El 31 de diciembre de 1981 Roberto Alemann, ministro de Economía de Leopoldo Fortunato Galtieri, que había asumido como tercer presidente de la dictadura tras un golpe palaciego contra Roberto Viola, anunció el más ortodoxo plan de estabilización intentado desde el golpe del 24 de marzo de 1976: unificación del mercado de cambios y de las retenciones al agro, congelamiento de salarios y contratos públicos, ajuste de tarifas y “racionalización” de las empresas estatales, objetivo al que ya había apuntado Galtieri en su discurso inaugural, al denunciar “las exageradas necesidades de un gigantesco ente burocrático que ya no está al servicio del país y debe ser redimensionado”.
En casi seis años, la dictadura había acumulado una inflación superior al 21.000% tras probar con la “tablita” cambiaria de José Martínez de Hoz y las devaluaciones de 1981 de Lorenzo Sigaut, el ministro de Economía de Viola, quien a poco de asumir había dicho: “el que apuesta al dólar, pierde”.
El plan de Alemann tuvo efectos impensados y otros más previsibles.
Entre los primeros estuvo el abrupto final de “El Rafa”, la telenovela más exitosa de 1981, que –cuentan José Esses y Dalia Ber en su libro “Los 80″- había llegado a hacer 35 puntos de rating con un elenco encabezado por Alberto de Mendoza, un recio y porteñísimo kiosquero de Parque Patricios, su rebelde hijo, interpretado por Carlos Andrés Calvo, y Alicia Bruzzo, “la Delmónico”, una mujer rica y sensual que atizaba conflictos entre padre e hijo.
Todos los canales eran entonces del Estado y la “ley de topes salariales”, al cabo de una inflación que en 1981 había sido del 165%, fue inaceptable para de Mendoza, que tenia una carrera actoral en España, y otros miembros del elenco. El último capítulo se emitió el 22 de marzo. El 30, ya en el marco de lo previsible aunque hasta entonces contenido, se produjo la más grande protesta contra la dictadura y la represión en Plaza de Mayo se llevó la vida de Dalmiro Flores, un obrero mendocino.
Menos de 72 horas después, volvía lo imprevisible: tras el desembarco de fuerzas argentinas en Malvinas, Galtieri saludaba a la multitud desde un balcón de la Casa Rosada. “Si quieren venir, que vengan; les presentaremos batalla”, concluyó su arenga.
“Lo de Malvinas fue un cálculo disparatado. Pensaron que Inglaterra, que no había defendido ninguna colonia después de la Segunda Guerra Mundial, no reaccionaría. El gobierno militar estaba en decadencia y quiso hacer una política para adentro. Pero no era la Inglaterra del Canal de Suez, del que EEUU y la URSS querían que se retire. Argentina no tuvo el apoyo de nadie, salvo el verbal de los países latinoamericanos en la OEA, y Perú, que ofreció algunos aviones. Fue el error de política internacional más serio de la historia argentina. Los ingleses querían deshacerse de Malvinas, pero sin presiones. Hoy ningún político inglés estaría de acuerdo, ni siquiera con un sistema de administración conjunta. Mucho menos la población de Malvinas, que se volvió muy antiargentina”, recordó a Infobae el historiador Roberto Cortés Conde.
Chau estabilización, chau dictadura
“Fue el fin del plan de estabilización de Alemann y de la dictadura. Galtieri y los militares tuvieron que salir volando. Los soldados y la Fuerza Aérea combatieron, pero la conducción política fue un desastre”, agregó Cortés Conde.
Fue, a su vez, la intervención más decisiva de la Argentina en el tablero internacional del siglo XX, pues le dio al entonces agonizante gobierno de Margaret Thatcher la carta del nacionalismo (la misma que la dictadura quiso para sí) y el orgullo imperial y le permitió convocar a elecciones, ganarlas menos de un año después, en mayo de 1983, en andas del triunfo guerrero en el Atlántico Sur, y conformar, con Ronald Reagan, el binomio de líderes conservadores de una década cuyo punto cúlmine fue 1989, cuando cayó el Muro de Berlín.
Cambio de clima en Londres
En su último número, al referirse a los 40 años de la guerra de Malvinas, la revista británica The Economist cita tres manifestaciones del cambio de clima político y humor social en Gran Bretaña. Thatcher se volvió más y más impermeable al consejo externo y se aferró a su “voluntad de hierro”. Tony Benn, líder de la izquierda inglesa, declaró “hemos llegado al fin de una era”. Y al regreso al puerto de Southampton del Canberrra, un buque de guerra, los marinos ingleses desplegaron un cartel que decía: “cancelen la huelga ferroviaria o llamamos a un bombardeo”, jugando con la palabra strike, que designa tanto una huelga como un bombardeo. Gracias a Malvinas, Thatcher doblegó a los sindicatos y protagonizó el premierato inglés más longevo del siglo XX.
Las sanciones económicas que entonces sufrió la Argentina (el Lloyds, un banco inglés, era el principal acreedor del país) no tuvieron gran efecto, porque fue un período corto. La guerra en sí duró solo 42 días, dijo Cortés Conde. Pero la derrota bélica aceleró la descomposición del régimen militar y agravó la inflación, que saltó a 344% en 1982 y a 434% en 1983, legando a la democracia que se inició en diciembre de ese año una deuda y un déficit fiscal que marcarían la llamada “década perdida”.
Si bien involucró a un viejo imperio y miembro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, la guerra no tuvo mayores consecuencias sobre la economía mundial, aunque algunos veteranos de Wall Street remontan la ola de defaults latinoamericanos no a la cesación de pagos de México de agosto de 1982, sino a la decisión de Galtieri de suspender pagos externos en el marco de la guerra y en un contexto de carencia de recursos públicos.
Distinto es el caso actual de la invasión de Rusia a Ucrania, que produjo un fuerte impacto en los mercados mundiales de energía, alimentos, fertilizantes y minerales y a la cual los países occidentales respondieron con una “guerra económica” que inmovilizó 60% de las reservas internacionales del banco central ruso.
“El arma económica”
Sin embargo, según Nicholas Mulder, autor de un oportunísimo libro sobre “El arma económica”, hará falta mucho más para detener el impulso de Moscú. En el siglo XX, solo 3 de 19 intentos de impedir o detener la guerra con sanciones tuvieron éxito: la intervención de la efímera “Sociedad de las Naciones” en un conflicto entre Yugoslavia y Albania en 1921 y entre Grecia y Bulgaria en 1925, y la presión de EEUU sobre Gran Bretaña y sobre su moneda, la libra esterlina, que forzó a Londres a desistir de su incursión militar sobre Egipto y retirarse del Canal de Suez en 1956. En los tres casos el poder del real o potencial sancionador era muy superior al del sancionado.
Según Mulder, si la economía rusa soporta el cimbronazo inicial de las sanciones (y parece haberlo logrado: el rublo se estabilizó y se recuperaron los depósitos bancarios), tendrá por delante un período de menor crecimiento, pero también la economía mundial sufrirá los pesares, más por la reacción a la crisis que por los efectos de las sanciones en sí.
A diferencia de países como Irán y Venezuela, casos recientes de países sancionados, dice, Rusia está mucho más integrada en la economía mundial, tiene una base económica más amplia y un sector exportador más diversificado, al punto de explicar el 6% de la producción mundial de aluminio, 7% de la de níquel, 12% de la de petróleo, 18% de las exportaciones de trigo y gas natural y 25% de la provisión mundial de cobre.
Paradoja
La paradoja de las sanciones es que su uso efectivo depende de la promesa creíble de su eliminación. Hay que comprometerse a levantar las restricciones cuando se cumplan sus exigencias, lo que según Mulder hace que cada nueva sanción tenga cada vez menos probabilidades de éxito.
La Italia fascista, la Alemania nazi y el Japón militarista respondieron a las sanciones no retrocediendo, sino con más agresividad, porque veían la expansión territorial como un camino para asegurar el control de recursos materiales clave que las sanciones amenazaban con cortarles: grano, carbón, mineral de hierro y petróleo, cita Mulder. A poco más de un mes de la guerra en Ucrania, algunos piensan que el objetivo de Putin era asegurarse los recursos concentrados en el este de Ucrania, y que podría lograrlo, aunque también hay reportes sobre un supuesto desconcierto e incipiente desorden político en Moscú por el fracaso de lo que según Putin sería una blitzkrieg, una ofensiva militar rápida y exitosa, y se volvió una sangrienta guerra de extenuación.
Mulder traza el origen de las sanciones económicas a la voluntad de Woodrow Wilson, presidente de EEUU al cabo de la primera Guerra Mundial, cuando se firmó el Tratado de Versalles y se creó la Sociedad de las Naciones. Wilson consideraba las sanciones “algo más tremendo que la guerra”. La amenaza de “un aislamiento absoluto”, decía, “hace entrar en razón a una nación del mismo modo que la asfixia elimina del individuo toda inclinación a luchar”.
Los vencedores de la guerra introdujeron el “arma económica” en el artículo 16 del Pacto de la Sociedad de Naciones y las sanciones sobrevivieron a la propia organización, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. No era solo idea de Wilson. En la Conferencia de París de 1919 que derivó en el Tratado de Versalles, el delegado británico, Robert Cecil, y el francés, Leon Bourgeois, forzaron la implementación de sanciones sobre Alemania, y William Arnold-Forster, administrador del bloqueo británico, reconoció que durante la Guerra habían intentado “igual que los alemanes, hacer que nuestros enemigos no quisieran que sus hijos nacieran; provocar un estado de indigencia tal que esos niños, si nacieran, nacieran muertos”.
“Igual que los alemanes, intentamos hacer que nuestros enemigos no quisieran que sus hijos nacieran; provocar un estado de indigencia tal que esos niños, si nacieran, nacieran muertos” (William Arnold Foster, administrador del bloqueo británico durante la primera guerra mundial
La idea era que una Nación sometida al bloqueo total iba camino al colapso social. Mala salud, hambre, desnutrición, harían que madres debilitadas dieran a luz niños atrofiados. “El arma económica proyectó así una sombra socioeconómica y biológica duradera sobre las sociedades afectadas”. Un temor similar, escribió Mulder, al que, ya en la Guerra Fría, proyectó la amenaza nuclear.
La Guerra, ahora
El hecho es que las disrupciones de la guerra en Ucrania, la escasez y dificultades de abastecimiento, los aumentos de precios están impactando la economía mundial y podrían, según Mulder, provocar una recesión global y socavar la estabilidad política de naciones en diferentes regiones del mundo. Las sanciones, dice, no son un preciso bisturí, sino una tormenta que puede cambiar la globalización y tener un fortísimo efecto de largo plazo.
Del mismo modo, Paul Krugman, Nobel de Economía 2007, advirtió “buenas razones para preocuparse de que estemos ante una reedición de 1914, el año en que terminó lo que algunos economistas llaman la primera ola de la globalización”.
Un CEO o inversionista probablemente recalcule, escribió Krugman, si conviene producir más barato bajo un régimen autoritario e impredecible o un poco más caro en naciones estables que creen en el imperio de la ley. Ante una nueva desglobalización, concluyó el también columnista del New York Times, los países ricos serán un poquito menos ricos, pero naciones que progresaron en las últimas décadas sufrirán mucho más las consecuencias.
Más que las sanciones, coincide Cortés Conde, el problema actual es la desconfianza que perdurará. La revisión y suspensión de inversiones, señaló, tendrá un efecto depresivo sobre la economía mundial.
Estamos en una situación peligrosa, advirtió el historiador. Desde el final de la Segunda Guerra las grandes potencias nunca se enfrentaron directamente y superaron, sin chocar, situaciones extremas, como la construcción del Muro de Berlín, cuando los norteamericanos se negaron a salir e hicieron el puente aéreo, y la crisis de los misiles en Cuba, cuando John Kennedy, el presidente de EEUU, se plantó en el Caribe e hizo concesiones a la URSS en Turquía. “Los rusos no iban a arriesgarse a una guerra lejos de sus fronteras y Nikita Khrushov, (el entonces líder soviético) estaba harto de Fidel Castro”, dijo Cortés Conde, quien recordó que la expansión rusa hacia el Mar Negro, con la anexión de Crimea en 2014 y la invasión actual, es un impulso que viene de la época de los zares, siguió con la URSS y mantiene Putin.
Si bien la ocupación de Malvinas fue “el error de política internacional más serio de la historia argentina”, la Argentina arriesga ahora repetir un error más antiguo, de la segunda Guerra Mundial, cuando -todavía en 1944, después de la derrota de los nazis en Stalingrado y en el Alamein (África)-, la Argentina jugó un “neutralismo” que no llegaba a ocultar su preferencia por las fuerzas del Eje, algo que –dice- “era un dislate más allá de las preferencias políticas e ideológicas, y nos costó muchísimo”.
La Argentina quedó al margen de las ventas del Trigo que EEUU compraba en pool para abastecer a Europa y fuera del Plan Marshall, tentada por vender el trigo más caro, como convenció el entonces presidente del Banco Central, Miguel Miranda, al presidente Juan Domingo Perón. “Miranda creía que teníamos poder monopólico; había habido sequía en el mundo, apostamos a venderle a España e Italia en pesos que con el tiempo se depreciaron mucho y con los que no se podía pagar importaciones; en 1949 tuvimos la crisis de balanza de pagos, porque faltó una política exterior madura”.
Más allá de los serios problemas internos, en un mundo convulsionado por la guerra, la Argentina tiene otra oportunidad de jugar sus cartas del mejor modo, a la luz de los principios y también de la conveniencia.
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