Mientras las luchas intestinas del peronismo desangraban a la sociedad y al Estado, el país seguía buscando su rumbo económico bajo el manto protector del Fondo Monetario Internacional (FMI). “Vuelvo un poco cansado, pero fue realmente casi una semana muy positiva”. La frase era del joven secretario de Programación y Coordinación Económica, Guido Di Tella, principal peregrino de la gestión del Ministerio de Economía de Antonio Cafiero, tras su primer viaje a Washington en octubre de 1975 para buscar infructuosamente fondos externos.
Como en un retrato anticipado de las tirantes discusiones que se registrarían décadas más tarde entre los mismos protagonistas, el organismo de crédito multilateral más importante surgido del acuerdo de Bretton Woods, firmado en 1944 en New Hampshire, también se negó en aquel momento a brindarle su apoyo a un gobierno débil de la Argentina.
Tras la traumática experiencia de Celestino Rodrigo en el gobierno de Isabel Perón —que combinó sin anestesia una devaluación del 100%, liberación de precios y aumento de las tarifas—, el índice de inflación saltó de un 32% acumulado entre diciembre de 1974 y mayo de 1975 a un 63% solamente entre junio y julio del mismo año. En un contexto hiperinflacionario, Rodrigo fue sucedido por una serie de efímeros ministros: Ernesto Corvalán Nanclares por cinco días, Pedro Bonani por diecinueve, Antonio Cafiero durante seis meses y, un mes antes del golpe militar, el banquero Emilio Mondelli.
Cada uno de ellos buscó inútilmente asistencia financiera internacional, que sólo comenzó a arribar luego de la caída del gobierno constitucional, cuando las reservas disponibles del Banco Central para satisfacer pagos inmediatos rondaban los USD 23 millones y la deuda externa del sector público ascendía a unos USD 4.941 millones.
El director ejecutivo del Fondo, Hendrikus Johannes Witteveen, se había comprometido ante Di Tella a recomendar al board del Fondo el otorgamiento de USD 85 millones correspondientes a una línea de facilidades petroleras y otros USD 135 millones para compensar la caída en el precio de los productos de exportación. Pero el 26 de febrero de 1976 el FMI anunció que no daría un paso más hasta que no se aclarara “el panorama político institucional”, es decir, hasta que el gobierno de Isabel Martínez de Perón no terminara de desintegrarse.
El 26 de febrero de 1976 el FMI anunció que no daría un paso más hasta que no se aclarara “el panorama político institucional”, es decir, hasta que el gobierno de Isabel Martínez de Perón no terminara de desintegrarse
Al lado de Di Tella negociaba Ricardo Arriazu, un joven economista tucumano llegado al gobierno justicialista de la mano del ministro Alfredo Gómez Morales en 1974, que ya había representado a la Argentina ante el FMI en 1968 con sólo 26 años de edad y que luego pasaría a la historia como el padre intelectual de la “tablita” cambiarla y de la cuenta de regulación monetaria, dos pilares del esquema económico de la dictadura militar.
A pesar de su juventud, Arriazu estaba familiarizado con los códigos de Washington, aunque no pudo ocultar su palidez cuando estaba negociando un nuevo programa de ayuda en el edificio del FMI y le pasaron un papelito para avisarle que otro ministro de Economía había renunciado en Buenos Aires. Ya recompuesto, pidió a sus interlocutores que no suspendieran la negociación, porque con uno u otro ministro, con uno u otro gobierno, el Fondo iba a tener que negociar con el país.
Los planes de Martínez de Hoz
En Buenos Aires, los tres hombres que se preparaban para conducir el período más sangriento de la historia moderna argentina convocaban en aquel entonces a un desgarbado pero influyente abogado para implementar un plan económico funcional a su estrategia política. José Alfredo Martínez de Hoz había demostrado brevemente sus cualidades como ministro catorce años antes, durante casi cinco meses, en el gobierno de José María Guido y trabó una muy buena relación con las Fuerzas Armadas a partir de una extraña historia que resumía un pasado ligado al poder rural y un presente repleto de contactos con el sistema financiero internacional.
Los 3 hombres que se preparaban para conducir el período más sangriento de la historia moderna argentina convocaban en aquel entonces a un desgarbado pero influyente abogado para implementar un plan económico funcional a su estrategia política, José Martínez de Hoz
De todos modos, Martínez de Hoz sabía que no era el único candidato para elaborar el plan económico del gobierno que estaba por instalarse a la fuerza y, por lo tanto, debía aprovechar las tres horas que le habían concedido el 19 de marzo de 1976 en aquel departamento de la avenida del Libertador, en el barrio de Palermo, para persuadir a su anfitrión, Emilio Eduardo Massera, y a los otros dos líderes de la conspiración, Jorge Rafael Videla y Orlando Ramón Agosti.
Más allá de las diferencias ideológicas entre los protagonistas del encuentro, los cuatro coincidían en el sueño golpista y, curiosamente, en su edad: todos tenían 50 años. Los comandantes militares le prestaron gran atención desde las 21, sobre la medianoche, le pidieron que volcara todas sus ideas por escrito en un plazo de 72 horas porque, tras el asalto al poder, sería el encargado de ejecutarlas.
El abogado les solicitó cinco años para promover las reformas que imaginaba y otros cinco para permitir su consolidación. Videla sólo le concedió el primer deseo. Martínez de Hoz se sentía agotado; sólo dos días antes había regresado de un nuevo viaje de caza en África junto con su hijo mayor. A fines de enero se introdujo en la profundidad de Kenia para eludir los rumores que lo señalaban como ministro y no dejó de disparar con su rifle hasta que uno de los cazadores recibió una transmisión radial que lo urgía a volver a la Argentina. Trastornado por el mensaje pensó que, tras una larga enfermedad, su padre estaba muriendo, hasta que supo que los militares lo llamaban para retornar.
Su calma duró poco tiempo ya que su progenitor, fundador de la Corporación Argentina de Carne, falleció el 26 de marzo, dos días después del ilegal desalojo de Isabel Martínez de Perón de la Casa de Gobierno. Luego de dejar el departamento de Massera en Palermo, el futuro ministro llamó a su fiel secretaria y se dedicó a dictarle sin pausa el plan que se conocería el 2 de abril de 1976. “El objetivo primero de nuestro programa económico es el bienestar humano... resulta indispensable restablecer la actividad económica sobre bases que tiendan a estimular la actividad productiva. Se trata de una economía de producción”, señalaría el flamante ministro en su discurso de 150 minutos por radio y televisión, antes de inaugurar una gestión que provocaría una caída cercana al 30% en el salario real, el cierre de más de 10.000 establecimientos industriales y el legado de un 22% de los hogares argentinos con sus necesidades básicas insatisfechas.
“Ministro, yo sé manejar un automóvil a 120 kilómetros por hora, no a 800″, le advirtió Diz a Martínez de Hoz
Mientras daba sus primeros pasos en el gobierno, Martínez de Hoz comenzó a conformar su equipo y eligió como hombre de máxima confianza a Guillermo Walter Klein, que por su relativa juventud tuvo que esforzarse bastante para ganar el respeto del resto del gabinete económico. En forma paralela, le ofreció la presidencia del Banco Central a Luis Otero Monsegur, su viejo compañero de ruta en la Asociación de Empresarios Libres. El dueño del Banco Francés decidió no sumarse a la función pública pero le sugirió el nombre de Adolfo Diz, a quien Martínez de Hoz había conocido en una conferencia en 1970 organizada en la Sociedad Rural Argentina.
Ex representante ante el Fondo Monetario Internacional (FMI) en la gestión de Krieger Vasena, en 1974 Diz comenzó a dirigir en la capital azteca el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos, fundado en 1952 como la meca de estudios de los banqueros centrales de la región.
El 26 de marzo de 1976 Diz estaba reunido en la sede del centro académico con un grupo de colaboradores, entre ellos, el argentino Pedro Pou y el uruguayo Arturo Porzecanski; Diz sabía que en la Argentina se había producido un cambio en el poder pero, con la ingenuidad política que lo caracterizaba, al principio creyó que se trataba de una revuelta de sectores de izquierda.
Con cierto temor, su secretaria le acercó un papelito que explicaba que un avión oficial lo esperaba para partir a la Argentina de inmediato. Sin poder saludar siquiera a sus hijos, que no habían regresado del colegio, Diz se embarcó en la aeronave para transformarse a partir del 2 de abril en el segundo vértice del primer plan de endeudamiento más agresivo en la historia moderna del país.
Precavido por si acaso su nueva gestión no duraba demasiado, el economista no renunció a su cargo en el CEMLA, sino que apenas se pidió una licencia. “Ministro, yo sé manejar un automóvil a 120 kilómetros por hora, no a 800″, le advirtió Diz a Martínez de Hoz apenas llegó a la convulsionada Buenos Aires, luego de 17 años de haber estado fuera del país.
El gobierno republicano de Gerald Ford también recibió a Martínez de Hoz con enorme calidez. William Simón, secretario del Tesoro, elogió los planes de Martínez de Hoz sin medias tintas. Sin embargo, su principal lobbista en Washington fue el controvertido secretario de Estado, Henry Kissinger, un legado de la administración Nixon que en la primera visita del ministro argentino a la capital de los Estados Unidos en junio de 1976 se quedó encantado con los planes de la dictadura y con las oportunidades de negocio que se abrían en el país para los inversores extranjeros.
En aquella primera incursión por Washington como ministro, Martínez de Hoz también recibió el apoyo clave del presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, y de Antonio Ortiz Mena, su viejo amigo que encabezaba el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y que afirmaba sin temor a equivocarse que los países en desarrollo no tenían por qué temer al endeudarse en forma irrestricta.
La disputa con el gobierno de Carter
Con la llegada del gobierno de James Cárter el 20 de enero de 1977, Kissinger abandonó la función pública pero no perdió su poder y por esta razón Videla lo recibió como un invitado de honor para el Mundial ‘78 organizado en la Argentina. Cuando Kissinger, fanático del fútbol, confirmó su presencia en la copa de la FIFA, Martínez de Hoz organizó un viaje en un avión para cuatro personas hasta el sur de la provincia de Buenos Aires —al que para disgusto del ministro se sumó el embajador de los Estados Unidos Raúl Castro— en el que el ministro le mostró durante cuatro horas a su nuevo amigo “la Argentina real”, repleta de vacas y campos.
A fines de 1983, la Argentina vio cómo sus compromisos externos totales pasaban de USD 9.739 millones a USD 45.069 millones y la deuda del Estado de USD 6.648 millones a USD 31.709 millones
Si bien el equipo económico ya había logrado refinanciar durante la gestión de Ford unos USD 1.000 millones de la deuda entre los organismos multilaterales, gobiernos y bancos comerciales, el ascenso de una administración demócrata fuertemente preocupada por las violaciones a los derechos humanos en América latina podía constituir un obstáculo para los ambiciosos planes de endeudamiento externo del régimen militar. De hecho, la primera medida del gobierno demócrata fue reducir de USD 32 millones a USD 16 millones la asistencia financiara otorgada por Ford a la Argentina en 1976. Martínez de Hoz sufrió en carne propia los cuestionamientos del nuevo secretario del Tesoro, Michael Blumenthal, durante la reunión anual del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) a mediados de mayo de 1977.
Aterrado por sus inquisitorias preguntas sobre la represión, el ministro argentino intentaba esquivar a Blumenthal en cada pasillo del lujoso hotel de Cancún que albergaba a la convención del BID.
En 1976 la deuda externa pública era de USD 6.648 millones y los pasivos privados USD 3.091 millones; cinco años más tarde, cuando Martínez de Hoz dejaba su poderoso cargo, el país debía USD 35.671 millones, un 48% del PBI y un 390,4% de las ventas al exterior, repartidos entre USD 20.024 millones del Estado y USD 15.647 millones de la esfera privada.
A fines de 1983, la Argentina vio cómo sus compromisos externos totales pasaban de USD 9.739 millones a USD 45.069 millones y la deuda del Estado de USD 6.648 millones a USD 31.709 millones. Cada uno de los habitantes del país, que debía 320 dólares en 1976, llegó a cargar con una deuda de 1.500 dólares en 1983, mientras el 10% más rico de la sociedad pasaba a concentrar el 31,8% de los ingresos totales, frente al 23,6% que acumulaba en 1974. Antes de la represión brutal de la dictadura, el 10% más pobre de los argentinos contaba con el 4,4% de los recursos del país; después, ese mismo sector social apenas accedía al 2,3% de la exigua “riqueza” que aún quedaba en pie.
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