 y 5 de la mañana, los alemanes debatieron qué hacer. Si pactar con Moscú para asegurar su frontera oriental. O no hacerlo, en cuyo caso los rusos podían pactar con los países de la Entente e imponerles nuevas sanciones, usando resquicios de Versalles. A las 5 de la mañana enfilaron hacia Rapallo, a varios kilómetros de Génova, donde estaban los bolcheviques, y en pocas horas escribieron y firmaron un Tratado que dejó estupefactos al primer ministro inglés y al resto de las delegaciones.
Fue un simple acuerdo de Paz, pero de hondas consecuencias. Cada parte reconocía los territorios de la otra, se entablaban relaciones diplomáticas, se cancelaban reparaciones recíprocas, se declaraban mutuamente “nación más favorecida” y se prometían asesoramiento y ayuda mutua. No había cláusulas militares ni secretas, pero la cooperación militar ya iniciada entre el Reich y el Ejército Rojo, que con inusitada velocidad había erigido Trotski, se consolidó y estuvo vigente casi 20 años, hasta la invasión de Rusia por parte de Hitler en junio de 1941, dos años después del Pacto Molotov-Ribentropp, que le había dado a la Unión Soviética vía libre para anexar Finlandia y los países bálticos.
Once años extra
“Durante 11 años, de 1922 a 1933, la Alemania de Weimar y la URSS fueron amigas y Alemania pudo reamarse en territorio soviético”, cuenta Haffner. “En seis años, entre 1933 y 1939 (del ascenso de Hitler a la invasión de Polonia), crear de la nada las más potentes fuerzas aéreas y la artillería más combativa del mundo de entonces hubiera sido imposible incluso para el mayor de los genios de la organización militar”, explica. El supuesto “milagro” del rearme había sido posible por el trabajo paciente e incesante de los once años previos… en Rusia.
“Durante 11 años, de 1922 a 1933, la Alemania de Weimar y la URSS fueron amigas y Alemania pudo reamarse en territorio soviético” (Haffner)
La base de la Luftwaffe (fuerza aérea alemana) se radicó en Lipeck, provincia de Tambov, entre Moscú y Voronov. La de artillería, cerca de Kazan, junto al Volga. En el sudeste, en Orenburg, “teníamos amplios territorios, cuyos pueblos fueron evacuados para probar agentes químicos de combate”, cita Haffner memorias del general alemán Ernst Köstring. Las bases eran centros de fabricación e instrucción construidos por fábricas alemanas. Sobre los tanques, por caso, Köstring escribió: “aparte de Krupp, hubo dos fábricas más implicadas en la producción de modelos”, sin decir cuáles.
Los oficiales y suboficiales alemanes que iban allí debían renunciar a la Reichswehr (fuerzas armadas alemanas, que Hitler rebautizó Wehrmacht). Viajaban como civiles, con nombres falsos, solos o en pequeños grupos. Los aviadores, en ropas de paisano. A los conductores de tanques los vestían con uniformes rusos. La operación, dice Haffner, hubiera sido imposible de ocultar a la inteligencia aliada que fiscalizaba las sanciones de Versalles si se hubiera hecho en Alemania. Pero se hizo en el inmenso e inescrutable territorio soviético.
El autor remonta la historia del “Pacto con el Diablo” a 1915, cuando –en plena guerra mundial– el ministerio de exteriores alemán pensó que los bolcheviques eran el instrumento adecuado para desarticular el imperio zarista. Consideraban a Lenin, que vivía malamente en el exilio en Suiza, un arma secreta, y a principios de 1917, tras el derrocamiento del Zar y el éxito inicial de la “revolución de febrero”, gestionaron su salida de Zurich para que, luego de atravesar Alemania, pasara a Suecia, luego a Finlandia y, al fin, a San Petersburgo. El 17 de abril, el día después del arribo, el jefe de la delegación alemana en Estocolmo cablegrafió a Berlín: “Entrada de Lenin en Rusia lograda. Trabaja como era deseado”.
Para la Alemania oficial, cuenta Haffner, Lenin era “la bomba atómica política de la primera guerra mundial”, por su extraordinaria determinación y energía y enorme capacidad organizativa. El sobreviniente caos bolchevique, pensaban, facilitaría la dominación alemana de Rusia.
Lenin hizo su trabajo, pero tras derrotar a los ejércitos “blancos” no la tenía fácil en la enorme y atrasada Rusia y por puro realismo político aceptó –contra la resistencia de Trotski– el humillante Pacto de Brest Litovsk que en 1918 le impuso Berlín y que permitió a los alemanes mover sus recursos de la frontera este a la frontera oeste de la guerra, y a él concentrarse en las cuestiones internas.
En 1950 el PBI argentino era superior al brasileño y lo triplicaba en términos per cápita, brecha que se redujo al 100% en 1973, y a poco más 30% en 1990
Fue un juego de engaños y errores, Alemania quería el fracaso de la revolución socialista en Rusia, que triunfó. Y Lenin, consciente del atraso de una Rusia semi-feudal, apostaba a la revolución socialista en Alemania, que fracasó. De hecho, recuerda Haffner, la primera frase de Lenin al llegar a Finlandia fue: “Los saludo como vanguardia de la revolución mundial (...) en Alemania todo bulle (...) ya no falta mucho para que, a la llamada de nuestro camarada Karl Liebknecth, los pueblos giren sus armas contra los explotadores capitalistas”.
Liebknecht había fundado el partido comunista alemán, en el capitalismo más avanzado del mundo, donde, según Karl Marx, debía ocurrir la revolución. Pero en noviembre de 1918 el intento se disipó apenas iniciado por un hecho muy poderoso: 48 horas después terminó la Guerra, que había sido –por vía de la desesperación– el gran motor revolucionario.
Además, tras la prematura muerte de Liebknecht (enero de 1919), Moscú no apoyó a la Liga Espartaquista, cuya ideóloga, Rosa Luxemburgo, era acérrima crítica de la revolución rusa, de la que escribió: “Una libertad solo para los seguidores del gobierno, solo para los miembros del partido, no es libertad. La libertad solo es libertad para los que piensan diferente (...) Sin elecciones generales, libertad de prensa y asociación, sin libertad de opinión, la vida de cualquier institución pública se convierte en una vida de apariencia, en la que la burocracia es el único elemento activo (…) Una docena de líderes del partido dirigen y bajo ellos gobierna una docena de mentes fabulosas. Una elite de la clase obrera es llamada de vez en cuando a reunirse para aplaudir los discursos del líder y aprobar resoluciones de forma unánime. En el fondo, se trata de nepotismo, de una dictadura. Pero no de una dictadura del proletariado, sino de un puñado de políticos”.
Alemania quería el fracaso de la revolución socialista en Rusia, que triunfó. Y Lenin, consciente del atraso de una Rusia semi-feudal, apostaba a la revolución socialista en Alemania, que fracasó
La Conferencia de Génova introdujo, eso sí, un importante cambio al sistema económico mundial. Ante la escasez de metálico se pasó del patrón-oro al patrón cambio-oro, basado en dos monedas: la libra esterlina y el dólar, que entró en vigencia en 1925 y duró poco, por la resistencia de Francia y Alemania.
La Argentina, mientras tanto, recuperaba la prosperidad perdida durante la guerra. En 1922, el año de Rapallo, terminaba la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, marcada por la conflagración mundial, convulsiones sociales y hechos de represión, como la Semana Trágica (1919) y los fusilamientos en la Patagonia (1921). Su sucesor, Marcelo Torcuato de Alvear, venía de ser embajador en Francia, donde había visto de cerca la caída de monarquías e imperios y la importancia del desarrollo aéreo, lo que lo llevó, en 1927, a crear la Fábrica Militar de Aviones. Además, durante su presidencia se construyó e inauguró, en 1928, el Palacio de Correos, la imponente estructura edilicia en que hoy se emplaza el “Centro Cultural Kirchner” (CCK).
La economía, que ya venía lanzada de los últimos años de Yrigoyen, creció muy fuertemente bajo Alvear: precisan Pablo Gerchunoff y Lucas Llach en su libro “El ciclo de la ilusión y el desencanto”. En los años ‘20, recuerdan, la Argentina creció más que EEUU, Canadá y Australia, tanto en términos por habitante como globales. Y eso que durante la gestión de Alvear, precisó Adolfo Storni en una reciente exposición ante Antropoceno, un grupo de reflexión y debate, la Argentina tuvo una inmigración neta de 650.000 personas, la mayor de cualquier presidente de la historia argentina.
Alvear, que difería pero nunca rompió con Yrigoyen, tuvo un gabinete que incluía dos luego presidentes y al canciller Ángel Gallardo, un naturalista que había sido embajador en Italia y le organizó una notable gira europea y la visita de figuras políticas mundiales. La Argentina era entonces, según qué fuente se tome, la sexta u octava economía del mundo. Había desigualdad, pero no mayor a la de la época, y estaba disminuyendo. “Las mayorías seguían beneficiándose con un modelo de país que, en sus líneas básicas, no difería demasiado del que habían ensamblado los hombres del ‘80″ escribieron Gerchunoff-Llach.
En los años ‘20, recuerdan, la Argentina creció más que EEUU, Canadá y Australia, tanto en términos por habitante como globales
El mundo cambió abruptamente a partir de la crisis iniciada en 1929 y la depresión de los años treinta, en medio de la cual Hitler llegó al poder. La segunda guerra mundial fue la más grande carnicería humana de un siglo de carnicerías, pero a su fin las fuerzas victoriosas no repitieron los errores de la primera posguerra. No hubo Versalles, sino Plan Marshall y, en Europa, construcción de un “Estado de Bienestar” y un tirón de progreso hasta mediados de los 70s, que el francés Jean Fourastié llamó “los gloriosos treinta”.
La Argentina, cuenta el diplomático e historiador Archibaldo Lanús, en un libro y una entrevista reseñadas aquí, tenía entonces “una gran posición internacional y un prestigio bien ganado”. Durante las décadas de 1910, 20 y 30, “la gran política del Estado argentino fue su política exterior”, cuenta Lanús, al punto que, junto con Chile y Brasil, la Argentina mediaba en un conflicto entre EEUU y México y el mundo “celebraba a una nación que iba a ser una gran potencia”.
Ya no tanto como antes, pero la Argentina siguió creciendo a buen ritmo. Aún en 1950 su PBI era superior al brasileño y lo triplicaba en términos per cápita, brecha que se redujo al 100% en 1973, y a poco más 30% en 1990, según datos del historiador Angus Maddison. En la economía, el “rodrigazo” de 1975 fue un punto de inflexión precedido por acumulación de violencia, muerte, dislates económicos y desdén por la estabilidad, que se profundizaron con la dictadura, el período más trágico de la historia argentina del siglo XX.
Desde el retorno de la democracia el país no pudo recuperar la estabilidad (la tuvo brevemente, entre 1991 y 2001, con un esquema económico que no pudo sostener y que era tal vez insostenible) y la calidad de su política exterior está ahora en el subsuelo, con un presidente, Alberto Fernández, que, de visita en Moscú, improvisó lisonjeos a un mandatario que se aprestaba a invadir un país vecino y al que ofreció la Argentina como “puerta de entrada” regional, y una vicepresidente, Cristina Kirchner, que en la semana que pasó usó un foro internacional, el Eurolat, para ningunear al Presidente –hecho que parlamentarios y delegaciones europeas llamaron “bochornoso”– desde la sala central de un edificio inaugurado en 1928, cuando la política argentina todavía apostaba a la grandeza.
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